
Jeanne Bigard nació en Normandía en una familia acomodada el 8 de diciembre de 1859. Su formación y su personalidad se deben en gran medida a su madre Stéphanie quién le transmitió un vivo interés por la vida espiritual y compartió con ella todos sus compromisos y sacrificios. Jeanne desarrolló un profundo interés por los obreros del Evangelio. Con su madre, comenzó a trabajar para las misiones. Fueron conducidas a ello gracias a la Obra Apostólica, fundada en 1835 por Marie Du Chesne, que tenía como finalidad esencial la preparación de objetos de culto y de equipamiento personal para los misioneros. Colaborando en la misión junto con esta obra, las Bigards tuvieron la oportunidad de escribir directamente a los misioneros y enviarles las labores realizadas con sus manos además de sus ofrendas. Las necesidades de los sacerdotes, los misioneros y del clero indígena tocaban cada vez más sus corazones impulsando su dedicación en la preparación de lo necesario para el ministerio sacerdotal, especialmente para el culto.
Escribían a los misioneros y recibían cartas de ellos informándoles de sus actividades, necesidades y proyectos. Se dieron cuenta de que las misiones eran desconocidas para el público en general y de lo emocionante que era el trabajo que se realizaba en ellas. Las Bigards abrieron sus ojos y sus almas a la urgencia y a la necesidad de que las iglesias misioneras tuvieran su propio clero.
Los misioneros con los que los Bigards tenían relaciones más frecuentes eran los padres de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París (MEP), con misiones en Manchuria, Corea y Japón. Estos misioneros, que vivían siempre con gran escasez de medios económicos, dirigían su mirada hacia estas señoras que ya los ayudaban con ofrendas para misas y objetos religiosos. El primer protegido de las Bigards fue un misionero en Kioto, en Japón, el padre Aimé Villion, a través del cual contribuyeron a la construcción de la iglesia de San Francisco Javier en Kioto.
Cuando la petición de Mons. Jules-Alphonse Cousin llegó a Jeanne Bigard, fue para ella como un rayo de luz que iluminó su camino: tenía la convicción de que era la voz de Dios que le trazaba un compromiso espiritual y factible a realizar. Con exaltación y llena de celo extraordinario animó a su madre con su entusiasmo para organizar la recaudación de los fondos necesarios. Tomaron la decisión de reducir sus gastos personales, retirándose a dos pequeñas habitaciones, evitando grandes gastos, comodidades o bienes de cualquier tipo, para poder ayudar mejor a las Misiones de Mons. Cousin, enviando más dinero para sus seminaristas y más indumentos para los sacerdotes.
Comprometidas con la adopción de seminaristas japoneses, las Bigards quisieron también llegar a otros misioneros, extendiendo su generoso interés a otras misiones. Pero ya que su preocupación principal era sobre todo el clero indígena, recogieron información a través de los obispos y vicarios apostólicos de las Misiones Extranjeras de París. De los misioneros de todas partes tanto en India, Cochinchina, Manchuria, África, recibieron la misma noticia qua ya conocían, es decir que el futuro de las misiones dependía de la formación del clero local, pero que la falta de medios no les permitía acoger las numerosas vocaciones que se presentaban.
Jeanne, que simpáticamente se apodó a sí misma “cabeza dura” por su tenacidad y obstinación, pronto comprendió que este compromiso - por su perspectiva a largo plazo -, requería de un movimiento organizado que se ocupase de ello: así entre 1889 y 1896, esta asociación tomará forma convirtiéndose en la Obra de San Pedro Apóstol, que tendrá los siguientes propósitos:
Recaudar dinero para financiar becas en seminarios misioneros o al menos para pagar algunas cuotas anuales para el sustento de los seminaristas hasta el sacerdocio.
Realizar, por puro amor a Dios y sin remuneración alguna, las vestiduras y lienzos sagrados para los ordenandos, sin olvidar unir los vasos sagrados necesarios para la celebración de la Misa y la administración de los sacramentos.
Todos los asociados estaban invitados a orar por los sacerdotes y religiosos indígenas, pidiendo para ellos un gran celo por la conversión de sus compatriotas y una fiel adhesión a la Santa Sede.
Jeanne Bigard descubrió su verdadera vocación en todo esto. Dar a conocer la Obra fue su deseo más apasionado. Hablaba con todos sobre su proyecto, decidida a dedicarle tiempo, fuerzas y bienes personales. A pesar de su timidez y mala salud, trabajará duro para lo que se convertirá en el propósito de su vida: recorrerá todas las diócesis de Francia, irá al extranjero, viajará a Roma varias veces.
Con la Encíclica Ad extremas Orientis publicada el 24 de junio de 1893 por el Papa León XIII, la Obra se sintió fuertemente animada. Para las señoras Bigard, este documento sonó como una aprobación divina de sus planes de acción, lanzando una invitación, al mundo cristiano y a todos los católicos de Europa, a mostrarse generosos y caritativos con el seminario de las Indias. Las preocupaciones del Santo Padre por el clero indígena se hacen eco de las de las Bigards, que piensan en los seminarios del mundo misionero. Esta coincidencia las inspiró a poner su trabajo bajo la protección de San Pedro.
El primer esquema de la Obra se imprimió en octubre de 1894. El 12 de julio de 1895, el Santo Padre León XIII concedió la bendición apostólica a la Obra de San Pedro y a sus fundadoras y miembros. En julio de 1896, Jeanne preparó y publicó un folleto de 78 páginas sobre la Obra de San Pedro Apóstol para el clero indígena de las misiones, con el imprimatur de los obispos de Séez y Vannes.
La Obra se había convertido en una realidad viva de la Iglesia y en 1922 se transformará en Obra Pontificia. Jeanne Bigard también se encargó de obtener el reconocimiento civil y, dado que el estado laicista amenazaba con apropiarse de todos los bienes eclesiásticos, trasladó la sede de la Obra a Friburgo, Suiza.
La muerte de su madre el 5 de enero de 1903 transformará la vida de Jeanne en una angustiosa prueba. Al darse cuenta de la gravedad de la enfermedad que está a punto de caer sobre ella, Jeanne encomendará la Obra a las Franciscanas Misioneras de María de Friburgo. Su inteligencia, fatigada por las penurias y ya no sustentada por la fuerte personalidad de su madre, se ve abrumada por un fuerte abatimiento que le nubla la lucidez y solo en ocasiones le permite la plena conciencia. Primero fue ingresada en un instituto religioso y luego en una clínica parisina (1905), vivió interiormente la angustia del Getsemaní y la cruz, pero siempre manteniéndose en las manos de Dios; sin embargo, el deterioro de su estado (1906) pronto la obligó a ser llevada a Alençon a las Hermanas de San José donde murió el 18 de abril de 1934.
Jeanne Bigard con su labor demostró un vivo conocimiento de la universalidad de la Iglesia y una conciencia activa de la importancia del clero indígena en la misión iniciando una movilización espiritual y humana de las Iglesias de fundación antigua en un marco de solidaridad inter-eclesial. Su fuerza moral emanaba de la convicción de estar obedeciendo a un orden divino y que, al actuar así, ella y su madre «trabajaban por la Iglesia, para su difusión y afirmación, salvando almas, dando gloria a Dios, multiplicando los logros de Iglesia y sobre todo la ofrenda del sacrificio divino».
En resumen, junto a su madre, Jeanne Bigard ha indicado el camino para una nueva interpretación de la misión y de la cooperación misma. Quizás su fin podría interpretarse como el símbolo de una consagración plena a Dios, una identificación con su amor crucificado, una participación en su acción salvífica en una inmersión total en Él. En esta perspectiva, el trasfondo místico de la cooperación misionera, que no puede reducirse a una organización del solo hacer, resuena bastante fuerte.