«La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre» (Ad Gentes, 2).
Este mensaje es esencial para la vida de la Iglesia.
De la comprensión de la fuerza del Bautismo, que otorga a cada bautizado la comunión con Cristo y con los hermanos, nace en nosotros el deseo de participar en la misión de la Iglesia.
Las misión, en cuanto obra de Dios en la historia humana, no es un mero instrumento sino un acontecimiento que impulsa a todos a acoger y servir el Evangelio. Por tanto, el compromiso misionero de cada bautizado se realiza con el testimonio de vida, con el anuncio del Evangelio, con la participación a la vida de las Iglesias locales, con la disposición a ser fermento del bien en los lugares donde se vive, con el diálogo, la formación de las conciencias, la profundización en los valores cristianos, la cercanía con los más alejados y el servicio tangible de la caridad.
La creación de las Obras Misionales Pontificias tiene su origen en el Pentecostés del Espíritu que, con sus carismas, ha hecho instituir y realizar estas Obras para la Misión. Dos mujeres (Pauline Marie Jaricot, Jeanne Bigard), un obispo (Charles de Forbin-Janson) y un sacerdote (p. Paolo Manna) se convirtieron en los fundadores carismáticos de un gran movimiento de cooperación misionera en la Iglesia.