SER MEDIADORES ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES ES LA ESENCIA DEL SACERDOCIO. (Beato Paolo Manna)
La tarea fundamental de todo sacerdote: dar a conocer a Jesús
Del Evangelio según san Lucas
«Después de esto, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros». (Lc 10,1-6)
Del Magisterio de la Iglesia
«Los presbíteros […] han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. […] Ejerciendo […] el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu». (Conc. Vat. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 28)
«Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina». (Conc. Vat. ii, Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, n. 2)
«Y si Cristo puso como nota característica de sus discípulos el amarse mutuamente, ¿qué mayor ni más perfecta caridad podremos mostrar a nuestros hermanos que el procurar sacarlos de las tinieblas de la superstición e iluminarlos con la verdadera fe de Jesucristo?
Este beneficio, no lo dudéis, supera a las demás obras y demostraciones de caridad tanto cuando aventaja el alma al cuerpo, el cielo a la tierra y lo eterno a lo temporal. […] Si ningún fiel cristiano debe tratar de rehuir este deber, ¿podrá desentenderse de él el clero, que participa, por elección y gracia de Nuestro Señor Jesucristo, de su mismo sacerdocio y apostolado? O ¿podréis descuidarlo vosotros, venerables hermanos, que, honrados con la plenitud del sacerdocio, estáis por disposición divina, cada uno en vuestro puesto, al frente de ese mismo clero y pueblo? » (PIO XI, Encíclica sobre la acción misionera, Rerum Ecclesiae, n. 20-24)
De los escritos del B. Paolo Manna
« ¡Somos apóstoles! Los Apóstoles no tenían otros intereses detrás a los que servir, sino que sólo servían a Jesucristo. Somos Apóstoles, y recorremos, a lo largo y ancho, los horizontes divinos, trabajamos generosamente, desinteresadamente, ¡sólo por las almas, sólo por la Iglesia, sólo por el Cielo!». (P. Manna, Virtù Apostoliche, Milán 1944, p. 12)
«Recuerdo la amarga impresión que sentía en mis frecuentes viajes a las misiones. [...] Mi persona no decía nada a nadie, yo era uno de los muchos europeos... Pero aquellos hombres, aquellas mujeres, aquellos niños me decían a mí un mundo de cosas; me decían que eran criaturas de Dios, con un alma inmortal como la mía… redimidas como yo... también en ellos el Hijo de Dios se había hecho hombre. Y lo ignoraban por completo. Pero decían aún más, decían cosas que nos tocaban personalmente como sacerdotes. Eran las mismas almas que habían orientado nuestras vidas... eran la razón de nuestro sacerdocio, de nuestra vocación. No eran ajenas a nosotros, sino que nos habían sido confiadas por Dios para que las salvásemos…». (P. Manna, Chiamati alla santità, Nápoles 1977, p. 65)
«Da miedo pensar... tantas almas de las que nos pedirán cuentas, y de las que poco nos importa» (P. Manna, Chiamati alla santità, Nápoles 1977, p. 66)
«En el mundo hay personas más instruidas, más poderosas, más capaces que entre el clero; se hacen obras de asistencia social más grandes que las que nosotros podemos hacer, pero en sí mismas no valen para la vida eterna. Nuestra tarea es salvar almas». (P. Manna, Chiamati alla santità, Nápoles 1977, p. 73)
«El oficio del sacerdote: DAR A JESUCRISTO, darlo a todos, a los malos, a los buenos, a los perfectos, a los grandes y a los pequeños, a los sabios y a los ignorantes. [...] Somos cálices llenos de Jesús, destinados a derramar a Jesús en las almas. Debemos estar llenos para poder derramarlo, debemos impregnarnos del espíritu de la gracia, del amor de Jesucristo, para poder darlo a los demás... ». (P. Manna, Chiamati alla santità, Nápoles 1977, p. 76)
«El sacerdote es un soldado que nunca debe dejar de luchar por la conquista de las almas. Es un pescador de hombres que debe remar al alta mar: [...] para salvar con su red a los que se ahogan en el mar del mundo. Es un segador, y para recoger la cosecha debe saber soportar el peso de la jornada y el calor. Es un ecónomo que debe dar estricta cuenta de su administración. Es un pastor que debe correr por montañas y valles en busca de la oveja perdida. El sacerdote no puede salvarse a sí mismo; su salvación está ligada a la de muchos otros». (P. Manna, Chiamati alla santità, Nápoles 1977, p. 145-146)
Preguntas para la reflexión:
- ¿Con qué frecuencia rezo por las personas que están bajo mi cuidado pastoral?
- ¿A qué me dedico más entre estas actividades: a la construcción de una iglesia, a la gestión y dirección de un centro pastoral, al trabajo de oficina, a hablar y conocer a la gente, a rezar por ella?
- ¿Me siento más como un constructor, un maestro, un conferenciante, un empleado o un sacerdote intermediario entre la gente y Dios?
ORACIÓN
Oh portentoso Señor, que tomaste la forma de siervo y sumo sacerdote, que por el Espíritu Eterno hiciste a Dios un sacrificio sin mancha. Contemplo humildemente mis manos que recibieron la sagrada unción durante la ordenación y que se han convertido en las manos de un sacerdote.
Pongo con confianza mis manos en las tuyas, Jesús, como hizo María en Nazaret; también las confío con amor en las manos de tu Padre, que te confirmó en el río Jordán. Dígnate acogerme y haz que mi ministerio sacerdotal sea signo de la reunión de tu Iglesia.
Permíteme conocer y saber cómo mostrar a mis hermanos la belleza de tu esposa, la Iglesia. Que brille con todo su esplendor en la Eucaristía y desde allí ilumine los caminos de tus discípulos.
Oh Divino Salvador, hoy te pido:
- que renueves mi sacerdocio con el poder del Espíritu Santo,
- que sea siempre humilde y fuerte en mi vocación y misión,
- que crezca en mí la disponibilidad al servicio sagrado,
- que desee ardientemente luchar por la santidad.
Jesús, Sumo Sacerdote, haz que todos vean a través de mi persona y de mi ministerio salvífico el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el único Dios verdadero que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.