
25 de diciembre de 2021, Natividad del Señor, (Año C)
Misa de la Vigilia
Cantaré eternamente las misericordias del Señor
Is 62,1-5; Sal 88; Hch 13,16-17.22-25; Mt 1,1-25
Misa de Medianoche
Hoy nos ha nacido un Salvador
Is 9,1-6; Sal 95; Tit 2,11-14; Lc 2,1-14
Misa de la Aurora
Hoy brillará una luz sobre nosotros
Is 62,11-12; Sal 96; Tit 3,4-7; Lc 2,15-20
Misa del Día
Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios
Is 52,7-10; Sal 97; Heb 1,1-6; Jn 1,1-18
COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO
“¿Qué decir? ¡Es Navidad!” ¡Así un párroco comienza y termina inmediatamente su sermón durante la misa navideña, para alegría de los fieles que han tenido que acostumbrarse a escuchar las largas homilías de su párroco! Y así podríamos abrir y cerrar de inmediato nuestra reflexión para esta Solemnidad, porque efectivamente, frente al misterio del nacimiento de Cristo, Dios hecho hombre, el misterio de la verdad divina, inaudito y nunca suficientemente profundizado, y frente a la fiesta de la suprema alegría para todos los hombres, cada palabra que se comente o explique se vuelve superflua. No hay nada más sensato para decir que esta simple afirmación: “¡Es Navidad!”
Sí, bastará tal exclamación de felicidad y que luego cese todo discurso humano para escuchar sólo la voz divina en esta noche santísima, y ojalá también durante todo este largo y santísimo día y en todo el tiempo de Navidad. Hoy, es necesario guardar silencio en el corazón y en la mente, incluso y sobre todo frente al pesebre de la iglesia, dejando de lado cualquier otra preocupación mundana (¡incluida la de tomar algunas fotos de recuerdo del pesebre!). Entremos todos nosotros, los fieles, en ese silencio místico de media hora, para escuchar la voz de Dios que nos habla, tanto en las diversas lecturas litúrgicas y oraciones de las cuatro misas programadas para Navidad, como a través del Niño Jesús recién nacido, que quiere susurrarnos también hoy su mensaje a cada uno de nosotros, tan queridos para Él en este mundo.
1. (La primerísima “palabra” del neonato Jesús). Como señala la segunda lectura de la Misa del día, « En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). ¿Pero de qué manera? Curiosa pero significativamente, desde el punto de vista histórico-existencial, la primera “palabra” que Jesús pronunció en la tierra fue su llanto, como todos los niños recién nacidos (¡tanto es así que este llanto se llama en vietnamita tieng khoc chao doi “el llanto que saluda a la vida”!). Y es precisamente en este llanto natal, tan natural y aparentemente banal, donde podemos captar un mensaje profundo en el que debemos detenernos en el silencio del asombro y de la adoración. El Dios hecho hombre ha hablado en los primeros momentos de su venida a la tierra, llorando.
Más allá de ser una reacción espontánea según la ley físico-biológica (el recién nacido llora para empezar a respirar), fue el llanto de solidaridad con toda la humanidad y se convierte así en una imagen emblemática de la encarnación de Dios. Cuando Él se hizo hombre, ha tomado sobre sí todas las condiciones humanas, débiles, frágiles, heridas por el pecado. En su llanto inicial se escucha el gemido de la humanidad, de hecho, de toda la creación que espera la redención. El Hijo de Dios, “Unigénito nacido del Padre antes de todos los siglos”, ha nacido en el tiempo no para borrar el llanto humano de la existencia, sino para asumirlo y hacerlo divino. Así, a partir de ese momento, Jesús seguirá llorando ante las situaciones trágicas y dolorosas de los hombres y mujeres de su tiempo (y místicamente de todas las generaciones), pero él mismo proclamará bienaventurados a los que lloran ahora, porque serán consolados (Mt 5,4) propiamente por Dios y precisamente por la dulce presencia del Emmanuel - “Dios con nosotros”.
2. (La doble alegría). De esta manera, la primerísima voz de Jesús que llora, señala el comienzo de un gran gozo, y esto es cierto en un doble nivel. Primero, en el plano existencial natural, el llanto del recién nacido despierta una inmensa alegría en todos por una nueva vida, comenzando por la madre que en ese momento se olvida de todas las fatigas de la esperara y del parto. Se trata de una verdad humana universal que el mismo Jesús afirmará, curiosamente, en su último discurso a los discípulos: «La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre» (Jn 16,21). Esta alegría natural está detrás de la aclamación del profeta Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5), que se refiere al llanto gozoso de la familia por el nacimiento de un niño, como también atestigua la tradición bíblica-judía (cf. Jer 20,15; Sal 113,9). Todo es porque la llegada del niño abre el futuro a todos y asegura la continuidad de la vida en la familia y en la sociedad, independientemente de las condiciones o estatus social. Es una alegría tan humana y tan simple que supera el dolor, desafía toda adversidad, ilumina las tinieblas del presente. Es aquella que seguramente María y José vivieron y transmitieron a todos aquellos con quienes se encontraron.
Por tanto, es necesario recuperar este gozo “terrenal” con el nacimiento de Jesús hace más de dos mil años, para sentir otro gozo aún mayor que proviene de la fe. En el plano teológico-espiritual, vemos, en el Jesús recién nacido, no solo el don de una nueva vida y un futuro garantizado, sino también el comienzo efectivo del cumplimiento del plan de Dios para la humanidad: Él ahora ha venido, en carne y hueso, para salvarnos, para darnos vida en abundancia, la divina. Así lo anunció el ángel de Dios a los pastores aquella noche: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Se trata de un anuncio fundamental, proclamado repetidamente cada Navidad en el Evangelio durante la misa de medianoche, porque se realiza de modo místico y misterioso el misterio del nacimiento de Jesús Salvador para el gozo de la salvación “de todo el pueblo”. Ese “hoy” en el anuncio angelical se refiere no solo a esa fecha única en Belén hace dos mil años, sino también y sobre todo a lo que todavía está sucediendo entre nosotros ahora. Dura así hasta el fin de los tiempos. El Señor Jesús también ha nacido en nuestro “hoy”, y la señal para reconocerlo es siempre aquella indicada por el ángel: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Vale decir un niño pequeño, frágil, indefenso que solo sabe llorar ante la adversidad. ¡Estaban esperando al León de la tribu de Judá, y vino el Cordero de Dios (cf. Apocalipsis 5,5-6)! Esta es nuestra alegría del Dios cercano, tierno, delicado, que quiere entrar en punta de pies en nuestra vida, con todo respeto a nuestra libertad, para acompañarnos a la salvación no con los signos del poder, sino con el poder de los signos, por repetir una hermosa formulación utilizada por el Papa Francisco.
3. (El celo de una vida por Dios). El llanto inicial del niño Jesús inaugura, de manera elocuente, una vida enteramente dedicada a la misión recibida de Dios Padre. Como escuchamos el domingo pasado en la Carta a los Hebreos, Cristo, entrando en el mundo, declaró solemnemente a Dios Padre: «He aquí que yo vengo para hacer tu voluntad». Esta voz mística de Cristo, llena de celo y determinación por una misión especial por Dios y por la salvación de la humanidad, encuentra entonces su expresión aún más fuerte y conmovedora en las palabras del profeta Isaías, que la primera lectura de la Misa de la vigilia nos hace escuchar: «Por amor a Sion no callaré, / por amor de Jerusalén no descansaré, / hasta que rompa la aurora de su justicia / y su salvación llame como antorcha» (Is 62,1-2).
Mientras todavía haya algún llanto en algún rincón de la tierra, Jesús todavía viene a llorar con los que lloran y a llevar a todos al momento de la salvación definitiva cuando Dios enjugará toda lágrima. La misión divina continúa, y Él la cumple con celo con y en su vida, invitando a sus discípulos a hacer lo mismo con y en su vida: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Por tanto, la alabanza de Isaías al mensajero que anuncia a los hombres la salvación de Dios sigue siendo siempre actual, como nos lo recuerda la primera lectura de la Misa del día: «¡Qué hermosos son sobre los montes / los pies del mensajero que proclama la paz, / que anuncia la buena noticia, / que pregona la justicia» (Is 52,7).
Entonces, hoy, ¿quién será el ángel de Dios, ese mensajero divino, que anuncia la Buena Nueva del nacimiento de Cristo Salvador? ¿Quién anunciará el mensaje de Dios a los “pastores” de hoy, aquellos que están fuera de las ciudades y lejos de las luces modernas y que tal vez no esperan un tal honor de ser llamados a conocer la alegría de Cristo? ¿Quién será el misionero que continúa el celo de Cristo por la salvación de todos? Te dejo la respuesta a ti que estás leyendo estas líneas. No digo nada más. Después de todo, ¿qué decir? ¡Es navidad!