
Cuarto Domingo De Cuaresma «Laetare» (Año A)
1Sam 16, 1b.6-7.10-13a;
Sal 22;
Ef 5,8-14;
Jn 9,1-41
El Señor es mi pastor, nada me falta.
COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO
La misión de Cristo-Luz
«El IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en este domingo “Laetare” [“¡Regocíjate!”] por las vestiduras litúrgicas de tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia» (Directorio Homilético no.73). En este contexto de gozo por la Pascua que se acerca, hemos escuchado el evangelio acerca de la curación de un hombre ciego de nacimiento que, como ya habíamos indicado en nuestro comentario anterior, en conjunto forma, con los pasajes evangélicos de la Samaritana (domingo pasado) y de la resurrección de Lázaro (domingo próximo), un tríptico cuaresmal para el (re)descubrimiento del don del bautismo, como viene subrayado en los comentarios litúrgicos. Así pues, «el tema de base, en estos tres domingos, se centra en el modo en que la fe es continuamente alimentada a pesar del pecado (la samaritana), la ignorancia (el ciego) y la muerte (Lázaro). Son estos los «desiertos» que atravesamos en el curso de la vida y en los que descubrimos que no estamos solos, porque Dios está con nosotros» (Directorio Homilético, 69).
Una vez más, teniendo presente esta construcción litúrgica, así como la enorme riqueza del pasaje evangélico de hoy, nos detendremos en algunos detalles que nos ayudarán a profundizar el misterio de la misión de Cristo, y de este modo revitalizar nuestra fe en Él y nuestra pasión misionera, “siguiendo sus huellas”.
Seguimos la estructura tripartita del relato, que adopta la forma de un drama en tres actos para, de este modo, describir magistralmente el itinerario del ciego de nacimiento hacia la plena visión: desde la recuperación de la vista material hasta ver y creer en Jesús como “Hijo del hombre” y Señor. Este es el camino que todos los bautizados estamos llamados a recorrer junto con los catecúmenos, en esta Cuaresma, para redescubrir la esencia de nuestra fe y misión en Cristo.
1. El encuentro “casual” con el ciego y la acción misteriosa de Jesús, médico y “luz del mundo”
Toda la historia del ciego de nacimiento parece comenzar con un acontecimiento “en passant”. De hecho, como relata el evangelista, “[En el templo de Jerusalén] al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento». Sin embargo, como ya se señaló en el comentario sobre el episodio de la Samaritana, para Jesús y sus discípulos misioneros todo sucede según el plan de Dios para la salvación de la humanidad. En la vida de ellos nada se dará por casualidad. Cada encuentro con las personas será siempre una ocasión propicia para entrar en contacto con ellas y para transmitir el mensaje de amor de Dios y el evangelio de Cristo en el contexto concreto en el que viven. Será siempre el momento oportuno (¡incluso por lo inoportuno del caso!) para una conversación más profunda sobre la misión e identidad de Cristo. La pregunta fundamental para nosotros, sus discípulos actuales, es si tenemos la misma consciencia de Jesús en relación a la misión, su mismo sentido de responsabilidad por la salvación de las almas (¡de todas!) y el coraje para anunciarlo.
En esta perspectiva, el encuentro con el ciego de nacimiento será una oportunidad para que «se manifiesten en él las obras de Dios» con las acciones concretas de Jesús, que se revela así mismo como médico divino y dador de luz a los ciegos. A este respecto, conviene señalar y aclarar las extrañas pero significativas peculiaridades de las acciones de Jesús. En primer lugar, Él « escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego». Este gesto particular en el uso de la saliva refleja en realidad la práctica de los médicos de la época. Jesús también lo utilizó para curar a un sordomudo (cf. Mc 7,33: «[Jesús] con la saliva le tocó la lengua»), o en la curación de otro ciego en Betsaida (cf. Mc 8,23: «[Jesús] le untó saliva en los ojos, le impuso las manos »). Sin embargo, lo singular en nuestro pasaje de hoy es la “combinación” de saliva con tierra para obtener el “barro” que se pone en los ojos del “paciente”. Sin entrar demasiado en el debate secular sobre el posible significado material o espiritual de tal acción, podemos preguntarnos si podemos vislumbrar aquí una sutil referencia al “barro” primordial en la creación del primer hombre. El ciego de nacimiento se convierte así en la imagen elocuente del ser humano cegado a causa del pecado de ‘uno’ (Adán, que literalmente significa ‘hombre’); él ahora experimenta con Jesús el proceso de una nueva creación para recuperar la vista que Dios le había donado desde el principio.
Además, en comparación con los demás milagros, la orden de Jesús dada al ciego para completar la curación también será única y misteriosa: «le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”». El significado oculto de esta orden lo sugiere el mismo evangelista, que lo explica inmediatamente: «Sìloe, “que significa Enviado”». Ahora bien, si Jesús es el Enviado del Padre para salvar al mundo con el don del “agua viva”, como hemos oído también en el episodio de la Samaritana, ¿no será precisamente el lavado en la piscina de Siloé la imagen del lavado en el “agua” de Jesús, el Enviado de Dios?
Hay que destacar que, para completar la curación, fue crucial la cooperación del propio ciego, que tuvo que ir a lavarse a la piscina indicada. Personalmente, me sorprendió la obediencia “ciega” del hombre a la orden de Jesús, sin refunfuñar ni protestar por las posibles dificultades del camino desde el lugar del encuentro con Jesús hasta la piscina de Siloé, ¡sobre todo para un no-vidente como él! (Para los que hayan visitado Jerusalén, este tramo del camino desde el Monte del Templo hasta la piscina de Siloé es de unos 30 minutos a pie y siempre cuesta abajo; esto requiere el máximo cuidado para no caerse). Desde este punto de vista, el caminar obediente del ciego se convierte en una fuerte invitación a todos nosotros a realizar el mismo acto “heroico”, superando las diversas adversidades de la vida para llegar o regresar a la fuente de la nueva vida, mediante la inmersión, es decir, el bautismo, en el agua de “Siloé”, que significa “Enviado”.
2. El interrogatorio de los judíos y el testimonio del ciego curado
Tras la curación, tiene lugar un “juicio” por parte de los fariseos/judíos al ciego curado, que el evangelista Juan narra con una buena dosis de ironía a través de diversos elementos “cómicos” para resaltar la vergonzosa impotencia de los fariseos/judíos de la época ante la toma de conciencia del ciego y ante la sabiduría-actitud de sus padres («Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse»). Detrás de este relato, sin embargo, se vislumbra el aspecto gozoso del testimonio cristiano, que consite en la simplemente confesar la nueva vida dada por Cristo. El ciego curado, en efecto, declaró sencillamente a la gente lo que le había sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver». Volverá a repetir a los fariseos: «[ Jesús] me puso barro en los ojos, me lavé y veo»; y de nuevo, por tercera vez, dirá a los judíos que acusaban a Jesús de pecador: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo». Tras este último testimonio, el ciego, probablemente en tono divertido, continuó con una pregunta irónica: “¿También vosotros queréis convertiros en sus discípulos?».
Este testimonio del ciego, de su verdad, tuvo una fuerza incontrastable, porque fue hecho con sinceridad y fidelidad; y esto a pesar del conocimiento todavía parcial que tenía de la persona de Jesús, su sanador. Se trata en verdad de un camino de fe aquel que recorrió el ciego: de “ver” a Jesús como hombre, a pensar en Él como profeta y, finalmente, a creer en Él como Hijo del Hombre-Señor, culminando en el gesto de adoración-adhesión de fe: «y se postró ante él». Este será también el camino propuesto para todos nosotros, sus discípulos-misioneros, a fin que, podamos ya en camino, testimoniar a los demás con sencillez lo que el Señor ha hecho en nuestras vidas, así como la hizo el ciego curado de hoy: «Solo sé que yo era ciego y ahora veo». Nunca será igual la vida con Jesús con su don de la vista plena y una vida sin conocerle. Recordemos las importantes palabras del Papa Francisco al inicio de su pontificado, cuyo décimo aniversario se ha celebrado en estos días:
En cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13). (Evangelii Gaudium 121)
3. Las declaraciones finales de Jesús para un serio examen de “vista” (es decir, de conciencia)
Lo que me llama especialmente la atención es la declaración que hace Jesús hacia el final del relato. Tras revelar su identidad al ciego de nacimiento (ya curado) y recibir el homenaje de éste, Jesús declara que ha venido a este mundo, «para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,39). Evidentemente, no se trata aquí de que Jesús quisiera cegar a nadie (¡tanto que no hizo daño a nadie!). Es una declaración (a la manera de los profetas) de un hecho triste: hay quienes, aunque tienen vista, no “ven” a Jesús como el hijo de Dios en medio de ellos. En consecuencia, no logran “ver” con claridad la enseñanza de Dios que deben seguir y aquellos pecados que deben abandonar. De hecho, como se nos dice más adelante en el Evangelio, los fariseos “que estaban con él oyeron esto”, le dijeron irónicamente: «¿También nosotros estamos ciegos?» (Jn 9,40). A lo que Jesús respondió con toda seriedad, pues en verdad se trata de una cuestión de vida o muerte del alma: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece» (Jn 9,40).
Nos encontramos ante una fuerte advertencia contra el peligro de ceguera espiritual de quienes presumen de “verlo todo”, pero en realidad viven en una oscuridad perpetua. Esto recuerda un enigmático dicho de Jesús sobre la luz y los ojos: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!» (Mt 6,22-23). Este es, en efecto, un gran peligro: ¡piensas que tienes la luz, pero vives en las tinieblas! A la luz de lo anterior, se comprende mejor la alabanza aparentemente “paradójica” de Jesús al Padre: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25; Lc 10,21). Dios quiere revelar todas las cosas en Jesús a todos, sólo que los “sabios y entendidos” del mundo (¡y desgraciadamente de todos los tiempos!) en su orgullo no quieren ver y acoger las “cosas divinas” de y en Jesús. Sólo “los pequeños” en su pequeñez acogen con alegría la nueva “vista” dada por Él.
Por lo tanto, se puede percibir una sugerencia en la lucha contra la ceguera espiritual: ‘reconocerse ciego’ como el ciego de nacimiento. ¿Qué significa esto concretamente? Quizá necesitemos despojarnos un poco del orgullo para crecer en humildad ante Dios y Cristo, reconociendo que siempre necesitamos purificación espiritual. La misma Palabra de Dios puede ayudarnos en esto, ofreciéndonos una hermosa, sincera e inspirada oración del Salmista que deberíamos repetir con más frecuencia en estos días: «[Oh Dios] ¿Quién conoce sus faltas? | Absuélveme de lo que se me oculta. Preserva a tu siervo de la arrogancia, | para que no me domine: | así quedaré limpio e inocente | del gran pecado» (Sal 19,13-14).
«Despierta tú que duermes, | levántate de entre los muertos [de los pecados] | y Cristo te iluminará» (Ef 5,14). Amen.