II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia (Año A)

14 abril 2023

Hch 2,42-47;
Sal 117;
1Pe 1,3-9;
Jn 20,19-31

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia

COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO

Resucitar para la misión: La Misión del Enviado y de los enviados

«Paz a vosotros». Estas son las primeras palabras de Jesús «al anochecer de aquel día, el primero de la semana». Él aparece a sus discípulos por la primera vez en el mismo día de la resurrección, como se cuenta en el evangelio de Juan de hoy. Según el relato evangélico escuchado, el resucitado saludó a sus discípulos «a los ocho días» con las mismas palabras, cuando aparece a ellos la segunda vez en el mismo lugar. Este «Paz a vosotros» termina siendo el signo característico que, como se ve en los otros evangelios, agrupa las apariciones del Resucitado y las une misteriosa y místicamente en un único y grande Evento-Misterio Pascual, que los primeros apóstoles han vivido en el período de aquel memorable “primer día” hasta el retorno definitivo de Jesús al Padre. Así, una aparición se repite, se conecta y se completa con la otra. Se trata de días intensos en los que el Cristo Resucitado ha comunicado/donado a sus discípulos las “primicias” de la resurrección, guiándolos en la última preparación para su misión; ¡y todo esto de manera paciente, sobre todo con lo que dudaban y con los “duros de corazón”, como los dos de Emaús o Tomás Dídimo!

Fue un tiempo de intensa “formación misionera” para los primeros discípulos; y también lo será para nosotros, los discípulos de hoy, llamados a vivir siempre más intensa y profundamente el Misterio Pascual cada día de este período, particularmente cada domingo, es decir, cada “octavo día”, “día del Señor”. El tiempo Pascual, por eso, es aún más fuerte que el cuaresmal y tiene que ser experimentado así en la vida y en las celebraciones litúrgicas, a través de la enorme riqueza de las oraciones y de las lecturas bíblicas, con las que el Cristo resucitado, el Viviente, quiere hablar una vez más al corazón de los discípulos para prepararlos de nuevo a la misión.

En este contexto formativo misionero, cada frase y acción del Resucitado son de fundamental importancia. Dejando a los lectores/oyentes atentos el placer de profundizar por ellos mismos todos los aspectos interesantes de las lecturas y del evangelio de hoy, me detengo solo sobre tres puntos, partiendo de las palabras y los gestos de Jesús en su primera aparición a los discípulos.

1. «Paz a vosotros»

Es el primer don, mejor aún, el supremo, que el Resucitado comunica/transmite con su presencia a los discípulos. Aunque se asemeje a un saludo ordinario para aquella cultura, en realidad es un anuncio del cumplimiento de la misión, aclamada durante su ingreso solmene a Jerusalén antes de la Pasión (que celebramos y meditamos en el Domingo de Ramos). Donde está el Resucitado, reina su paz, aquel shalom, don del Mesías, que indica la vida con y en Dios, fuente de toda felicidad, bienestar, gozo. Ahora todo está verdaderamente cumplido con y en la presencia de Cristo, es una realidad que había ofrecido a sus discípulos como un testamento durante la Última Cena antes de su pasión y muerte: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). Así, ahora, a sus discípulos reunidos en un lugar a puertas cerradas «por miedo a los judíos», como subraya el pasaje evangélico, Jesús reafirma el don: «Paz a vosotros», «que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde». La paz mesiánica comienza a partir de aquella interior, la del corazón, que el Resucitado dona ahora a sus discípulos, para que ellos puedan transmitirla a otros. En esta perspectiva de cumplimiento, no es una casualidad que después del don de la paz, el Resucitado muestra a sus discípulos los signos de la Pasión: «diciendo esto, les enseñó las manos y el costado». Esto parece sugerir que las heridas de Jesús no son solo prueba para reconocer su identidad, sino también los indicios o demostraciones de los “medios”, aún más, del “precio” con el que él ha “adquirido” la paz para donarla a los suyos. «Sus cicatrices nos curaron» (Is 53,5) y encontramos la paz en Dios. Son signos de la misión mesiánica cumplida en el amor y la fidelidad y permanecerán como tales para la eternidad -según la sabiduría de Dios- en su glorioso cuerpo. ¡Son para siempre signos del Amor y de la Misericordia divina en la misión!

Que el don de la paz del Resucitado sea fundamental para la misión, lo vemos en el hecho que Cristo ha repetido el saludo antes del anuncio del envío de los discípulos por parte suya: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Precisamente aquí se nota que el saludo de la paz no es una simple cortesía inicial: el mandamiento misionero viene después del don de la paz. Por eso, para cada discípulo, será siempre útil y necesario acoger la paz del Resucitado como don de la comunión con Él; así como vivir con y en ella para desarrollar la misión encargada por él. Esta paz del Resucitado será para el discípulo misionero la fuerza interior en las debilidades humanas y en las adversidades. El relanzar de la misión parte del retorno a la paz y a la comunión íntima con el Señor. Todo lo afirmado puede parecer banal y descontado, pero resulta importantísimo no descuidarlo o subvalorarlo, sobre todo frente al ritmo frenético de la vida moderna y de las persecuciones. Vale, sobre todo, en este tiempo pascual, en el que el Resucitado quiere una vez más comunicar a todos sus discípulos su paz junto a los otros dones de la resurrección.

2. «…Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»

Donando su paz, el Resucitado declara solemnemente el envío misionero a sus discípulos con una afirmación teológicamente profunda: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». De un lado, emerge claramente la bella cadena de la misión: Padre – Hijo – discípulos. La misión de los discípulos, por eso, continúa la del Hijo y la refleja. Tanto esto es cierto que, como en los Hechos de los Apóstoles, las actividades de Pedro y la reacción de la gente son descritas como las de Jesús en los evangelios: «La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados» (Hch 5,15-16).

Por otro lado, con las palabras “como… así también” se resalta un parangón vertiginoso: la misión divina que Cristo ha cumplido pasa ahora a los discípulos que serán enviados plenipotenciarios del Hijo, como el Hijo era el enviado exclusivo sobre el que el Padre “ha puesto su sello” (Cf. Jn 6,27; 1,18). El envío de los apóstoles por parte del Cristo resucitado encuentra su modelo y su razón de ser en el envío del Hijo por parte del Padre, así sus discípulos misioneros representan, más aún, refiguran al Hijo que los envía. Por eso, Jesús mismo había declarado solemnemente a sus discípulos en su discurso de adiós durante la última cena: «En verdad, en verdad os digo: el que recibe a quien yo envíe me recibe a mí; y el que me recibe, recibe al que me ha enviado» (Jn 13,20).

Se trata de un punto fundamental de la shaliah (envío) hebrea, en la que el enviado tiene todo el “poder” de quien le envía, porque el enviado y el que envía son una única realidad jurídica, que en el caso de Jesús se concretiza también en el plano existencial: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Por eso, cumpliendo la misión consignada por el Padre, Jesús anuncia: «Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. (…) yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar» (Jn 12,45.49).

Ahora, lo dicho respecto a la unión fiel de Cristo con el Padre que lo ha enviado, será la medida última para cada discípulo misionero. En otras palabras, los discípulos enviados por Jesús deberán hacer posible que todos puedan ver en ellos a Jesús, como subrayaba ya el autorizado exégeta R. Brown: ellos tendrán que transmitir fielmente a los otros todas las palabras del Maestro, así que todos puedan sentir y experimentar a Jesús mismo en ellos. Esta es la esencia altísima de la vocación de todo discípulo misionero de Cristo, llamado a ser un reflejo fiel de Cristo en el mundo, un Cristo hecho vida, un alter Christus, según la expresión mística e inspirada de San Pablo apóstol: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19b-20a). Cuanto Pablo describió como estilo de vida para los apóstoles-enviados de su generación, se transforma en la tarea primaria de todo discípulo misionero en cualquier tiempo: «[nosotros] llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,10). Es el altísimo honor que los discípulos enviados por Jesús mismo deben hacer manifiesto; así como Él, enviado del Padre, ha dado a conocer al Padre.

3. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo»

Como sugiere el contexto y la frase de conjunción (“Dicho esto”), la proclamación del envío de los discípulos está vinculada intrínsecamente a la acción de Jesús de soplar sobre ellos, donándoles el Espíritu Santo, que resulta así el Espíritu del Resucitado, es el Espíritu del mismo Jesús. Asistimos aquí a la escena, que podemos llamar con algunos estudiosos el “Pentecostés joánico”, que señala la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos. Este “Pentecostés” en el evangelio de Juan reclama y conecta con aquel descrito en Hechos de los Apóstoles, que acontece cincuenta días después de la Pascua. También aquí, como para la resurrección y las apariciones del Resucitado, se trata de las varias manifestaciones de un único “Misterio divino, que como tal permanece siempre inasible para la mente humana”, como subraya el contexto precedente. Sin entrar mucho en consideraciones exegético-teológicas sobre el tema, nos detenemos solo en algunos puntos importantes en el plano espiritual.

A pesar de la diferencia temporal, a causa de las distintas configuraciones de los autores sagrados singulares, los dos eventos en realidad subrayan una única verdad teológica fundamental: el Espíritu Santo es el don del Resucitado a sus discípulos enviados a todo el mundo. Lo descrito en el “Pentecostés joánico”, refleja en realidad el contenido del anuncio de Cristo a sus discípulos antes de ascender al Padre en los Hechos de los Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos (…) hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). Y este anuncio se cumple en Pentecostés (recomiendo vivamente leer el Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Misionera Mundial de este año 2022, que reflexiona sobre la frase reportada en Hch 1,8).

En su sensibilidad teológico-espiritual, San Juan evangelista coloca la efusión del Espíritu Santo en el mismo primer día de la resurrección, para resaltar la importancia del evento y del don, como también para remarcar con más fuerza el nexo íntimo entre la resurrección de Cristo y el don del Espíritu, entre el Cristo resucitado y el Espíritu donado a los discípulos enviados por Cristo a la misión. Además, la acción de Jesús de soplar o emitir su aliento sobre los discípulos hace referencia al soplo de Dios en la creación del primer hombre, plasmado a partir de la tierra (cf. Gen 2,7: el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo). Con el Resucitado tenemos la escena de la nueva creación del hombre o de la creación del hombre nuevo. Los discípulos se transforman en hombres nuevos que llevan dentro de sí el Espíritu del Resucitado para compartirlo con otros, haciéndolos así nuevos en el Espíritu que purifica de los pecados. Este es la razón del porqué en el “Pentecostés joánico” el Resucitado conecta el don del Espíritu con el poder de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». La formulación en positivo y en negativo expresa el carácter exclusivo de la remisión de los pecados en el Espíritu, confiada ahora a los discípulos, llamados a desarrollar la misión, aquella de la Divina Misericordia, justamente como Cristo. Todo esto alude a la realidad del bautismo en el agua y en el Espíritu para la remisión de los pecados. Este mensaje evangélico, por eso, aparece del todo apropiado para celebrar sea el Domingo de la Divina Misericordia o también el más tradicional Domingo in albis “Domingo en blanco [los vestidos]” para los neobautizados en la Pascua, para señalar el culmen de una semana de agradecimiento por la gracias del Bautismo recibido.

Finalmente, se resalta el cumplimiento de las mismas promesas de Cristo a los discípulos antes de la Pasión, respecto al Espíritu Santo y a la misión de los discípulos. El Espíritu es donado a los discípulos para hacerlos capaces de continuar la misma misión de Jesús y a la manera de Jesús. Se trata de cuanto afirmó Jesús durante la Última Cena: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). Esta “constitución” apostólico-misionera se realiza con y en el Espíritu que Jesús comunica a los discípulos después de la resurrección. Será, por tanto, importante para nosotros, discípulos misioneros de hoy, dejar que el Resucitado místicamente insufle sobre nosotros su Espíritu en este Tiempo Pascual, en el cual se actúa para nosotros el Misterio de la resurrección de Cristo. Escuchemos otra vez las palabras fundamentales del Papa Francisco en el ya mencionado Mensaje para la Jornada Misionera Mundial 2022:

Así como «nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no está movido por el Espíritu Santo» (1 Co 12,3), tampoco ningún cristiano puede dar testimonio pleno y genuino de Cristo el Señor sin la inspiración y el auxilio del Espíritu. Por eso todo discípulo misionero de Cristo está llamado a reconocer la importancia fundamental de la acción del Espíritu, a vivir con Él en lo cotidiano y recibir constantemente su fuerza e inspiración. Es más, especialmente cuando nos sintamos cansados, desanimados, perdidos, acordémonos de acudir al Espíritu Santo en la oración, que —quiero decirlo una vez más— tiene un papel fundamental en la vida misionera, para dejarnos reconfortar y fortalecer por Él, fuente divina e inextinguible de nuevas energías y de la alegría de compartir la vida de Cristo con los demás.