VI Domingo de Pascua (Año A)

13 mayo 2023

Hch 8,5-8.14-17;
Sal 65;
1Pe 3,15-18;
Jn 14,15-21

Aclamad al Señor, tierra entera

COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO

Las palabras del Amor divino que solicitan amar

El evangelio de hoy es la continuación de las palabras de Jesús que escuchamos el domingo pasado. Estamos, por eso, invitados a permanecer en el clima místico de la Última Cena y del Discurso de despedida de Jesús a sus discípulos íntimos, para acoger en el corazón el mensaje profundo y conmovedor de Cristo, aquel que en su «hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). También hoy, como hace una semana, las pocas líneas de comentario que siguen, quieren proponer solo algunas ideas para una ulterior meditación sobre los profundos pronunciamientos de Cristo que escuchamos.

1. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»

Después de haber declarado a los suyos ser el camino, la verdad y la vida, y ser el rostro visible de Dios Padre invisible, Jesús habla ahora del amor que sus discípulos deberían tener para con Él, indicando con autoridad en que cosa consiste: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Esta “regla” parece ser muy importante para Jesús, porque Él la sostendrá otra vez hacia el final de su breve discurso: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama» (Jn 14,21; también 15,10). Por eso, es necesario profundizar este mensaje, subrayando al menos tres aspectos importantes.

En primer lugar, hay que recordar que el contexto está completamente envuelto en el amor de Jesús para con los suyos y para toda la humanidad, que alcanza su culmen en el sacrificio de la cruz, como hemos señalado en la introducción. Jesús ama primero, como el Padre primero «tanto amó […] al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). Es más, Jesús es ahora la expresión concreta y visible del amor de Dios invisible y, en cuanto tal, Jesús invita a sus discípulos, en la era de la Nueva Alianza, a responder de modo concreto a este amor, así como Dios pidió al pueblo de Israel el amor y la observancia de los mandamientos, después de haberlo liberado de la esclavitud de Egipto y después de haber establecido con el pueblo la alianza del Sinaí: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón» (Dt 6,4-6).

En segundo lugar, los mandamientos que hay que observar, así como la expresión concreta del amor por Jesús, no se refieren solo a los preceptos o a las normas de carácter jurídico o moral, sino que tienen que ver con el conjunto de las enseñanzas que Él ha dejado a los discípulos. Se trata de observar todas sus palabras, o simplemente su Palabra, como precisa el mismo Jesús seguidamente: «El que me ama guardará mi palabra […]. El que no me ama no guarda mis palabras» (Jn 14,23.24). Además, todos los mandamientos y enseñanzas de Jesús encuentran su ápice en el nuevo mandamiento del amor, indicado por Él desde el inicio del discurso de despedida: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34; ¡Es el Amor el que pide amar!). Por lo demás, todo resulta conforme con lo que se afirmó con respecto a la observancia de los mandamientos divinos en el AT, los cuales, de un lado implican las Palabras o la Palabra de Dios revelada a Moisés y a los profetas; y, por el otro, se sintetizan en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

En fin, a la luz de cuanto se ha expuesto, observar los mandamientos/palabras de Jesús no tiene que ver solo con la acción de ejecutar lo que Él recomienda, sino implica sobre todo custodiar constantemente y celosamente toda palabra del Maestro que tiene «palabras de vida eterna», como Pedro profesó a nombre de todos sus discípulos de cualquier tiempo (Jn 6,68). Jesús mismo imploró a los discípulos permanecer en sus palabras, lo que significa permanecer en Él y en su amor para dar el fruto maduro de la misión (cf. Jn 15,4-10). Nosotros, sus discípulos misioneros de hoy, ¿amamos verdaderamente a Jesús? ¿Permanecemos siempre inmersos en sus palabras, así como en el dulce amor de Él y para Él?

2. A la espera de «otro Paráclito», «el Espíritu de la verdad»

Justamente en la perspectiva de observar y custodiar las palabras de Jesús, Él introduce a sus discípulos (por la primera vez en su discurso de despedida) la figura de «otro Paráclito», «que esté siempre con vosotros». Paráclito significa aquel-que-es-llamado-a estar-junto, Abogado-Consolador. Sabemos que se trata del Espíritu Santo, que viene aquí definido como «el Espíritu de la verdad», porque, como se explica sucesivamente, Él ayudará a los discípulos a recordar y comprender siempre más las palabras de Jesús, el primer Maestro y Paráclito para los suyos (cf. 1Jn 2,1). Se afirma, por tanto, en Jn 14,26: «el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho»; y en Jn 16,13: «cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir».

De esta manera, todo discípulo de Jesús es llamado a conocer y reconocer este Espíritu de la verdad que, en realidad, es el Espíritu de Jesús que es el camino, la verdad y la vida. Aquí, la afirmación de Jesús con respecto a la relación recíproca entre el Espíritu y los discípulos revela un hecho: «vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros». Pero esta revelación es al mismo tiempo un llamado a los suyos a abrirse al Espíritu y a cultivar siempre la “permanencia” del Espíritu en ellos, en contraste con aquel “mundo” que, lamentablemente, rechaza las palabras y el amor de Jesús. El Espíritu será el don del resucitado para los suyos en miras a la nueva vida en Cristo. Y la presencia del Espíritu en los discípulos será también una ayuda y una garantía de su permanencia en Jesús, en su enseñanza y en el amor para con Él, porque es el Espíritu del Amor de Dios. Esta presencia del Espíritu será guía cierta e inspiración constante para los discípulos a fin de continuar la misión de Jesús Maestro y Señor, como el diácono Felipe y los otros apóstoles (es decir, enviados) en Samaría (cf. Hch 8,5-17; primera lectura). En este Espíritu, los creyentes en Jesús sabrán estar «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza», que está en ellos y que la expresan «con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia» (cf. 1Pd 3,15-18; segunda lectura), porque todo será hecho en el Espíritu de Amor.

3. «El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él»

Esta última frase del discurso de Jesús suena como una condición a cambio de la cual todo hombre será amado por Dios y por Jesús. En realidad, como se subrayó en el primer punto del comentario, se ha afirmado ya el amor incondicional y preventivo de Dios Padre y del Hijo a toda la humanidad “hasta el fin”, manifestado en el sacrificio supremo de sí mismo en la cruz. En este contexto, la enseñanza de Jesús quiere ser una invitación, dirigida a todos, a cada hombre/mujer que Él ama, para entrar en la órbita del amor divino, abandonándose y adhiriéndose totalmente a este. En otras palabras, el amor precedente de Cristo exige con «con delicadeza y con respeto» la adhesión y la fe del hombre, para que este, una vez abierta la puerta de su corazón, pueda recibir la plenitud del amor y de la manifestación divina: «será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». Como Jesús mismo explicará inmediatamente después, no se trata tanto de la manifestación divina externa al hombre que se abre al Amor, sino de la realidad de la “inhabitación trinitaria” en el alma de parte de Dios Padre y del Hijo en el Espíritu: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

No se trata, por tanto, de una experiencia particular reservada a unos poco electos, sino la realidad universal de todo bautizado que, en virtud de su Bautismo, se transforma en Templo del Espíritu Santo y, por eso, del Dios viviente. Así, se puede entrever la vía de realización de la presencia de Dios en medio de su pueblo, como fue preanunciado a Israel a través del profeta Zacarías: «pues voy a habitar en medio de ti» (Zc 2,14).

En esta óptica, antes de ascender definitivamente al Padre, el Cristo resucitado asegurará a sus discípulos, enviados por Él a todas las naciones: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Así, cada discípulo-misionero de Cristo podrá siempre decir, como San Pablo apóstol: «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Oremos para que todos nosotros, bautizados, llamados a ser discípulos-misioneros, podamos crecer siempre más en nuestra vocación universal para ser templos y testimonios de Dios, vivo y grande en el amor, para poder transmitir a todos los necesitados aquel amor de Dios en Cristo, de quien nos nutrimos cada día en la comunión con su palabra y con su Cuerpo y Sangre ofrecidos por nosotros. Amén.

 

Sugerencias útiles:

Papa Francisco, Mensaje para la 97 Jornada Mundial de las Misiones 2023, 22 de octubre de 2023

Corazones fervientes, pies en camino (cf. Lc 24,13-35)

1. Corazones que ardían «mientras […] nos explicaba las Escrituras». En la misión, la Palabra de Dios ilumina y trasforma el corazón.

[…]

Después de haber escuchado a los dos discípulos en el camino de Emaús, Jesús resucitado «comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él» (Lc 24,27). Y los corazones de los discípulos se encendieron, tal como después se confiarían el uno al otro: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Jesús, efectivamente, es la Palabra viviente, la única que puede abrasar, iluminar y trasformar el corazón.

De ese modo comprendemos mejor la afirmación de san Jerónimo: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (Comentario al profeta Isaías, Prólogo). «Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables» (Carta ap. M.P. Aperuit illis, 1). Por ello, el conocimiento de la Escritura es importante para la vida del cristiano, y todavía más para el anuncio de Cristo y de su Evangelio. De lo contrario, ¿qué trasmitiríamos a los demás sino nuestras propias ideas y proyectos? Y un corazón frío, ¿sería capaz de encender el corazón de los demás?

Dejémonos entonces acompañar siempre por el Señor resucitado que nos explica el sentido de las Escrituras. Dejemos que Él encienda nuestro corazón, nos ilumine y nos trasforme, de modo que podamos anunciar al mundo su misterio de salvación con la fuerza y la sabiduría que vienen de su Espíritu.

Juan Pablo II, Audiencia General, miércoles 24 de abril de 1991

1. La vida espiritual tiene necesidad de iluminación y de guía. Por eso Jesús, al fundar la Iglesia y al mandar a los Apóstoles al mundo, les confió la tarea de hacer discípulos a todas las gentes, como leemos en el evangelio según san Mateo (28, 19-20), pero también la de «proclamar la Buena Nueva a toda la creación», como dice el texto canónico del evangelio de san Marcos (16, 15). También san Pablo habla del apostolado como de una iluminación para todos (cf. Ef 3, 9).

Pero esta obra de la Iglesia evangelizadora y maestra pertenece al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores y, de manera diversa, a todos los miembros de la Iglesia, para continuar para siempre la obra de Cristo, el «único Maestro» (Mt 23, 8), que ha traído a la humanidad la plenitud de la revelación de Dios. Permanece la necesidad de un Maestro interior que haga penetrar en el espíritu y en el corazón de los hombres la enseñanza de Jesús. Es el Espíritu Santo a quien Jesús mismo llama «Espíritu de verdad» y que, según nos promete, guiará hacia toda la verdad (cf. Jn 14, 17; 16, 13). Si Jesús ha dicho de sí mismo: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), es esta verdad de Cristo la que el Espíritu Santo hace conocer y difunde: «No hablará por su cuenta, sino que hablará de lo que oiga..., recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 13-14). El Espíritu es Luz del alma: Lumen cordium, como lo invocamos en la secuencia de Pentecostés.

2. El Espíritu Santo fue Luz y Maestro interior para los Apóstoles que debían conocer a Cristo en profundidad, a fin de poder llevar a cabo la tarea de ser sus evangelizadores. Lo ha sido y lo es para la Iglesia y, en la Iglesia, para los creyentes de todas las generaciones; de modo particular, para los teólogos y los maestros del espíritu, para los catequistas y los responsables de comunidades cristianas. Lo ha sido y lo es también para todos aquellos que, dentro y fuera de los límites visibles de la Iglesia, quieren seguir los caminos de Dios con corazón sincero y, sin culpa, no encuentran quién los ayude a descifrar los enigmas del alma y a descubrir la verdad revelada. Ojalá que el Señor conceda a todos nuestros hermanos ―millones, es más, millares de millones― la gracia del recogimiento y de la docilidad al Espíritu Santo en los momentos que pueden ser decisivos en su vida.

Para nosotros, los cristianos, el magisterio íntimo del Espíritu Santo es una certeza gozosa, fundada en la palabra de Cristo sobre la venida del «otro Paráclito» que, según decía, «el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). «Os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).

3. Como resulta de este texto, Jesús no confía su palabra sólo a la memoria de sus oyentes: esta memoria será auxiliada por el Espíritu Santo, que reavivará continuamente en los Apóstoles el recuerdo de los acontecimientos y el sentido de los misterios evangélicos.

De hecho, el Espíritu Santo guió a los Apóstoles en la transmisión de la palabra y de la vida de Jesús, inspirando ya sea su predicación oral y sus escritos, ya la redacción de los evangelios, como hemos visto en su momento en la catequesis sobre el Espíritu Santo y la revelación.

Pero sigue siendo él mismo el que ayuda a los lectores de la Escritura para que comprendan el significado divino que encierra el texto, del que es inspirador y autor principal: sólo él puede hacer conocer «las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10), tal como están contenidas en el texto sagrado; él es quien ha sido enviado para instruir a los discípulos sobre las enseñanzas del Maestro (cf. Jn 16, 13).