Tercer Domingo de Cuaresma (Año A)

10 marzo 2023

Ex 17,3-7;
Sal 94;

Rm 5,1-2.5-8;
Jn 4,5-42

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón»

COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO

La “proto-misión” de Cristo en la “tierra extranjera” de Samaría

Este tercer domingo de Cuaresma del ciclo A, ha sido llamado también el domingo de la Samaritana a causa del episodio del evangelio que apenas hemos escuchado. Este pasaje está ligado con los que escucharemos en los próximos domingos (la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro), se abre así un tríptico cuaresmal para el (re)descubrimiento del don del bautismo, como se subraya en los comentarios litúrgicos. Porque «El tema de base, en estos tres domingos, se centra en el modo en que la fe es continuamente alimentada a pesar del pecado (la samaritana), la ignorancia (el ciego) y la muerte (Lázaro). Son estos los «desiertos» que atravesamos en el curso de la vida y en los que descubrimos que no estamos solos, porque Dios está con nosotros» (Directorio Homilético, 69).

Teniendo presente esta configuración litúrgica, así como la enorme riqueza del extenso pasaje evangélico de hoy, nos detendremos en algunos detalles que nos ayudarán a profundizar el misterio de la misión de Cristo, para revitalizar nuestra fe en Él y nuestra pasión misionera, “siguiendo sus huellas”.

1. «Era necesario que él pasara a través de Samaría». El extraño contexto del viaje de Jesús.

El encuentro, casi causal, entre Jesús y la samaritana ocurre en un contexto muy extraño, como se puede notar en el relato bíblico. Principalmente porque Jesús «llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar», según el evangelista, él «dejó Judea y partió de nuevo para Galilea. Era necesario que él pasara a través de Samaría» (Jn 4,3-4). Este “era necesario” no parece indicar una necesidad “geográfica”, porque se podía ir de la Judea a Galilea por otro camino, aquel que corría a lo largo del río Jordán, evitando la zona montañosa de la Samaría. El verbo, por eso, podría indicar una necesidad teológico-espiritual, en conformidad al uso frecuente del término en el evangelio de Lucas que subraya el cumplimiento del plan divino en la vida y en la misión de Jesús. En otras palabras, Jesús “debía” pasar por Samaría, no por una exigencia de las circunstancias, sino para seguir la vía de la misión diseñada por el Padre, aquel que lo había enviado. Se trata de una “incursión misionera”, para usar una terminología moderna, de Jesús y sus discípulos en la tierra “extranjera” de los samaritanos, porque, como explica el mismo evangelio «los judíos no se tratan con los samaritanos». Esta es su “proto-misión” en Samaría, según el plan divino.

De esta manera, el extraño encuentro con la samaritana junto al pozo de Jacob, está contemplado y previsto (casi) como el punto central de la misión, aunque todo parecía suceder por casualidad: Jesús, cansado, «estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta», y «llega una mujer de Samaría a sacar agua». Como se sabe, el mediodía (la hora sexta) en aquellas zonas es el momento más cálido de la jornada y, de consecuencia, nadie iba a procurar agua en aquella hora. Tanto Jesús como la mujer lo sabían. Ella, aun sabiéndolo, fue al pozo en aquel momento para evitar encontrar a otra gente (tal vez para ahorrarse las murmuraciones sobre su vida privada); mientras tanto Jesús sí que sabía y, por eso, permanecía allí, para encontrar a la mujer en vistas de una conversación en una ocasión única.

En la vida y en la misión de Jesús, el enviado del Padre, nada sucedía por casualidad. Cada encuentro se realizaba según el plan de salvación de Dios para todas las personas que Jesús encontraba. Por tanto, cada ocasión era para Jesús el momento oportuno para hablar del Reino, para anunciar la buena noticia de Dios, para acercar a las personas al amor divino. Él era consciente tanto de esta misión a tiempo completo, según la voluntad de Dios Padre, como de su “responsabilidad” para con cada persona encontrada, considerada por Él como don de Dios. Esto se nota en la declaración que hace más adelante en el evangelio de Juan: «Todo el que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día» (Jn 6,37-39).

Así debería ser la vida para sus discípulos misioneros. En la vida de ellos nada se dará por casualidad. Cada encuentro con las personas será siempre una ocasión propicia para entrar en contacto con ellas y para transmitir el mensaje de amor de Dios y el evangelio de Cristo en el contexto concreto en el que viven. Será siempre el momento oportuno (¡incluso por lo inoportuno del caso!) para una conversación más profunda sobre la misión e identidad de Cristo, así como sucedió entre Jesús y la mujer junto al pozo de Jacob. La pregunta fundamental para nosotros, sus discípulos actuales, es si tenemos la misma consciencia de Jesús en relación a la misión, su mismo sentido de responsabilidad por la salvación de las almas (¡de todas!) y su coraje para anunciarlo.

2. «Dame de beber». La “extraña” hambre de Jesús, el don del agua viva y la verdadera comida

En realidad, el diálogo entre Jesús y la samaritana representa una pequeña “catequesis” que clarifica progresivamente la identidad de Jesús y su misión. Todo comienza por una petición natural: «Dame de beber», pide Jesús que estaba «cansado del camino». Esta es una bella paradoja evangélica: el que pide de beber es el que donará el agua viva para la mujer; y, como se verá sucesivamente, Jesús – quien tenía la necesidad de comer – es el que va a ofrecer la verdadera comida para la vida eterna. Él reafirmará, más adelante en el evangelio de Juan: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35).

Místicamente, el hecho de que Jesús pida de beber para anunciar el don del agua viva, está relacionado y se completa en lo que sucederá durante su crucifixión y muerte, cuando él diga “Tengo sed” y cuando brota sangre y agua de su costado. Desde esta óptica, resulta significativa la mención, aparentemente pasajera, de la hora del encuentro con la samaritana (“cerca de mediodía”, la hora sexta según la costumbre judía), porque evoca el inicio de las tres últimas horas de Jesús crucificado hasta su muerte (cf. Mc 15,33-34: Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: Eloí Eloí, lemá sabaqtaní [que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»]). La sed de Jesús, explicitada junto al pozo de Jacob, parece permanecer siempre en él y su petición para recibir algo de beber, hecha a la gente, continua a lo largo de su misión hasta la muerte. Esta sed simboliza la sed de Dios, quien confía en sus criaturas y las ama (no es una casualidad que la frase “tengo sed” de Jesús sea particularmente cercana a la Madre Teresa de Calcuta y a sus misioneras de la caridad).

En perspectiva misionera, quisiera compartir una reflexión marginal sobre “Dame de beber”. De un lado, se trata siempre de una petición humilde, real, movida por una necesidad esencial del cuerpo de Jesús, el misionero de Dios, que nunca se oculta. Al contrario, para quien ofrece a él y a sus misioneros necesitados agua, Jesús promete una recompensa: “Y el que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa” (Mc 9,41; Mt 10,42). Los misioneros itinerantes de Cristo no son aquellos que ya han tenido de todo y que se dispensan de la ayuda a los demás. Sino aquellos que por la obediencia al mandato misionero del mismo Jesús no llevan nada para el camino, por lo que saben pedir y recibir con humildad la ayuda de la gente a la cual fueron enviados. Por otra parte, esta petición del sustento material esencial, como pedir agua, será una provocación/ocasión para entrar en diálogo y anunciar la verdadera agua y el verdadero sustento para la vida.

El don del agua viva, prometido por Jesús, está unido a la fe en Él, según la ya mencionada declaración: «el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35b). Esa sed indica la realidad del bautismo, con la que toda persona reconoce y acoge a Jesús, no solo como el profeta de Dios, sino como el Cristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo, exactamente como es descrito el proceso de la mujer samaritana y de sus connacionales para llegar a la fe en Cristo. El agua viva se revela así en la misma persona de Cristo, enviado por el Padre para la salvación del mundo. Además, esa agua, en un momento ulterior, será identificable con el Espíritu de Jesús que vivifica a todo creyente en la vida nueva en Cristo (cf. Jn 7,37-38).

En esta óptica, comprendemos la declaración de Jesús a la samaritana: «el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed», porque la vida en Dios es el cumplimiento eterno de la felicidad. Aún más, «el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (para el/ella y los otros), porque todo creyente en Cristo podrá transmitir después a los otros la misma vida divina y el mismo Espíritu. Estos creyentes, en fin, serán los verdaderos adoradores de Dios en «espíritu y verdad», es decir, según la interpretación más simple, en Espíritu y en Cristo que es la verdad de Dios para el mundo.

3. La alegría del Evangelio en la samaritana y sus coterráneos

Es significativa la reacción de la samaritana después del descubrimiento de la persona de Jesús. Como informa el texto evangélico, «dejó su cántaro, y se fue al pueblo» para hablar a gente de Jesús sin miedo. La imagen del ánfora dejada puede indicar la prisa de la mujer, pero también que ese recipiente no servirá más a la mujer, porque desde el encuentro con Jesús no tendrá más sed. En perspectiva misionera, es importante hacer referencia a la reflexión del Papa Francisco que actualiza lo realizado por la samaritana:

Si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿Qué esperamos nosotros? (Evangelii Gaudium 120)

No sirve agregar más a estas santas palabras, sino solo referir un breve y curioso detalle que se encuentra en el relato evangélico. Se trata de la frase final, con la que los samaritanos se dirigen a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo». Esto subraya la fe genuina de los samaritanos, que no se basa en lo que escucharon, sino en la experiencia directa con Jesús. A partir de esta frase podemos imaginarnos que después de la misión de anunciar a la gente la persona de Cristo, la mujer se enorgullecía demás de su “mérito”. Esta es la razón del casi regaño «Ya no creemos por lo que tú dices». El verdadero discípulo-misionero de Cristo sabrá cual es el momento de hacerse a un lado, como el Papa Francisco ha mencionado en una reciente reflexión sobre Juan el Bautista. Él es modelo para todo profeta y enviado de Dios, que humildemente reconoce que él no es el Cristo, el salvador para la gente que lo escucha. Juan tenía bien claro el motivo de su vida y misión: «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3,30).

Oremos para que todos nosotros podamos tener el entusiasmo de anunciar a Cristo como lo hizo la samaritana, así como la alegría de ver a Cristo “crecer” y, nosotros, “disminuir” siempre más en nuestras misiones.

¡Oh Dios, fuente de la vida!, ofreces a la humanidad sedienta del agua viva de la gracia que emana de la roca, Cristo salvador; concede a tu pueblo el don del Espíritu, para que sepa profesar con fuerza su fe y anuncie con alegría las maravillas de tu amor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amen.

 

Sugerencias útiles:

De los tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan (Tratado 15,10-12.16-17: CCL 36,154-156)

Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel. Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura; y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.
Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.» Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

Papa Francisco, Exhortación Apostólica sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, Evangelii Gaudium

Persona a persona

127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino.

128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.

Papa Francisco, Audiencia General, Plaza de San Pedro, Miércoles, 8 de marzo de 2023

El Concilio, además, recuerda que es tarea de la Iglesia proseguir la misión de Cristo, el cual fue «enviado a evangelizar a los pobres» —prosigue el documento Ad gentes—, por eso «la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección» (AG, 5). Si permanece fiel a este “camino”, la misión de la Iglesia es «la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia» (AG, 9).

Hermanos y hermanas, estas breves indicaciones nos ayudan también a comprender el sentido eclesial del celo apostólico de cada discípulo-misionero. El celo apostólico no es un entusiasmo, es otra cosa, es una gracia de Dios, que debemos custodiar. Debemos entender el sentido porque en el Pueblo de Dios peregrino y evangelizador no hay sujetos activos y sujetos pasivos. No están los que predican, los que anuncian el Evangelio de una manera u otra, y los que están callados. No. «Cada uno de los bautizados —dice la Evangelii Gaudium— cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120). ¿Tú eres cristiano? “Sí, he recibido el Bautismo…”. ¿Y tú evangelizas? “Pero ¿qué significa esto…?”. Si tú no evangelizas, si tú no das testimonio, si tú no das ese testimonio del Bautismo que has recibido, de la fe que el Señor te ha dado, tú no eres un buen cristiano. En virtud del Bautismo recibido y de la consecuente incorporación en la Iglesia, todo bautizado participa en la misión de la Iglesia y, en ella, a la misión de Cristo Rey, Sacerdote y Profeta. Hermanos y hermanas, este deber «es único e idéntico en todas partes y en todas las condiciones, aunque no se realice del mismo modo según las circunstancias» (AG, 6). Esto nos invita a no esclerotizarnos o fosilizarnos; nos rescata de esta inquietud que no es de Dios. El celo misionero del creyente se expresa también como búsqueda creativa de nuevos modos de anunciar y testimoniar, de nuevos modos para encontrar la humanidad herida de la que Cristo se hizo cargo. 

Saludos a los peregrinos de lengua francesa

[Hermanos y hermanas, invoquemos al Espíritu Santo, para que esta Cuaresma sea un tiempo propicio para revitalizar nuestro dinamismo misionero sirviendo con alegría al Evangelio y a la humanidad. Que Dios os bendiga].