87º aniversario de la entrada al cielo de Juana Bigard, fundadora de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol

Un retrato de personaje

27 abril 2021

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A finales de abril la Iglesia celebra dos acontecimientos particulares. El domingo 25 de abril, Domingo del Buen Pastor, es la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones Sacerdotales y Religiosas, por las cuales trabaja la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol. El 28 de abril se celebra el 87º aniversario de la entrada al cielo de Juana Bigard, fundadora de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol.

 

Observando de cerca la influencia de esta Obra desde sus orígenes hasta hoy, algunos se sorprenden y se preguntan cuáles fueron los rasgos de carácter más importantes que permitieron a esta Señora, tan frágil, fundar y llevar a cabo una Obra tan importante y vital para la supervivencia de la Iglesia aún hoy en día.  

 

En primer lugar, hay que reconocer que, debido a su familia y a la educación que recibió de su madre Estefanía, Jeanne Bigard era una persona corriente como muchas otras, pero también era una cristiana convencida. Profundamente piadosa y animada por un vivo entusiasmo por la vida espiritual, alimentó un amor apasionado por la Iglesia que la hizo capaz de afrontar cualquier obstáculo para defender su servicio. Como mujer bautizada, se sintió responsable de las necesidades de la Iglesia, sobre todo en aquella época de descubrimiento y evangelización de nuevos territorios por parte de los misioneros europeos. La urgencia era apoyar la misión de estos apóstoles del Evangelio con oración, sacrificio y ofrendas.

 

Jeanne Bigard, al igual que su madre, estaba animada por una gran generosidad combinada con un radical espíritu de sacrificio. Junto con su madre, sacrificó sus bienes materiales y su propia vida para ponerse a disposición de los misioneros de la Iglesia. A pesar de sus nobles orígenes y de su nombre, eligió llevar una vida modesta y pobre para ahorrar recursos y dedicarse de la mejor manera posible a las necesidades de los misioneros. Como consideraba inútiles las riquezas, se despojó de todo en favor de la Obra que había fundado.

 

Este espíritu de sacrificio, que era en ella como una virtud natural que se desplegaba sin ningún esfuerzo particular, le daba una tenacidad y una perseverancia insuperables en sus decisiones y acciones. Ante una acción que debía emprender, Jeanne Bigard no se dejaba influir por nada. Por esta razón, la apodaron cariñosamente “cabeza dura”. A pesar de su frágil salud, Jeanne estaba dotada de una voluntad fuerte y firme, respaldada por un dinamismo y un espíritu de lucha que desafiaba cualquier prueba. Si quería algo, lo quería todo y rápidamente. “La calma - decía Jeanne Bigard al final de su vida consciente -, es lo que más me ha faltado siempre, con todo lo que ello conlleva: la paciencia, la aceptación de los retrasos, la capacidad de esperar...”.  (nota1)

 

Tenía un temperamento vigoroso y era muy severa consigo misma y con los demás. A menudo se sorprendía e incluso se ofendía, hasta el punto de volverse intratable, cuando quienes conocían bien la Obra que ella había fundado y se habían beneficiado de ella, no mostraban ningún deseo de darla a conocer o incluso desfiguraban su imagen explicándola muy mal a quienes les rodeaban. A este respecto, no dudó en hacer observaciones severas en una carta dirigida a un Padre de las Misiones Extranjeras: “Permítanme una recomendación muy seria: cuando hable de nosotros a sus hermanos, dígales sin medias palabras, no que nos ocupamos de las misiones o que somos benefactoras del Japón o de tal misión, sino que somos fundadoras de una Obra especial, debidamente aprobada por el Santo Padre y por un gran número de obispos: es decir, la Obra de San Pedro para la formación de un clero autóctono en las Misiones”. A un Vicario Apostólico, cuyos seminaristas mostraban cierta ignorancia sobre la Obra, le escribió: “Excelencia, me gustaría señalarle que sus excelentes seminaristas no me parece que tengan una comprensión completa de la Obra de San Pedro, de su propósito y del papel que desempeña para ellos... Le ruego, Excelencia, que aproveche, con su habitual amabilidad, su primera visita a estos buenos seminaristas para hablarles de la Obra de San Pedro y de la finalidad de esta institución. Rezarán aún más por nosotros, y la Obra de San Pedro sacará de esta oración la poderosa ayuda que necesita para realizar los planes de Dios y los deseos de la Santa Sede”.

 

Hija de un magistrado y asistida por su madre, que era hija de un notario, Jeanne era muy astuta en los negocios. Gracias a una sólida mentalidad organizativa y a un innato sentido práctico, dirigió su Obra con destreza y perspicacia. “Cuando cree que tiene que decir o hacer algo, nada ni nadie la desanima ni la asusta. No tiene miedo de nada. Con este método ha superado muchos obstáculos y dificultades, y sin duda a ello debe la Obra de San Pedro Apóstol su actual condición de Obra Pontificia” (nota 2).

 

Más allá de sus rasgos de carácter, Jeanne Bigard, al igual que su madre, estaba animada y guiada por una fe sólida como una roca, una pasión sin límites por la Iglesia. Su vida está impregnada de esta fe y de este amor que constituyen la fuente de sus pensamientos y de todas sus acciones. Esta es una actitud evangélica que se espera de todo bautizado: coherencia entre la fe y la vida concreta, que son una misma realidad. 

 

Jeanne vivía lo que creía y creía lo que vivía. Para ella, Dios no era una realidad abstracta, lejana e inaccesible, sino un ser concreto, un Padre cercano que se inmiscuye en nuestra vida cotidiana y camina junto a quienes aceptan hacer su voluntad. Estaba convencida de haber recibido de Él la llamada a dedicarse al clero indígena en los territorios de misión. En la carta escrita por monseñor Cousin pidiendo ayuda para fundar un seminario en Japón, Jeanne, que ya se planteaba su vocación y el sentido que debía dar a su vida, descubrió enseguida un signo concreto del Señor, una llamada a un apostolado al que dedicarse, el de ser madre de una multitud de sacerdotes. Teniendo clara esta vocación, Jeanne se comprometió a ella con todo su ser, con toda su alma, con toda su vida. Y cualesquiera que fueran las pruebas implícitas que surgiesen, la felicidad de Jeanne seguía siendo inconmensurable, eterna. Querer lo que Dios quiere es la única libertad que conduce a la verdadera felicidad. Que la intercesión de Jeanne Bigard, que tanto se dedicó a Dios y a su Iglesia, ilumine a los jóvenes de hoy que buscan un punto de referencia y comprender la voluntad de Dios para sus vidas, inspirándoles valor y fuerza para comprometerse sin reservas al servicio de la Obra de Salvación de la humanidad.

 

 

P. Guy Bognon, Secretario General de la Obra  Pontificia de San Pedro  Apóstol

 

NOTAS

1. Paul Lesourd, L’holocauste de Jeanne Bigard, Librairie Plon, Paris, 1938, note (2) p. 17.

2. Idem, p. 147-148.