
IV Domingo de Adviento (Año C) - Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve
San Anastasio I, papa; Beato Urbano V, papa
Primera lectura
Libro del Profeta Miqueas 5, 1-4a
De ti voy a sacar al gobernador de Israel.
Salmo responsorial
Sal 79
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Segunda lectura
Primera carta del apóstol san Pablo a los Hebreos 10, 5-10
He aquí que vengo para hacer tu voluntad.
Evangelio
Evangelio según San Lucas Lc 1,39-45
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO
Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve
Las lecturas de este último domingo de Adviento nos ayudan, en un clima alegre de espera de la Navidad que se acerca, a prepararnos con María, Madre de Cristo, para acoger juntos al Señor que viene. La palabra de Dios nos invita a dirigir nuestra mirada directamente al Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, enviado por el Padre “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, como rezamos en el Credo. Y dentro de este misterio de la misión de Cristo también estamos llamados a reflexionar sobre la misión de María, modelo de todo creyente para llevar a Cristo a los demás. En este sentido, hoy son tres los puntos especialmente significativos para nuestro camino espiritual misionero, comenzando por una frase clave en la segunda lectura.
1. « ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!». Así declara Cristo solemnemente, “entrando en el mundo”, como nos recuerda hoy la Carta a los Hebreos. El autor sagrado, en su imaginación, relata de manera mística las primeras palabras que Cristo, el Hijo de Dios, pronuncia ya en el momento de entrar en el mundo, es decir, en el momento de hacerse hombre, en su encarnación. Y esto será en realidad lo que Cristo reafirmará en cada momento de su vida terrena. Así como, en el episodio del encuentro con la mujer samaritana, cuando dice a sus discípulos preocupados por el hambre física de su Maestro: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34). En el famoso discurso sobre el pan de vida, vuelve a aclarar su propia misión: «Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). Al final de su vida terrena, en la agonía en el Getsemaní antes de la pasión y muerte, luchó con todo su ser, con sudor y sangre, para permanecer fiel a la única misión de su vida: hacer la voluntad del Padre que lo envió. Dijo con palabras conmovedoras que van recordadas siempre con devoción: « ¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).
Si nos detenemos a observar atentamente la vida del Hijo de Dios, nos daremos cuenta que también nosotros cristianos, seguidores de Cristo y sus discípulos-misioneros, estamos llamados a reflexionar de nuevo hoy, mientras nos acercamos a la celebración del nacimiento de Jesús, y a responder con seriedad y sinceridad a una pregunta simple pero fundamental: ¿Qué voluntad estas cumpliendo hoy en cada cosa que haces? ¿La tuya o la de Dios? Tú, que siempre rezas como Jesús nos enseñó “[Padre nuestro], hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, ¿cumples su voluntad en tu vida? Ante esto, alguien podría preguntarse: Pero yo, que soy un pobre mortal con tantas dudas e incertidumbres, ¿cómo puedo discernir claramente lo que Dios quiere de mí y para mí en la vida y en este preciso momento?
2. En este sentido, la enseñanza de San Francisco de Asís cuando comenta esta invocación del Padre Nuestro nos puede iluminar:
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.
Por tanto, la voluntad de Dios para mí en cada momento de la vida es que lo ame con todo mi ser y que ame a mi prójimo como a mí mismo. En otras palabras, la voluntad de Dios para con nosotros, como nos sugiere San Francisco, independientemente de la edad, el estado de vida, la vocación y la profesión, es siempre y en todo caso, el amor a Él y a los demás, lo cual implica ante todo un “arrastrar a todos con todas nuestras fuerzas” hacia el amor de Dios. Y es este doble amor lo que Dios quiere de nosotros, en todo y sobre todo, en cada sacrificio, en cada buena obra, como pide explícitamente “Quiero misericordia y no sacrificio” (cf. 1Sm 15,22; Os 6,6; Mt 12,7), porque él nos amó primero. Por tanto, nuestra misión de vida sigue siendo siempre la del amor, que debe llevar a todos al amor de Dios en Cristo. Es la misión de amor que cumplió santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, que soñaba con continuar también desde el cielo. Surge espontáneamente una pregunta concreta: ¿estás haciendo esta voluntad de Dios? ¿Sientes en ti el impulso del amor de Cristo de acercarlo a los demás y de acercar a los demás a Él, como exclamó una vez el apóstol san Pablo: “Nos apremia el amor de Cristo” (2Co 5,14)?
3. En esta perspectiva, podemos vislumbrar el sentido profundo de la acción particular de María, descrita al comienzo del Evangelio de hoy: «María se levantó y se puso en camino de prisa». ¿Por qué esta “prisa” de María? ¿Quizás porque tenía curiosidad por constatar todo lo que le había dicho el ángel sobre Isabel? Pudo tener algo de curiosidad, pero tal vez no, porque María ha sido “la que ha creído”, como se subraya más adelante. ¿Quizás porque quería ayudar de inmediato a su prima embarazada en la vejez? Quizás, pero ciertamente en la casa de Zacarías había ya muchos sirvientes, dado que pertenecía a la clase sacerdotal de la época. Entonces, la fuerza principal, que impulsó a María a “levantarse y ponerse en camino rápidamente”, debe verse e interpretarse en relación con lo que ella misma declaró a Dios a través del ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Es la palabra que concierne no sólo al momento preciso de acoger al Hijo de Dios en su seno, sino también a toda su vida, que se ha convertido así en una misión constante, es más, en la Misión de la vida ante el Señor, siempre bajo el signo de «hágase en mí según tu palabra», es decir, “según tu voluntad”. Y como Cristo, afirmando místicamente «He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad», es enviado por el Padre a la misión en el mundo, así también María, madre de Cristo, después de declarar su “Aquí estoy” (como Isaías y otros profetas), es “enviada” con su Hijo a todos, desde la primera visita a Isabel con Juan Bautista en el seno.
Por consiguiente, esta prisa de María es una clara expresión de su disposición, preocupación y alegría por cumplir la misión que le ha sido encomendada. Se pone en camino con alegría para compartir con los demás, comenzando por sus familiares, las “grandes cosas” de la salvación que Dios Todopoderoso ha comenzado para todos en ella y en Isabel. Pero no debemos imaginar que el “viaje” de la misión de María desde Nazaret a la “región montañosa” de Judea haya sido fácil para ella, ¡una joven embarazada! La distancia era grande (al menos unos días a pie o en burro) y los caminos ciertamente no eran autopistas. Además, existía el riesgo de encontrar ladrones en los caminos, lo cual era muy común en ese tiempo (como también se relata en una parábola de Jesús). Pero todo esto, cansancio o peligros, no era nada comparado con la alegría que María tenía dentro y que quería compartir. Y quizás por eso san Lucas evangelista pasó por alto los detalles del viaje para centrarse en la descripción del gozoso encuentro entre las dos madres, en aquella encantadora escena del «niño que saltó de alegría» en el vientre de Isabel al recibir a María. De ahí que podemos vislumbrar el eje teológico de la historia: María, que lleva a Jesús en su vientre, llena de alegría a Isabel y a su hijo, con solo un simple saludo suyo. ¡Misión cumplida!
El camino de María se convierte simbólicamente en la misión que todos los cristianos, discípulos de Cristo, estamos llamados a realizar aún hoy, en esta Navidad que se acerca: levantarnos e ir “de prisa” con Jesús en el corazón hacia los que están cerca o lejos para compartir con todos el gozo santo y la paz que solo Dios puede dar con su presencia. ¡Y esto a pesar de todas las dificultades, adversidades, sufrimientos que encontramos por el camino, porque la alegría que llevamos dentro para compartir es más grande que todos los problemas que encontramos, dentro o fuera! María, madre de Cristo, ha experimentado todo esto en el camino de su vida y es por ello que, sin duda, comprende y acompaña a los misioneros de Cristo en su misión. En resumidas palabras, esta misión es la misma de María, que en realidad a su vez es participación en la misión de Cristo que trae al mundo la paz y salvación de Dios. Que cada cristiano y cristiana renueve su celo por esta misión repitiendo, como María, las palabras de Cristo al Padre en el momento de entrar en el mundo: «He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad». Por eso resulta necesario que pidamos la intercesión de María, madre de Cristo y madre nuestra, con palabras del Papa Francisco:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
[…] Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
(Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 288)