
IV Domingo De Cuaresma (Año B)
2Cr 36,14-16.19-23;
Sal 136;
Ef 2,4-10;
Jn 3,14-21
COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO
La alegría del Evangelio-Luz en las tinieblas
«El IV domingo de cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada este domingo “Laetare” [“Alégrate”] por las vestiduras litúrgicas de una tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia» (Directorio Homilético n.73). En este contexto de la alegría por “la pascua ya cercana”, hemos escuchado un pasaje particular del evangelio que contiene, en el contexto de la larga conversación con el jefe-fariseo Nicodemo, el anuncio fundamental de Jesús respecto a la misión de Dios por la humanidad: «Dios ha amado tanto el mundo que ha dado el Hijo unigénito para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga la vida eterna». Esta declaración viene justamente llamada por los biblistas el evangelio de Juan en miniatura, porque resume todo el mensaje teológico-espiritual que el evangelista Juan quiere transmitir con su obra. Similarmente, la frase puede ser considerada como el fulcro de todas las Escrituras divinas, de toda la revelación de Dios en palabras y acciones para la salvación del hombre. No por casualidad, el Papa Francisco la cita por entero en el Mensaje para Jornada Misionera mundial de este año, cuando recuerda con autoridad la esencia de la misión de Dios. Por eso, las lecturas litúrgicas de hoy encuentran eco y culmen en esta revelación que es necesario profundizar, aunque lamentablemente solo rápidamente porque habría mucho que decir. Prestamos, sin embargo, al pasaje una atención particular, tratando de envolver no solo la mente sino también el corazón en la lectura del mensaje de Dios, al tratar de los tres componentes constitutivos de la declaración: el amor de Dios, la misión del Hijo y la vida eterna de los creyentes.
1. «Dios ha amado tanto el mundo»
El anuncio de Jesús a Nicodemo parte con esta declaración del amor de Dios. La frase se conecta a la afirmación lapidaria “Dios es el amor” en la primera carta de San Juan (1Jn 4,8.16), que San Agustín describe como la esencia de toda la Biblia a través de su original y colorida explicación. Si hubiese en la tierra un cataclismo, un incendio universal que destruyera todas las copias de la Biblia con excepción de una página, en la que las líneas estuviesen dañadas y fueran ilegibles con excepción de tres palabras “Dios es el amor”, ¡todo el contenido de la Biblia se habría salvado!
El verbo “amar” aplicado a Dios en el original griego es agapao, que corresponde al nivel más alto, más sublime, más íntimo del amor. Esto envuelve todo el ser de Dios que ama hasta el punto de poder cantar siempre las conmovedoras palabras divinas que proclama Jeremías «Te he amado con amor eterno, por eso, te conservo todavía piedad» (Jer 31,3), o las bellísimas palabras humanas (¿por qué no?) de una célebre canción moderna (en italiano-napolitano): “Te voglio bene assaje / Ma tanto tanto bene sai / È una catena ormai / E scioglie il sangue dint’ ‘e vene sai” “Te quiero mucho / Pero mucho y mucho, sabes / Ya es una corriente / Que derrite la sangre dentro de mis venas, sabes” (canción Caruso de Lucio Dalla). Además, en el contexto de la entera frase evangélica, este “amar” subraya no solo el sentimiento interior, un feeling de lo profundo del corazón, sino también la acción concreta del sacrificio supremo de “dar al Hijo unigénito”, independientemente del hecho que los “amados” sean dignos o no, preparados o no, gratos o no, de tal amor divino. Se trata de un amor activo y fáctico, “no de palabras, ni de la lengua”, sino “con los hechos y la verdad”, para usar la expresión que San Juan ha usado en la recomendación del verdadero amor entre los cristianos, justamente bajo el ejemplo de Dios (cf. 1Jn 3,18: «Hijitos, no amemos con palabras o con la lengua, sino con los hechos y en la verdad»).
El objeto del amor de Dios es el mundo. Este término se refiere a la humanidad entera y probablemente a todo el universo creado por Dios. Este término se usa también en el evangelio de Juan para describir aquella parte del mundo/humanidad que lamentablemente rechaza a Jesús como enviado Hijo-Verbo de Dios. Este “drama” ya está anunciado en el final del prólogo: «Él estaba en el mundo, el mundo fue hecho por medio de Él, pero el mundo no lo reconoció» (Jn 1,10). Pero en esta situación y con los varios significados posibles del término mundo, emerge dominante el “tanto” amor de Dios en Cristo como luz, que se expande también en las tinieblas, aunque estas lo han rechazado. «En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: Dios ha mandado al mundo a su hijo unigénito, para que nosotros tuviéramos la vida por medio de Él. En esto consiste el amor: no hemos sido nosotros los que amamos a Dios, mas es Él el que nos ha amado y ha mandado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).
2. «El Hijo unigénito» mandado y donado
El amor fáctico de Dios por el mundo lo empuja a “dar” a su Hijo unigénito. En este “dar” se incluye no solo el misterio de la encarnación de Cristo-Verbo eterno del Padre, sino también su sacrificio en la cruz, mencionado con la imagen sugestiva y profunda de la acción de ser levantado en Jn 3,15 (es decir, inmediatamente antes de la declaración de Jn 3,16 que estamos analizando: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga la vida eterna» (Jn 3,15). Esto resume toda la misión del Hijo de Dios que al mismo tiempo es Hijo del hombre, según el plan de Dios Padre.
A propósito de la frase, para quien se siente a disgusto con el paralelo poco elegante de Cristo-Hijo del hombre con la figura poco simpática (teológicamente hablando) de la serpiente, hay que clarificar que la comparación no hace referencia a estas dos figuras, sino a la acción de ser levantado. En otras palabras, la estructura “como…si” no quiere implicar que Cristo es como la serpiente (¡que es ciertamente algo feo!), sino que Cristo es levantado, así como la serpiente de bronce de Moisés.
Además, San Juan evangelista usa aquí el término levantamiento intencionalmente en sus múltiples matices para Jesús. Se refiere tanto al evento de la crucifixión como al de la resurrección y ascensión, cuando Jesús es levantado a la gloria de Dios. En este “levantamiento” único de Jesús (crucifixión-resurrección-ascensión) se realiza el don de la vida eterna para “todo el que cree en él”.
Es necesario profundizar este “extraño” acto de Dios de sacrificar al propio Hijo por amor al mundo. Se trata del misterio “misterioso” que viene exaltado también en el célebre himno Exsultet al inicio de la Vigilia Pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio! O inaestimabilis dilectio caritatis: ut servum redimeres, Filium tradidisti! “¡Oh inmensidad de tu amor por nosotros! ¡Oh inestimable signo de bondad!: ¡para rescatar al esclavo, has sacrificado a tu hijo!” Este hecho podría suscitar la perplejidad de alguien: ¿Dios no ha amado a su Hijo? ¿No lo amaba más que al mundo? Si tuviese Dios que escoger entre el Hijo y el mundo, ¿a quién preferiría? A este propósito, hay que clarificar que para salvar al hombre el Padre no ha ofrecido a su Hijo contra la voluntad de este último. En otras palabras, también el Hijo se ha querido sacrificar a sí mismo para cumplir la voluntad del Padre, y, porque, como Jesús ha declarado: No he venido para hacer mi voluntad, sino para hacer la voluntad del Padre que me ha mandado. (Hay que hacer referencia aquí al contexto del sacrifico de Isaac por parte de Abraham su padre, Isaac ya era adulto, tenía cerca de 37 años; sabiendo la intención de su padre de cumplir la voluntad de Dios, también Isaac se adhirió dócilmente al plan divino y dice palabras conmovedoras: “Átame [en hebreo aquedah] Padre”. ¡Esta será la imagen del Hijo Jesús!)
Por otra parte, el Padre está siempre en el Hijo (“Yo y el Padre somos una sola cosa”, revela Jesús) y, por eso, en el sacrificio supremo del Hijo, se encuentra el mismo Padre que se sacrifica para la salvación del mundo. La misión de Dios Padre es la misma que la del Hijo Jesús, mandado y donado a toda la humanidad.
3. «…para que quien cree en Él no se pierda, sino que tenga la vida eterna»
El objetivo de la misión de Dios en Cristo, vale a decir, la misión del Padre y del Hijo, por amor a la humanidad, es siempre donar la vida eterna a “quien cree en Él”. A propósito de este “quien sea” – destinatario-beneficiario de la misión divina, escuchamos ahora la explicación del Papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Misionera mundial de este año 2024, con el tema escogido Vayan e inviten a todos al banquete (cfr Mt 22,9):
Los discípulos-misioneros de Cristo llevan siempre en su corazón la preocupación por todas las personas de cualquier condición social o incluso moral. La parábola del banquete nos dice que, siguiendo la recomendación del rey, los siervos reunieron «a todos los que encontraron, malos y buenos» (Mt 22,10). Además, precisamente «los pobres, los lisiados, los ciegos y los paralíticos» (Lc 14,21), es decir, los últimos y los marginados de la sociedad son los invitados especiales del rey. Así, el banquete nupcial que Dios ha preparado para el Hijo, permanece abierto a todos y para siempre, porque su amor por cada uno de nosotros es grande e incondicional. «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3,16). Quienquiera, todo hombre y toda mujer es destinatario de la invitación de Dios a participar de su gracia que transforma y salva. Sólo hace falta decir “sí” a este don divino y gratuito, revistiéndonos de él como con un “traje de fiesta”, acogiéndolo y permitiéndole que nos transforme (cf. Mt 22,12).
En esta perspectiva, la declaración de Jesús sobre la cual meditamos hoy, se convierte en una invitación para todos (“quien quiera que sea”) a ver hoy en alto, hacia Cristo Hijo de Dios, levantado en la cruz y elevado a la diestra del Padre para contemplar el “tanto” amor de Dios para con nosotros, «acogiéndolo y dejándose transformar por él, revistiéndonos como de un “vestido nupcial” (cfr. Mt 22,12)». ¡Que Dios done a todos nosotros esta gracia, particularmente en este tiempo de salvación! «Despierta, tú que duermes, / resurge de los muertos [de los pecados] y Cristo te iluminará» (Ef 5,14). Amén.