
V Domingo de Cuaresma (Año B)
Jer 31,31-34;
Sal 50;
Heb 5,7-9;
Jn 12,20-33
COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO
Llevar a la gente a Jesús, el que ha sido levantado y que atrae a todos a sí.
Con este quinto domingo de Cuaresma, se entra en la fase final del itinerario cuaresmal. Este es el último domingo “ordinario” de la Cuaresma, porque el próximo es el de los Ramos y el inicio de la Semana Santa, que culmina con el Triduo Pascual. Podemos entrever en el horizonte la Pascua, que etimológicamente significa el pasaje, aquel de la muerte a la vida de Cristo, que va del mundo al Padre, con el triunfo sobre la muerte y el pecado. En este contexto litúrgico y temporal, después de haber contemplado, la semana pasada, el excelso misterio de Dios-Amor que dona al Hijo para la vida de la humanidad, hoy estamos invitados a profundizar, a través del evangelio apenas proclamado, los aspectos fundamentales de la misión y levantamiento de Jesús, a quien le ha llegado la hora, como Él mismo ha declarado solemnemente y públicamente. Esta profundización no solo nos ayudará a (re)descubrir el significado recóndito de la pasión y resurrección de Jesús para prepararnos a la próxima Semana Santa, sino que nos hará (re)ver nuestra vocación cristiana, es decir, nuestro ser discípulos de Cristo, llamados a seguir al Maestro-Señor y colaborar en su misión. Esto emerge a partir de tres imágenes en el pasaje evangélico escuchado: el discípulo Felipe, la semilla caída y el Hijo levantado que atrae a todos.
1. El discípulo Felipe y los “griegos” deseosos de ver a Jesús
Los “griegos” que presentaban a Felipe la petición de ver a Jesús parecen ser aquellos no israelitas, “gentiles”, que se convirtieron al judaísmo, dado que «habían subido para el culto» al templo de Jerusalén durante la Pascua, la “fiesta” por excelencia. La mención de Felipe nos hace ver la importancia de esta figura entre los discípulos más íntimos de Jesús. En efecto, en el evangelio de Juan, este discípulo fue el primer llamado por Jesús con la explícita invitación-mandato “¡Sígueme!”. Sucesivamente, fue Felipe quien llevó a su amigo Natanael a Jesús, compartiendo así con este último la alegría del descubrimiento del Mesías (Jn 1,43-45). Jesús conversaba con Felipe en el episodio de la multiplicación del pan, preguntando sobre la necesidad de dar de comer a la gente que lo seguía. Curiosamente, en esta circunstancia, aparecía también el discípulo Andrés junto a Felipe, justo como en el pasaje evangélico de hoy; Felipe va donde Andrés y estos dos van a presentar juntos la petición de los griegos a Jesús. Será Felipe, durante la última cena, quien pide a Jesús mostrar al Padre; esto provocó un regaño de Jesús («¿Desde hace tanto tiempo estoy con ustedes y tú no me has conocido, Felipe?» Jn 14,9a) y la revelación de una verdad vertiginosa, que hay que “ver” con los ojos de la fe: «Quien me ha visto, ha visto al Padre. (…) yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,9b-11).
A la luz de todo esto, podemos ver en Felipe una figura particular, la figura tipo del discípulo-misionero de Cristo, a quien la tradición cristiana antigua, como se ve en el evangelio de Juan, ha reservado una memoria de honor especial. Este discípulo-tipo, por un lado, estaba en constante comunión con Jesús para crecer siempre en el conocimiento de su Maestro y Señor, a pesar de todos sus límites y distracciones. Por otra parte, él llevaba a sus amigos y conocidos a Jesús, como a “los griegos” de nuestro pasaje, ayudándoles a encontrar y a escuchar personalmente al Señor-Maestro que habla al corazón de todos, revelando siempre más los aspectos recónditos de la vida divina.
2. La semilla caída en tierra y su “hora”
Escuchando la petición de los griegos por medio de Felipe y Andrés, la respuesta de Jesús fue un poco extraña, sino fuera de lugar. Pero lo era solo aparentemente. En realidad, sin decir sí o no a la petición de verlo físicamente, el Señor indica inmediatamente el camino, la perspectiva, para verlo, de observar más allá de la apariencia de su persona, a su existencia y misión en modo más profundo con los ojos de la fe. Esta revelación “abierta”, aunque en lenguaje metafórico, se hace con una declaración importante sobre la llegada de su hora, pero enfatizando primero en el ministerio público de Jesús: «Ha llegado la hora en la que el Hijo del hombre sea glorificado».
Esta hora suya es aquella de la glorificación, proceso similar a aquel que afronta una semilla caída en tierra, como Jesús especifica seguidamente de modo solemne, con el doble Amén-Amén inicial (en verdad, en verdad), típico de su estilo: «En verdad, en verdad yo les digo: si el grado de trigo, caído en tierra, no muere, permanece solo; pero si muere, produce mucho fruto». Se trata de una imagen bellísima y comprensible, porque está sacada de la vida cotidiana y habla de una verdad universal, que hasta un campesino vietnamita entiende. No hay necesidad, por eso, de explicación; hay solo que gustar y contemplar detrás de esta imagen la verdad profunda del destino-misión, en esta tierra, de Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Esta será, como Jesús revela sucesivamente, la vocación de todo discípulo suyo: el coraje de perder (“odiar” en el lenguaje semítico) la propia vida (por Dios) para alcanzar la vida divina. Tenemos aquí la afirmación testimoniada también en las otras tradiciones evangélicas; esto refleja con mucha probabilidad un pensamiento muy querido por Jesús, quien lo esculpió en la mente de los primeros discípulos.
Se trata, seguramente, de una vocación nada fácil, aquella de morir para producir fruto. No ha sido un momento sin tentaciones y lucha interna para Jesús que se sentía “turbado” en el alma en aquel instante, reflejo de cuánto va a suceder en Getsemaní, según el relato de los otros evangelios. Sin embargo, el amor recíproco entre Jesús y el Padre y, por ello, su íntima unión, eran la fuerza para que Jesús aceptase esta hora con obediencia y confianza filial, declarando valientemente: «¡Por esto llegué a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!». Esta última petición de Jesús recuerda curiosamente el inicio de la plegaria del Padrenuestro, que Él recomendó a sus discípulos: Padre [nuestro], sea santificado tu nombre (tanto es cierto que algunos biblistas piensan que Jesús ha comenzado aquí el Padrenuestro y después es interrumpido por la voz del Padre del cielo). Así, el Padrenuestro que recitamos, aquella única plegaria que Jesús ha dejado a sus discípulos, será místicamente siempre para ellos la oración de y en aquella “hora” -culmen de la misión de ofrecerse por amor para la vida de la humanidad, en unión con el Cristo Señor.
3. «…Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí»
Para Jesús, la hora del sacrificio supremo de la propia vida será aquella de la glorificación divina, es decir, la que hará manifiesta la gloria de Dios cuando se revele su esencia, grande en el amor y rica de misericordia para la humanidad. Es la hora de la nueva alianza entre Dios y su pueblo, en la cual Dios perdona sus pecados, como profetizó Jeremías (segunda lectura). Con esta potencia del amor, Dios atrae a todos a sí mismo en Cristo, levantado de la tierra, según cuánto es declarado en Jer 31,3 «Te he amado de amor eterno, por eso te conservo todavía piedad» (sobre lo que hemos reflexionado en el comentario precedente).
En esta perspectiva, los discípulos son llamados a unirse con Cristo en su vida, para dejarlo vivir en ellos y a atraer a todos a través de ellos. Tienen el “destino” de ser “levantados de la tierra” para y en el amor, como su Maestro y Señor. En efecto, como Cristo es la semilla caída en tierra que muere para producir mucho fruto, así Él ha indicado a sus discípulos la misma vocación excelsa: «Yo los he escogido y los he constituido para que vayan y traigan fruto y su fruto permanezca» (Jn 15,16). Y como Cristo, levantado de la tierra, atrae a todos a Él con la potencia misteriosa del amor divino, así sus discípulos son enviados a difundir esta fuerza de atracción a todos, a través del sacrifico de su vida.
Hemos sido invitados en esta última fase de la cuaresma a redescubrir y proseguir nuestro camino de discípulos-misioneros de Cristo, bajo el ejemplo del apóstol Felipe, venerando así dignamente con los primeros cristianos esta figura prominente del Cristianismo. Sus reliquias son veneradas particularmente, junto con aquellas de Santiago el menor, en la Basílica de los Santos Apóstoles en Roma (escribo estas líneas con tanta emoción y gratitud al Señor por la gracia de habitar ahora juntamente en nuestro convento franciscano que está junto a esta basílica. Deseo a todos tener la oportunidad de venir en peregrinación para venerar al apóstol Felipe y a todos los apóstoles, renovando, por medio de su intercesión, nuestro celo apostólico en la vida de discípulos-misioneros de Cristo). San Felipe y todos los apóstoles de Cristo, ¡rueguen por nosotros! Amén.