III Domingo de Cuaresma (Año B)

05 marzo 2024

Ex 20,1-17;
Sal 18;
1Cor 1,22-25;
Jn 2,13-25

COMMENTARIO BIBLICO-MISSIONARIO

El celo por tu casa

El evangelio de este tercer domingo de cuaresma nos invita a reflexionar sobre un episodio clave en la vida de Jesús, que alude al misterio de su sacrificio supremo en la cruz. Se trata de la así llamada expulsión de los comerciantes del tempo de Jerusalén por parte de Jesús. En el evangelio de Juan, este evento es contado en el significativo contexto de la primera Pascua de Jesús en el templo, después de su primer signo en Caná de Galilea, donde «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). Jesús «bajó a Cafarnaúm» (se entiende que iba con sus discípulos, v. 17. Cf. Jn 2,12). Más allá de la diferencia entre los evangelistas al reportar el tiempo de lo acontecido en el episodio (al inicio de la vida pública como aparece en Jn, o al final, antes de su Pasión, como en los sinópticos Mt, Mc y Lc), estos múltiples testimonios de las varias tradiciones afirman la autenticidad histórica del episodio en la vida de Jesús y, por otra parte, subrayan la importancia teológica del relato en los evangelios: lo que acontece ahora tiene un ligamen directo e inseparable con la crucifixión de Jesús. ¡Es justamente en esta perspectiva de la Cruz que se hace necesario meditar sobre el pasaje!

También aquí, como muchas veces en nuestro camino con la Palabra de Dios, se necesita una scrutatio, una lectio divina, la contemplación de cada detalle del relato evangélico, que está bien estructurado en tres momentos acción-disputa-conclusión, para acoger en profundidad lo que el Espíritu quiere decir a cada uno de nosotros.

1. La escena: una acción profética de Jesús

Vemos, primero que nada, un insólito Jesús con una acción tan vehemente que se asemeja a aquellas realizadas varias veces por los profetas de Israel. Se trata de una acción-signo para transmitir un mensaje divino (vv. 14-17). En otras palabras, con su gesto no pensamos que Jesús quisiese resolver de una vez por todas el problema de la presencia de los comerciantes en el templo, porque con mucha probabilidad Él era bien consciente del hecho que estos, aunque expulsados por Él en aquel momento, habrían vuelto mañana, cuando Él ya no se encontrase allí para continuar con los negocios de siempre (según el dicho inglés business as usual!) Jesús ha querido impartir, trámite esta poco suave acción, una enseñanza fuerte, fundamental, para todos los presentes, sobre todo para sus discípulos.

Todo comienza con el instante cuando Él «encontró en el templo» a varios comerciantes. Es necesario precisar que aquí el evangelista habla literalmente del recinto del templo (ieros; también en el v. 15), que se tiene que distinguir del “templo (propiamente dicho) o (templo-santuario” – naos en los vv. 19.20.21. Se trata de la parte externa del templo y el episodio tal vez se desarrollaba en la parte llamada Patio de los gentiles, donde los paganos podían entrar y, por ello, había mucha confusión, sobre todo durante la Pascua. Justamente aquí, como se sabe por las fuentes históricas, el Sumo Sacerdote Caifás organizó en el 30 dC un mercado para la adquisición de animales para el sacrificio (bueyes, ovejas, palomas…) y mesas para el cambio de monedas al servicio de los peregrinos (el Sanedrín gestionaba estructuras similares bajo el monte del templo, en el valle de Cedrón). Con todo, estas cosas no iban en contra de la sacralidad del templo. Al contrario, estaban siempre al servicio del pueblo (a tal propósito, alguien podría pensar en nuestros santuarios modernos. Se trata del eterno problema del discernimiento –”el diablo y el agua bendita. Pensamos el templo-santuario de nuestro cuerpo, ¡nuestro ieros-naos! ¿Hay caos? Tal vez todo parezca ordenado, pero en realidad ¡nada está en orden según Dios! En todo caso, ¡invita siempre a Jesús a organizar las cosas de tu templo según el orden divino!).

Delante de esta situación, Jesús haciendo «un azote de cordeles, los echó», a los comerciantes. La vivacidad de los detalles deja entrever detrás de las palabras escritas un testigo ocular. No se encontraban a disposición bastones u otros instrumentos más pesados (¡como fusiles!), porque estaban prohibidos en ese lugar (hay que notar curiosamente un tratamiento más ligero para las palomas y sus vendedores. ¡Tal vez en estas palomas veía la imagen del Espíritu Santo! Bromeo, obviamente). Con todo, como fue subrayado antes, el objetivo de Jesús aparentemente no era ni punir a los vendedores, ni destruir sus mercancías, con el fin de evitar que reasumieran su actividad. Todo lleva a la exhortación que clarifica el sentido de la acción-misión de Jesús: «no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». He aquí el mensaje de la acción simbólico-profética de Jesús que alude a la gesta y a las palabras de Jeremías cinco siglos antes (leer Jr 7,1-11: «cueva de ladrones»). Además, a diferencia de Jeremías, la frase de Jesús no es solo una invitación al verdadero respeto-culto por el Santuario, sino que contiene también la primera autorrevelación de la filiación divina («mi Padre»); se piense en las palabras del joven Jesús de doce años a sus padres, siempre en el templo: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49).

Viendo y oyendo todo esto, como es notado por el evangelista, «sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”». Se trata de un comentario “personal” del evangelista sobre el evento, que llama en causa la cita del Sal 69,10, pero cambiando el tiempo del verbo que en el salmo está en presente («me devora») y que aquí se encuentra en el futuro («me devorará»; ver el Sal 69,8-13). La frase se refiere no tanto a cuanto apenas ocurrió, sino a lo que acontecerá en la vida de Jesús. Se trata, por tanto, de su motivación de vida: “Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad, con todo el celo del corazón, del alma y del cuerpo” (cf. Sal 40, 8-9). Es el celo “por tu casa”, por el santuario divino, por la morada de Dios en medio de los hombres, en fin, por “las cosas” de Dios (si así era para Jesús, se puede preguntar de manera natural a cada discípulo-misionero: ¿Cuál es tu motivación de vida? ¿En qué punto te encuentras en el celo por las cosas de Dios?” Ver Is 62,1; Sal 132,3-5; 137,5-6).

2. La disputa: una palabra profética

La reacción de los “judíos” es muy diferente a la de los discípulos de Jesús. Preguntaban a Jesús, tal vez con un poco de rabia: «¿Qué signos nos muestras?» Esta es la pregunta clásica para reconocer la autoridad que viene de Dios (Jn 6,30), como se ve también en los evangelios sinópticos (cf. Mt 12,38ss; 16,1ss; Mc 8,11ss; Lc 11,16ss). En estos evangelios, así como en Jn, Jesús rechaza la petición, pero deja la alusión al signo de la resurrección. De hecho, él responde con una declaración clave, culmen y centro de todo lo acaecido: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». En esta frase es bello (¿intencional?) el verbo que tiene un doble matiz “haré resurgir” (o “levantaré”), que indica una reconstrucción de un edificio o la resurrección (cf. v. 22). Nos encontramos con a frecuente ambigüedad joánica y, por ello, con la incomprensión de los judíos (es la típica ironía de Jn) y la explicación del evangelista («Pero él hablaba del templo de su cuerpo»). El imperativo “destruid” refleja el modo de hablar semítico; implica un condicional “si destruyen”, o mejor, una constatación de un hecho “ustedes están destruyendo” o “continúen a destruir”. La expresión «en tres días» no quiere necesariamente indicar un tiempo exacto, sino simplemente un breve lapso temporal (cf. Os 6,2).

3. Conclusión: el recuerdo de la fe y el epílogo

El relato evangélico termina con una nota importante respecto al así llamado “santo recuerdo” de los discípulos de Jesús, como afirmamos en precedencia. Ahora, sin embargo, se precisa claramente que el recuerdo tuvo lugar después de la resurrección de Jesús, por ello, bajo la acción del Espíritu: «se acordaron de lo que había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús». La última expresión reclama la reacción de los discípulos en Caná (creyeron en Él; Jn 2,11), pero aquí tiene un tono muy original, porque se coloca en paralelo con la palabra (¡al singular!) de Jesús, al cual creyeron sus discípulos.

Pero, ¿a qué se refiere la fe que aquí? ¿Cuál es su contenido? Se trata en primer lugar de creer en el anuncio profético de Jesús sobre el templo: “en tres días lo levantaré”. Esto se ha verificado en la resurrección del templo de su cuerpo, según la Escritura y según cuanto Él ha dicho. Además, se implica la fe en el hecho que ahora el templo no es más aquel material en Jerusalén, sino el cuerpo de Jesús, muerto (i. e. destruido) y resucitado (i. e. reconstruido). Se inaugura así la verdadera “casa del Padre” que es Jesús, a través del cual, con Él y en Él se levanta toda alabanza acepta a Dios (¡per ipsum, cum ipso et in ipso!). ¿Crees, entonces, también tú (en la Escritura y en las palabras de Jesús)? ¿Te sientes devorado por el celo de esta “casa del Padre” que es el cuerpo de Jesús muerto y resucitado? En consecuencia, ¿eres un apasionado de la Escritura y de las palabras de Jesús en las que crees? ¿A qué punto estás con la fe en Jesús?

En esta óptica, también lo señalado en el epílogo puede servir para la purificación de nuestro creer en Jesús. Se habla, en efecto, del fenómeno de la fe de muchos en Jesús con base en la visión de signos. ¡Jesús no se confía de esta fe! Se necesita una fe madura, más profunda, más radicada en la Palabra de Dios, en las Escrituras, y en todo lo que Jesús ha enseñado con la autoridad del Hijo. Del resto, hemos escuchado la voz de Dios, para que podamos nosotros mismos, sus discípulos-misioneros, transmitir a los otros con celo y fidelidad todo lo que Él nos ha enseñado para continuar su misión evangelizadora en todo el mundo. Y así sea. Amén.

 

Sugerencias útiles:

Catecismo de la Iglesia Católica

584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: "No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: 'El celo por tu Casa me devorará' (Sal 69, 10)" (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).

586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: "Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre"(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).

Papa Francisco, Viaje Apostolico a Iraq, Homilia, Estadio “Franso Hariri” de Erbil, Domingo, 7 de marzo de 2021

En el Evangelio que acabamos de escuchar (Jn 2,13-25), vemos que Jesús echó del Templo de Jerusalén a los cambistas y a todos aquellos que compraban y vendían. ¿Por qué Jesús hizo ese gesto tan fuerte, tan provocador? Lo hizo porque el Padre lo mandó a purificar el templo, no sólo el templo de piedra, sino sobre todo el de nuestro corazón. Como Jesús no toleró que la casa de su Padre se convirtiera en un mercado (cf. Jn 2,16), del mismo modo desea que nuestro corazón no sea un lugar de agitación, desorden y confusión. El corazón se limpia, se ordena, se purifica. ¿De qué? De las falsedades que lo ensucian, de la doblez de la hipocresía; todos las tenemos. Son enfermedades que lastiman el corazón, que enturbian la vida, la hacen doble. […] Pero, ¿cómo purificar el corazón? Solos no somos capaces, necesitamos a Jesús. Él tiene el poder de vencer nuestros males, de curar nuestras enfermedades, de restaurar el templo de nuestro corazón. […]

Jesús no sólo nos purifica de nuestros pecados, sino que nos hace partícipes de su misma fuerza y sabiduría. Nos libera de un modo de entender la fe, la familia, la comunidad que divide, que contrapone, que excluye, para que podamos construir una Iglesia y una sociedad abiertas a todos y solícitas hacia nuestros hermanos y hermanas más necesitados. Y al mismo tiempo nos fortalece, para que sepamos resistir a la tentación de buscar venganza, que nos hunde en una espiral de represalias sin fin. Con la fuerza del Espíritu Santo nos envía, no a hacer proselitismo, sino como sus discípulos misioneros, hombres y mujeres llamados a testimoniar que el Evangelio tiene el poder de cambiar la vida. El Resucitado nos hace instrumentos de la paz de Dios y de su misericordia, artesanos pacientes y valientes de un nuevo orden social. […]

«Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré de nuevo» (Jn 2,19). Hablaba del templo de su cuerpo y, por tanto, también de su Iglesia. El Señor nos promete que, con la fuerza de su Resurrección, puede hacernos resurgir a nosotros y a nuestras comunidades de los destrozos provocados por la injusticia, la división y el odio. Es la promesa que celebramos en esta Eucaristía. Con los ojos de la fe, reconocemos la presencia del Señor crucificado y resucitado en medio de nosotros, aprendemos a acoger su sabiduría liberadora, a descansar en sus llagas y a encontrar sanación y fuerza para servir a su Reino que viene a nuestro mundo. Por sus llagas hemos sido curados (cf. 1 P 2,24); en sus heridas, queridos hermanos y hermanas, encontramos el bálsamo de su amor misericordioso; porque Él, Buen Samaritano de la humanidad, desea ungir cada herida, curar cada recuerdo doloroso e inspirar un futuro de paz y de fraternidad en esta tierra.

Papa Francisco, Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 8 de marzo de 2015

[…]Según el evangelista Juan, este es el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del pecado, se convertirá con la Resurrección en lugar de la cita universal entre Dios y los hombres. Cristo resucitado es precisamente el lugar de la cita universal —de todos— entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el verdadero templo en el que Dios se revela, habla, se lo puede encontrar; y los verdaderos adoradores de Dios no son los custodios del templo material, los detentadores del poder o del saber religioso, sino los que adoran a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23).

En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, en la que renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Caminemos en el mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor para nuestros hermanos, especialmente para los más débiles y los más pobres, construyamos para Dios un templo en nuestra vida. Y así lo hacemos «encontrable» para muchas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero —nos preguntamos, y cada uno de nosotros puede preguntarse—, ¿se siente el Señor verdaderamente como en su casa en mi vida? ¿Le permitimos que haga «limpieza» en nuestro corazón y expulse a los ídolos, es decir, las actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar y «despellejar» a los demás? […]

Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce lo que hay en cada uno de nosotros, y también conoce nuestro deseo más ardiente: el de ser habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro corazón.