
Sor Lucía Bortolomasi y la misión en Mongolia: "Es ser testigo del continuo milagro de la Gracia"
La hna. Lucía Bortolomasi nació en Susa, provincia de Turín, en 1965: su familia está formada por sus padres, que recientemente han celebrado 60 años de matrimonio, un hermano mayor y un hermano menor al que el Señor llamó a sí cuando tenía sólo 8 meses.
La hna. Lucía se convirtió en religiosa misionera de la Consolata a los 25 años. Después de servir en la animación misionera en el norte de Italia, vivió durante 14 años en Mongolia y ahora está en Nepi (VT), en la Casa General, donde presta servicio en la Dirección General del Instituto.
Hna Lucia comencemos por el principio: ¿cómo y cuándo se manifestó su vocación a la vida religiosa?
Después de terminar mis estudios y mientras trabajaba en una guardería, dedicaba mi tiempo libre a diversos servicios en la Parroquia con el grupo de jóvenes y a mil actividades más. Sentía dentro de mí el deseo de entregarme a los demás, experimentaba que había recibido mucho de Dios, una familia que me quería, la posibilidad de haber estudiado, encontrar un trabajo, muchos amigos con los que compartía los mismos intereses, me gustaba el deporte, en fin, lo tenía todo en la vida y era realmente feliz de mi vida, pero seguía experimentando dentro de mí que todo eso no era suficiente... Me pregunté cómo podía dar un verdadero sentido a mi vida. El Señor puso a mi lado a personas que me ayudaron a reflexionar, a rezar y a descubrir que tal vez Dios no quería las mil cosas que yo seguía haciendo, sino que deseaba el don de mi vida gastado para Él y para los demás.
¿Por qué Misionera de la Consolata?
En mi localidad estaban los Misioneros de la Consolata, con el grupo de jóvenes hacíamos muchas actividades con ellos y experimentábamos su entusiasmo por la misión, por ir a pueblos que nunca habían conocido al Señor. Esta alegría suya me cuestionó al pensar que yo también podría salir y anunciar a este Dios que ha venido para todos. Mientras tanto, conocí a una hermana misionera de la Consolata que había regresado de Tanzania y, al poco tiempo, falleció y enseguida me dije que iría en su lugar para ser misionera de la Consolata. Así, al cabo de unos meses, entré en el Instituto.
Partiste como misionera a Mongolia y fundaste junto con otras hermanas y hermanos la primera misión de tu Congregación en este país asiático. ¿Cuándo tuvo lugar la fundación, cuántos erais, dónde vivíais?
Participar en la apertura de una nueva misión es sin duda una gracia, un don gratuito. Así lo vivimos cuando en 2003 llegamos a Mongolia, misioneros y misioneras de la Consolata, juntos para un nuevo comienzo. Tras unos meses de conocimiento y preparación durante el verano de 2003, tres misioneros y dos misioneras partimos hacia Ulán Bator. Teníamos una fuerte sensación de depender completamente de la Providencia: unos días antes de llegar todavía no sabíamos dónde íbamos a vivir.
A nuestra llegada fuimos recibidos fraternalmente por la pequeña comunidad misionera mongola; pero también nos sentimos inmediatamente catapultados en un mundo completamente diferente, del que no teníamos las coordenadas para descifrarlo. Y así nos sumergimos en la nueva realidad, confiando en Dios y contando con una verdadera fraternidad, mucha reflexión juntos y tanta, tanta oración, para sostener el discernimiento que se nos imponía cada día.
Recorramos juntos los inicios de ese proceso de fundación: ¿cuáles fueron las dificultades pero también las sorpresas de los comienzos?
El primer paso fue estudiar el idioma. Para nosotros esto significó pasar tres años enteros en los pupitres de la escuela, volviendo a ser niños y derramando lágrimas de adultos, dada la complejidad del idioma mongol. Para recordarte que eres extranjero no necesitas esforzarte: la realidad a cada paso te arroja esta verdad a la cara y te das cuenta de que sólo la bondad de estas personas nos permite vivir en su país. En los primeros años Internet era un espejismo, experimentamos mucho la distancia de nuestros familiares y amigos. Sin embargo, quizás fue una ayuda para intentar construir relaciones de verdadera fraternidad entre nosotros, para redescubrir a un Dios cercano, presente, que guía y da fuerza a nuestras vidas. Mongolia nos obligó a confrontarnos constantemente con nosotros mismos.
Todo esto fue duro de vivir, pero también una gracia que ha cambiado y enriquecido nuestras vidas.
Poco a poco, te adentras en esa cultura, empiezas a reconocer sus valores fundamentales y eso te da fuerzas para seguir permaneciendo allí. Descubres que la misión es gratuita, aprendes que sólo el amor de Dios te hace permanecer en ese lugar y que es normal que sea así, de lo contrario empezarías a pensar que eres el protagonista. Pero no lo eres, se trata de una gracia: los mongoles vivían muy bien incluso antes de tu llegada y lo seguirán haciendo después de que te vayas o después de que hayas dado tu vida en su tierra, pero el Espíritu quiere utilizarte también a ti, con toda la carga de fragilidad que traes contigo, para manifestar el rostro misericordioso de Dios. Estamos acostumbrados a pensar en la misión en términos de hacer; la realidad de Mongolia nos enseña que lo importante es estar allí, estar presente en medio de ese pueblo.
¿Cómo fue recibido este primer “anuncio”?
Convertirse en cristiano en un país budista no es fácil. Al menos no es para nada algo que pueda darse por descontado, de hecho, a menudo representa un motivo de aislamiento social. Es precisamente gracias al testimonio de estas personas que los misioneros nos sentimos enriquecidos y ayudados a crecer en el seguimiento de Cristo. Acompañar la fe naciente de las personas que hacen este viaje requiere de nosotros la máxima seriedad y profundidad, es una experiencia única, es un don estrechamente ligado a la vocación ad gentes. Es ser testigo del continuo milagro de la Gracia. Cada día nos damos cuenta de que la misión es de Dios, que es Él quien toca los corazones y que nosotros somos simples instrumentos en sus manos.
¿Un encuentro, una persona, un rostro que se le ha quedado grabado?
Tengo grabados en mi corazón muchos rostros, muchos encuentros, pero me gustaría contarles la historia de Oghi, una de las primeras mujeres que conocí al llegar a Mongolia. Una mujer que, debido a un medicamento que su madre tomó durante el embarazo, nació sin manos ni piernas. Una mujer valiente, llena de recursos, que nunca se ha encerrado en sí misma, sino que ha hecho de su vida un regalo para los demás. Con una determinación poco común, ha conseguido independizarse: vive sola y es capaz de realizar prácticamente todas las acciones cotidianas de cualquier persona, a pesar de tener sólo dos muñones en lugar de manos y prótesis en lugar de piernas. Acogió la fe en Cristo con gran entusiasmo, como una experiencia de libertad aún más profunda, la de sentirse hija amada de Dios. Y su oración siempre rebosa de alabanza y agradecimiento por el don de la vida.
Hoy la misión en Mongolia continúa y uno de sus hermanos, el padre Giorgio Marengo, también pionero de esta misión, es ahora obispo en este país: ¿cuántos de ustedes están allí ahora y cómo están estructurados?
La misión en Mongolia avanza con entusiasmo, hay cuatro misioneros y siete misioneras repartidos en dos lugares, uno en la capital, al norte de la gran periferia urbana, en un barrio bastante difícil por los problemas sociales y la marginación, donde realizamos un servicio social; y otro en Arvaiheer, a 400 km de la capital donde acompañamos a la pequeña comunidad cristiana y apostamos por una humanización integral. En 2014 se dieron los primeros pasos en el ámbito del diálogo interreligioso en Kharkhorin, la antigua capital del inmenso imperio mongol, cuna del budismo local y lugar simbólico en la historia de este país. Allí se están forjando relaciones de amistad y colaboración con las autoridades locales. Estos contactos han abierto las puertas a una presencia muy pequeña y discreta, centrada en el diálogo y la investigación. Hoy la “Casa de la Amistad” es un pequeño centro de encuentro e intercambio, en el que aún no existe una comunidad estable, pero que nos permite seguir diversas iniciativas desde el no lejano Arvaiheer.
Nos sentimos honrados de que el Papa haya nombrado a uno de nosotros, el p. Giorgio Marengo, para que sea el guía de la pequeña Iglesia de Mongolia y deseamos de todo corazón hacerle sentir nuestra cercanía y la certeza de que caminamos con él.
Hermana Lucía, echa de menos Mongolia, ¿cree que regresará antes o después?
Echo mucho de menos Mongolia, vivir la misión en esa tierra del cielo azul para mí ha sido un hermoso regalo de Dios, una gran riqueza para mi vida, por la que nunca dejaré de dar gracias. Espero, tras estos años de servicio en el Instituto, poder volver entre el pueblo de Mongolia, al que quiero con todo mi corazón. Y que me han ayudado a vivir las cosas esenciales de la vida y a dejar atrás todo lo que no es importante. Un proverbio mongol lo dice de forma muy poética: “las nubes pasan, el cielo permanece”.
En su opinión ¿cuál es, el reto más apremiante para un misionero/misionera?
La misión que viví en Mongolia me ha marcado profundamente, en lo profundo, desmoronando mis certezas humanas para dejar más espacio a la humildad y a la Gracia. Creo que uno de los retos más urgentes para un misionero es dejar que su corazón cambie, que caigan todas sus certezas y que se haga un hueco a Dios para poder acercarnos a la gente con el mismo amor con el que experimentamos ser amados por Él y ser esa pequeña y sencilla presencia de consuelo en medio de la gente a la que somos enviados.