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Cuarto Domingo de Cuaresma «Laetare» (Año C)
San Ruperto de Salzburgo, Obispo; Beato María-Eugenio del Niño Jesús, Beato, Sacerdote y Fundador
Jos 5,9a.10-12;
Sal 33;
2Cor 5,17-21;
Lc 15,1-3.11-32
Gustad y ved qué bueno es el Señor
COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO
El regreso a la alegría del Padre
«El IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en este domingo “Laetare” [“¡Regocíjate!”] por las vestiduras litúrgicas de tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia» (Directorio Homilético no.73). En este contexto de gozo por la Pascua que se acerca, nos alegramos al escuchar la famosa parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Se trata de una joya de la narrativa evangélica que por sí misma, como ha referido un predicador, ha suscitado más conversiones que todos los otros discursos sobre el tema. El riego, sin embargo, es este: estamos tan acostumbrados a la trama hasta el punto que al oír la frase inicial de la parábola, «Un hombre tenía dos hijos», ya sabe como termina y, por eso, “apaga” la atención, esperando impaciente el final de la proclamación del evangelio.
Con todo, cada Palabra De Dios proclamada no es nunca letra muerta, sino un mensaje siempre nuevo, porque proviene del Dios viviente que está hablando al corazón de los fieles que lo escuchan con fe, docilidad y un poco de sana curiosidad, para comprender más algunos aspectos que no se habían considerado antes. De esta parábola se puede aprender algo nuevo, si escudriñamos su rico contenido con más atención. Para suscitar un poco de curiosidad, pregunto: si «Un hombre tenía dos hijos; (…) El padre les repartió los bienes», ¿cuánto recibió el hijo menor? Se podría pensar que cada uno recibió la mitad del patrimonio del padre, pero tal vez no ocurrió así. En la ley hebrea, en una situación como esta, el hijo mayor recibía dos tercios por su primogenitura (cf. Dt 21,17), mientras que el menor solo un tercio. Este detalle, clarificado ahora, puede suscitar el deseo de reflexionar sobre nuestra parábola -tan meditada a desmedida- para descubrir algún matiz nuevo sobre los tres protagonistas del relato; esto servirá seguramente a cada uno de nosotros en el camino de la conversión cuaresmal de este año.
1. El arrepentimiento del hijo menor
Es muy bello y conmoverte el retorno del hijo menor al padre después de una vida desperdiciada y disoluta, lejos de la casa paterna (la lejanía es subrayada con la mención de los “cerdos” en el lugar donde se encontraba el hijo pródigo: estaba lejos tanto geográficamente como espiritualmente de la tierra de Israel, porque cerca de las familias hebreas no “circulaban” los puercos, considerados animales impuros; esto evidencia aún más la humillación que el hijo menor tenía que sufrir, hasta el punto de tener que renegar la tradición de los padres para estar con los puercos). Por eso, resulta edificante y animador para muchos oyentes de la parábola que seguir el mismo recorrido de un doble retorno, independientemente de cuán lejos se encontraban. Se invita primero a un retorno “dentro de sí” y, después, a un retorno efectivo a Dios con la humilde confesión de los pecados cometidos: «he pecado».
El relato, sin embargo, indica sutilmente que este arrepentimiento del hijo menor no ha sido fruto de su amor por el padre, sino porque tenía hambre, como él mismo admite: «¡yo aquí me muero de hambre»! Sí, demasiado banal, poco poético, pero crudamente es así. El regreso del hijo menor está dictado, no por el sentimiento del corazón, sino por el vacío del estómago. Obviamente está bien así, lejos de cualquier juicio apresurado al respecto. ¡Está bien así! Alguna vez en la vida, el cielo, es decir, Dios piadoso y misericordioso, ha dejado encontrar a sus hijos pródigos el hambre física para que sea posible un repensar. Les ha dejado tocar el fondo de la propia miseria, causada por ellos mismos, porque de vez en cuando solo así es posible comenzar a razonar sobre las cosas esenciales. Efectivamente, alguna persona me ha dicho: “si yo no hubiera encontrado esta situación crítica de fracaso total, tal vez no hubiera llegado a mi conversión a Dios, para vivir ahora felizmente con Él y en su paz”. Por tanto, es necesario siempre agradecer al cielo por todas las “hambres” que experimentamos (como aquella parabólica). Nunca será una simple tragedia que soportar, siempre será una oportunidad para aprovechar. ¡Ayúdanos Señor y Padre santo a sentir tu llamada para regresar a ti, sobre todo cuando no tenemos nada en el estómago!
Extrañamente, la confesión de los pecados del hijo menor aparece como una declaración “confeccionada con anterioridad”, por no decir “calculada”, sin mucha emoción. Él ha aprendido de memoria la “fórmula” y la ha repetido hasta el momento del encuentro con el padre, palabra por palabra, «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Es curioso notar que, al encontrar al padre, el hijo menor no ha podido terminar el discurso que había preparado con la petición final: «trátame como a uno de tus jornaleros». El padre, de hecho, lo ha acogido de inmediato, aún más, lo ha absuelto y le ha restituido la dignidad filial con el vestido más bello, el anillo y las sandalias, sin que el hijo le pidiera algo. El arrepentimiento del hijo, por mínimo que fuera (muy cercano a cero o, en de cualquier modo, lejos de la perfección), ha encontrado una respuesta generosa e inesperada por parte del padre que, solo con ver al hijo de lejos, «se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos».
¡Qué escena emocionante y conmovente! Me parece ver la imagen del encuentro místico entre el penitente y el Padre celeste misericordioso en el sacramento de la confesión. Está tan lleno de amor el corazón de Dios, que acoge el retorno de uno de sus hijos más pequeños. Y también es así con el arrepentimiento del penitente que repite la “fórmula” de la contrición casi sin corazón. Un arrepentimiento imperfecto que se hace, no por amor a Dios, sino por costumbre, por causas secundarias como el hambre o el miedo del castigo. ¡Seguramente el arrepentimiento del hijo menor no se encuentra en el centro de la parábola, sino la generosidad del padre que quiere “ver” solo la presencia del hijo para abrazarlo con un corazón lleno de amor, sin juzgar si ha vuelto con un corazón sincero o que se haya arrepentido verdaderamente!
2. El amor misericordioso del padre
El amor generoso e incondicionado del padre por su hijo pródigo emerge no solo en el momento de su encuentro, sino antes. El texto bíblico subraya: «cuando todavía estaba lejos [el hijo menor], su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas…». ¿Como es posible que el padre haya podido reconocer a su hijo en el horizonte en aquel día y en aquella hora? ¿Se trata de una casualidad? ¿Aquella mañana o tarde, tal vez el padre estaba cansado y había salido al jardín del frente para descansar y así pudo ver al hijo regresar? ¿O más bien porque desde que el hijo había partido, cada día salía de casa y, fijando la mirada en la dirección a la que el hijo se había dirigido, esperaba pacientemente su regreso? Por eso, cuando el hijo volvió, el padre pudo verlo inmediatamente porque esperaba ese instante cada día. Me parece que el amor misericordioso del padre se expresa no solo con los gestos de compasión y de acogida en el momento en que se encuentra con el hijo, sino en la espera paciente de su regreso. Y con esto pienso a la espera de Dios en la persona del sacerdote que, a veces aguarda horas y horas en el confesionario sin ningún penitente, pero justamente en ese esperar paciente a algún “hijo pródigo”, el confesor ya cumple su “trabajo”. Es la misión de los misioneros de Cristo, porque son misioneros de la misericordia. Si no hoy, tal vez volverá mañana; o bien, pasado mañana. ¡Seguramente volverá algún día!
Volviendo a la parábola, la misericordia del padre se mostró, no solo al hijo menor, sino también al mayor. Este último, irónicamente, volvía a casa del campo, pero «cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello». Hay que notar un detalle extraño: el hijo mayor no quiso entrar en su casa cuando oyó “la música y las danzas”, pero llamó afuera al siervo para saber qué había sucedido. Con mucha probabilidad, conociendo al padre, él ya había intuido algo respecto al regreso de su hermano. He hecho, después de ser informado, «Él se indignó y no quería entrar». Es justamente aquí que el padre demuestra todo su amor paciente hacia el hijo mayor, que ahora se convirtió en un rebelde: «su padre salió e intentaba persuadirlo». Se trata de una acción insólita en la cultura patriarcal hebrea y, en general, asiática (como en la mía, vietnamita), donde el padre comanda y nunca suplica a los hijos. Además, después del desahogo del hijo mayor, que llama de forma despreciativa a su hermano “ese hijo tuyo”, el padre no se ha enojado (y no lo ha regañado diciéndole “¿Así respondes a tu padre?”). No solo eso, el padre continúa llamando “hijo” a este rebelde y le explica, pacientemente, la razón de la fiesta. Aún más, al hijo mayor, que ha recibido dos tercios del patrimonio, el padre reafirma su generosidad porque le da todo: «tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Aquí está la misericordia del padre, lento a la ira y grande en el amor; ¡no tiene cuenta de las ofensas y mantiene siempre un corazón abierto a aquellos que, aún siendo cercanos a Él, lo hacen sufrir más que aquellos que están lejos! Es el drama del Padre, el celestial, que nunca pierde la paciencia en la espera del regreso de sus hijos, los de lejos y los cercanos. Recordémonos de la bella observación del Papa Francisco: «Dios nunca se cansa de perdonar, (…) pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón», de volver a Él. (Angelus, Plaza de San Pedro, Domingo, 17 de marzo de 2013).
3. El hijo mayor y un “regreso” a la casa del padre
Como la parábola de la higuera estéril, escuchada el domingo pasado, la de hoy tiene un final abierto. Después de la respuesta del padre con la invitación de alegrarse por “este, tu hermano”, no se sabe cuál será la reacción del hijo mayor. ¿Regresará o no a la casa? ¡Ésta es la pregunta! Así, cada oyente del relato, con su proprio proceder, decidirá por el hijo mayor. Se trata de una invitación sutil, pero urgente que Jesús ha hecho al final de la parábola a todos sus interlocutores. Estos eran «los fariseos y los escribas que murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”», porque San Lucas evangelista señala, «Jesús les dijo esta parábola». Para regresar a la casa del padre, como lo hizo el hijo menor, se necesita un cambio de mentalidad, un ir más allá de los esquemas de pensamiento, ¡una conversión evangélica!
Entre los fariseos y los escribas que escuchaban a Jesús en ese entonces, nosotros sabemos cuántos efectivamente acogieron su invitación a regresar. Asimismo, cada uno de nosotros, que escucha esta parábola, está llamado a hacerlo ahora, conscientes siempre que un Padre amoroso y compasivo está esperando, pacientemente, el regreso de cada uno de sus hijos, lejanos y cercanos.