Quinto Domingo de Cuaresma (Año C)

01 abril 2022

San Ricardo de Chichester, Obispo; Beatos Ezequiel y Salvador Huerta Gutiérrez, Laicos y mártires

Is 43,16-21;
Sal 125;
Flp 3,8-14;
Jn 8,1-11

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres

COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO

“La mísera y la misericordia”

Con este quinto domingo de Cuaresma, se entra en la fase final del itinerario cuaresmal. Este es el último domingo “ordinario” de la Cuaresma, porque el próximo es el de los Ramos y el inicio de la Semana Santa, que culmina con el Triduo Pascual. Podemos entrever al horizonte la Pascua, que etimológicamente significa el pasaje, aquel de la muerte a la vida de Cristo, que va del mundo al Padre, con el triunfo sobre la muerte y el pecado. En este contexto litúrgico, después de haber “gustado” la parábola de los hijos pródigos (sí, “hijos”, no “hijo”, porque tiene que ver sobretodo con el mayor, el cercano), tenemos hoy otra joya narrativa evangélica: el episodio de la adúltera con Jesús, de la “hija” que vuelve, aunque en circunstancias particulares, junto al Padre. El relato es breve, pero con detalles curiosos, densos de significado teológico-espiritual escondidos. Redescubrimos, por eso, estos detalles para comprender más a Jesús y su misión, para dejarnos fascinar y atraer todavía más por la Palabra del Dios misericordioso y piadoso, lento a la ira y grande en el amor y el perdón.

1.    La escena con la mujer “en medio” en el contexto de la misión de Jesús

Para comprender el mensaje del episodio evangélico de hoy, es necesario precisar algunas cosas del contexto literario. Aunque solo se encuentra en el evangelio de Juan, nuestro relato con su estilo conciso y vivaz no parece del cuarto evangelista, sino de los Sinópticos, particularmente de San Lucas (cf. 7,36ss; 19,47-48; 21,37-38). Empero, la historia concuerda bien con lo que le antecede y le sigue en el evangelio de Juan. El contexto literario general es la fiesta de las Tiendas, que recuerda con gratitud el período cuando los israelitas caminaban en el desierto, viviendo bajo las tiendas, acompañados de la presencia de Dios que les guiaba con la columna de nubes/fuego día y noche, y les concedía, de forma particular, la gracia del agua salida de la roca y del maná del cielo. Jesús se encontraba, entonces, en Jerusalén para festejar con la gente. Inmediatamente antes del relato, encontramos la discusión encendida entre los judíos y Jesús sobre su origen y el del Mesías. En el último día de la fiesta, Jesús invitaba a todo el que tuviera sed venir a él para beber, afirmando un aspecto fundamental de su misión: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Inmediatamente después del relato, Él declara ser la luz del mundo y confirma la verdad de su testimonio sobre sí mismo y su origen divino. Hay que tener presente este contexto literario que tiene una clara perspectiva mesiánica y misionera, porque ayuda a comprender mejor el sentido de la acción de Jesús en nuestro pasaje.

La descripción de la escena inicial del relato es muy detallada y de gran importancia para el desarrollo del episodio: «Al amanecer [Jesús] se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba». Así, Jesús es presentado como maestro en el Templo (como ya lo era a la edad de doce años; cf. Lc 2,41ss; 19,47; 20,1) y también será llamado así por sus “adversarios” en la historia («Maestro… tú, ¿qué dices?»). El momento es solemne, casi como aquel de una lectio magistralis en nuestros tiempos «en el Templo… sentádose… enseñaba». Y es durante el desarrollo de su misión de enseñar las cosas de Dios a la gente que «le traen una mujer sorprendida en adulterio». La ocasión, por eso, no es una casualidad. Todos los detalles representan toda la enseñanza de Jesús, son una ilustración de la esencia del mensaje transmitido por Dios a través de Él, su enviado al mundo.

En esta ambientación, resulta significativa la posición de la mujer: «colocándola en medio», o literalmente «estaba [de pie] en medio» (a ellos).¡Con la expresión se indica el lugar de los imputados en un tribunal! (el clima, por ello, es el del juicio o el interrogatorio judicial solemne; Cf. Hch 4,7). Se trata, tal vez, de un énfasis intencional, porque se repite al final del episodio (cf. v. 9) donde, curiosamente, la mujer permanece siempre “en medio”, aunque aquellos que la habían traído y colocada allí, se habían ido. La mujer era y permanecía la acusada, la culpable, en espera del juicio.

2. El interrogatorio de los fariseos (y los escribas) y las acciones misteriosas de Jesús

Los escribas y los fariseos increpan a Jesús para que emita un juicio sobre esta imputada “en medio”, no porque ignoraban qué cosa hacer; al contrario, han confirmado delante de Él su propio juicio según la ley mosaica: «Maestro (…) La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». La antítesis entre Moisés y Jesús Maestro es más que clara en estas palabras. La Ley de Moisés, es decir, la de Dios mismo transmitida a Moisés en el Monte Sinaí, prescribe para estos casos la lapidación sin más (cf. Lv 20,10; Dt 22,22-24; Ez 16,38-40). A Jesús, en cambio, preguntaban: “¡Cuál sería tu juicio!”

Estos escribas y fariseos conocen bien la Ley de Dios y su intención era solo desafiar a Jesús, dado que él declaraba venir de Dios y conocerlo (cf. Jn 7,29; 8,55). ¡Lejos de nosotros emitir un juicio apresurado contra los fariseos/escribas! ¡Al contrario! Ellos no son malos o despiadados, simplemente eran celosos por Dios. El conflicto que se rebela no es entre los fariseos/escribas y Jesús, sino entre su conocimiento de Dios a través de la Ley y aquel testimoniado por Jesús viviente. Por eso, hay que poner atención: ¡Aprende tú el celo por Dios, como el de los fariseos y de los escribas, pero evita el error de no escuchar a Jesús, porque Él es el único “intérprete” del Dios invisible y el pleno cumplimiento de la Ley divina (cf. Jn 1,18; Mt 5,17-18)! ¡Busca también tú conocer a Jesús siempre más a través de la vida en el espíritu y de constante oración (es decir, de constante escucha), para tener el verdadero conocimiento de Dios y su ley (adquirida a través del estudio)! A este propósito, tal vez sea conveniente meditar sobre el caso del fariseo Saulo, convertido en Pablo, y releer su confesión conmovedora de Flp 3,8-14 en la segunda lectura: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos».

Volviendo al relato evangélico, notamos una acción curiosa por parte de Jesús en respuesta al interrogatorio de los fariseos y de los escribas: no dice nada, solo «inclinándose, escribía con el dedo en el suelo». Es el único pasaje de todo el Nuevo Testamento que menciona el acto de escribir de Jesús. Pero es necesario evitar las especulaciones que muchos han hecho y que continúan a hacer: “¿Qué cosa escribe? ¿Tal vez los pecados de los fariseos y de los escribas presentes? (es la hipótesis de los primeros siglos, testimoniada en algunos manuscritos antiguos) ¿O sus nombres?” (cf. Jer 17,13: «Quienes se apartan de ti | quedan inscritos en el polvo | por haber abandonado al Señor, | la fuente de agua viva»).

En realidad, el texto quiere resaltar el acto no qué cosa ha escrito. Por tanto, solo la acción de Jesús, descrita dos veces (vv. 6.8), es fundamental y tiene que ser contemplada junto a su palara para comprender la dinámica del relato y la reacción de los fariseos y de los escribas. Como ha sido notado por algunos exégetas atentos, la acción de Jesús de “escribir con el dedo” parece reflejar aquella de Dios sobre el Monte Sinaí, que ha escrito con su dedo la Ley para Israel. En esta perspectiva, el inclinarse de Jesús evoca la misma actitud de Dios que ¡del cielo se ha inclinado sobre la tierra! Además, la repetición del acto de escribir parece hacer referencia a la reescritura de las tablas de los mandamientos por parte de Dios, destruidas por Moisés frente al pecado de idolatría del pueblo, en el episodio del becerro de oro. Todos estos detalles llevan a entender el mensaje principal de la acción de Jesús: Él recuerda que el verdadero Legislador es Dios mismo, quien es el único que ostenta la competencia de juzgar a los hombres y a las mujeres. Es más, Jesús ahora actúa cómo y en el lugar de Dios y, por ello, lanza un desafío a quien le pide hacer justicia: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (porque en realidad todos han pecado, como se puede ver en la ya mencionada historia del becerro de oro). ¡Quien se siente como Dios, único juez justo porque no tiene pecado, haga justicia! Se puede ver en las palabras de Jesús toda la fuerza de lo que Santiago dirá a algunos cristianos, amonestándolos porque amaban juzgar a los otros (¡como si fuera su deporte favorito!): «Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?» (St 4,12. Obviamente esta amonestación vale también para nuestro examen de consciencia en esta última fase de la Cuaresma).

Los escribas y los fariseos, «al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno», porque tal vez habían entendido bien el mensaje de Jesús, expresado con palabras y gestos insólitos, pero elocuentes, «empezando por los más viejos» (no porque fueran más pecadores, sino porque eran los primeros en entender, los más sensatos y conocedores de la Escritura).

3. La mísera adúltera y la Misericordia viviente

De esta manera, llegamos al final con una imagen muy sugestiva: «Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio». Como fue ya dicho al inicio, la mujer permanece todavía “en medio”, es decir, imputada en el tribunal en espera del juicio; pero ahora está solo Jesús, el único juez divino. Así, desde el punto de vista espiritual, San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia, “ve” a la mujer estando “en medio” de la misericordia [de Jesús] y de la justicia [de los fariseos y de los escribas]. La escena evangélica es bellísima, tanto como para inspirar a San Agustín a dejar un comentario lacónico, que se ha hecho celebérrimo: Relicti sunt duo, misera et misericordia! «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia» (citada también por el Papa Francisco en su Carta Apostólica Misericordia et misera).

Así, en un encuentro nunca pensado y, hasta cierto punto, “forzado” por la providencia divina, la mujer adúltera permanece sola con el Maestro Jesús y espera una palabra de juicio por parte de aquel que ahora ella llama, con todo respeto, “Señor” y, tal vez, ya con agradecimiento (expresión de la fe y la esperanza en Él). Y la respuesta era para ella probablemente inesperada: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

El juicio es pronunciado al interno de un diálogo cordial con la mujer, a la manera de los maestros del tiempo. La sentencia de Jesús confirma el anuncio de su misión en Jn 3,16-17: el hijo fue mandado por Dios, no para condenar, sino para salvar. El no condenar, empero, va junto al mandato de no pecar más. El juez se revela misericordioso frente a la miseria humana, pero al mismo tiempo intransigente con el pecado, porque Él sabe que el pecado hace pagar las consecuencias, sobretodo a quien lo comete. La recomendación de Jesús se entiende aquí como aquella otra hecha al paralítico después de la curación: «no peques más, no sea que te ocurra algo peor» (Jn 5,14).

El evangelio de Juan no nos hará saber más acerca de esta mujer sin nombre. Ella aparece y desaparece de la escena en el mismo modo imprevisto y misterioso. No sabemos nada sobre su futuro después de haber experimentado la gran “justicia” de Dios en Jesús, una justicia divina que se revela en realidad “amor, misericordia y fidelidad” para la salvación de la humanidad. Sabemos, en cambio, por los evangelios, que «algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades» (Lc 8,2) lo seguían en su misión de evangelización. No sería del todo improbable imaginar a la adúltera de hoy entre aquellas seguidoras fieles del Mesías (algunos piensan que era María de Magdala, que después será llamada para ser la primera “apóstol” del Cristo resucitado). De todas maneras, después de ser “misericordiada” por Jesús, para usar un lindo neologismo del Papa Francisco (cf. Regina Caeli, Domingo, 11 de abril de 2021), ella seguramente se transformó en un testimonio vivo y en una anunciadora de la misericordia divina entre su gente, así como la mujer samaritana después del encuentro “casual” con Jesús junto al pozo de Jacob (cf. Jn 4,5-30). Ella es también una invitación para todos nosotros, como para cada hombre y mujer, para realizar el mismo recorrido, independientemente de cuánto complicada sea la situación en la que nos encontramos: ir con Jesús para experimentar la misericordia divina y después testimoniar al mundo la gracia del Señor.

 

Sugerencias útiles:

Papa Francisco, Celebración de la Penitencia, Homilía, (Basilica Vaticana, Venerdì, 29 marzo 2019):

Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona. (…)

Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. (…)La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos. (…)

Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez”. Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. (…)Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

Papa Francisco, Ángelus, (Plaza de San Pedro, V Domingo de Cuaresma, 13 de marzo de 2016):

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él.