Tercer Domingo de Cuaresma (Año C)

18 marzo 2022

Santa Claudia y Compañeras, Mártires; San Juan Nepomuceno, Sacerdote y mártir

Éx 3,1-8a.13-15;
Sal 102;
1Cor 10,1-6.10-12;
Lc 13,1-9

El Señor es compasivo y misericordioso

COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO

Llamados a la conversión

Este domingo estamos llegando a la mitad de la cuaresma y, por eso, al eje del camino cuaresmal. En este contexto temporal, la Liturgia de la Iglesia hace resonar en el Evangelio de hoy la invitación incisiva de Jesús a la conversión: «si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,3.5). Se trata de la frase que es retomada en la Liturgia en la Antífona para la comunión. Precisamente ahora es proclamada, en medio al itinerario cuaresmal, frente a las continuas noticias trágicas de pandemias, guerras y muertos inocentes.

En esta situación, el Dios misericordioso nos dona hoy su Palabra para indicarnos los puntos esenciales sobre los cuales hay que reflexionar para llegar a una verdadera y concreta conversión en la vida de cada uno de nosotros. A este propósito hay tres mensajes urgentes:

1. La higuera en la viña: una parábola para reflexionar

La parábola de la higuera estéril, apenas proclamada, se encuentra solo en el evangelio de Lucas. Es muy inmediata, porque todo oyente entiende al vuelo su apelación a un cambio frente al peligro inminente. Tiene, sin embargo, algunos aspectos que necesitan clarificación para una justa comprensión y apreciación del mensaje.

Sobre todo, el relato parabólico tiene un final abierto, en el sentido que no se sabe cuál será la reacción de la higuera en el futuro. ¿Dará o no dará fruto? Esta es la pregunta que decidirá la respuesta a la interrogación Shakesperiana “ser o no ser”. Este final quiere invitar a todo oyente a pensar, repensar y decidir por la higuera. En otras palabras, la higuera eres tú, que estás oyendo la Palabra de Dios, anunciada hoy en esta parábola. Sí, es para mí, para ti, para cada uno de nosotros singularmente. Dejemos, por un momento, la preocupación por la salvación de los otros. Este cuidado y premura por el prójimo es santo, loable, muy cristiano, pero fuera de lugar ahora, porque la Palabra de Dios se dirige a mí y a ti personalmente, no a otros. Piensa, por eso, en tu vida individual, e no en la ajena; ¡en la conversión personal que se tiene que hacer y no en aquella que, según tú, tienen que hacer los otros! El futuro depende de ti.

En segundo lugar, en la parábola se subraya el cuidado especial por la higuera de parte de los dos protagonistas del relato, sea del que la plantó, sea del viñador. Aquí no tiene que haber una visión “dicotómica” y desviante, que ve en el dueño de la viña un “malvado” impaciente que quiere solo cortar a la pobre higuera, y en el viñador al bueno al que intercede. A este respecto, tiene que capturar nuestra atención la imagen de la higuera en la viña. Esto resulta, por algunos lados, un hecho insólito, aunque existía en el antiguo Israel la costumbre de cultivar otros árboles en las viñas. Esto demuestra la atención particular que el cultivador tiene por la higuera (que normalmente tendría que “contentarse” con un lugar menos privilegiado, como a lo largo del camino o del río). El dueño ha querido plantar la higuera en terreno bueno, óptimo, aquel que es para su viña, “perjudicando el terreno” reservado a las uvas, porque es su higuera, la que él quiere.

Teniendo esto presente, resulta comprensible la expectativa del cultivador que buscaba frutos de la higuera, quería tener una respuesta positiva a los cuidados especiales que siempre le había dado. Es evidente su larga paciencia de “tres años”, como también la razonable impaciencia al final, cuando él habla con el viñador, su colaborador: «Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?» Y aquí, en el diálogo entre los dos, se puede ver paradójicamente las intenciones que se tienen con la higuera. El cultivador y el viñador no están el uno contra el otro. Están en estrecha colaboración desde el principio, durante los tres años, y aún lo están, cuando se propone un ulterior cuidado por un año: «mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol». Se trata de una acción extraordinaria; no se hace esto normalmente por una higuera, porque da frutos sin necesidad de abono a lo largo del camino, mucho más daría fruto si se encuentra en un buen terreno, como el de la viña.

Si la higuera eres tú, que estás escuchando la Palabra, ve y nota tú mismo el cuidado y la premura especial que Dios tiene para ti a lo largo de los años de tu vida. Recuerda todo esto ahora, para que tú puedas sentir la necesidad urgente del retorno al buen Dios. El resto será solo poesía.

2. YHWH «Yo soy»: un Nombre para recordar

A la luz de esta reflexión, no es una casualidad que la liturgia de la Iglesia en este domingo de la conversión nos haga escuchar la lectura de la revelación del Nombre del Dios de Israel. Tenemos delante uno de los pasajes más importantes de la Escritura hebrea, sino el más importante, porque por la primera vez en la historia Dios revela su nombre que, en la tradición bíblica judía, como bien sabemos, indica la naturaleza, la identidad y la misión. «Yo soy el que soy», o simplemente «Yo soy», que corresponde al célebre tetragrama YHWH (que no se pronunciaba por respeto). Es el Eterno-Soy que muestra, en el contexto del pasaje, el cuidado permanente y la premura concreta por su pueblo: «He visto la opresión (…) y he oído sus quejas (…) conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo (…) a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa». En efecto, esta revelación del nombre divino a Moisés, a los pies del monte Horeb, es decir, el Sinaí, se completa con aquella sucesiva, después de la salida de Egipto, sobre la cima del mismo monte, cuando Dios, el Eterno-Soy, por petición del mismo Moisés, ha explicitado su esencia perenne: «Señor (YHWH), Señor (YHWH), Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34,6).

Estas son las palabras que particularmente tienen que ser meditadas y memorizadas según la tradición hebrea, que reencontramos en el salmo responsorial: «El Señor es compasivo y misericordioso, / lento a la ira y rico en clemencia». Y lo que canta el salmista con amor y reconocimiento será también verdad en cada uno de nosotros, sus fieles, «Él perdona todas tus culpas / y cura todas tus enfermedades; / él rescata tu vida de la fosa, / y te colma de gracia y de ternura». Entonces, cada uno de nosotros podrá decir a su alma las palabras inspiradas: «Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios». No olvides, más aún, recuerda, para retornar a Aquel que es Eterno-Amor-Misericordia.

3. «Convertíos y creed en el Evangelio»: una urgencia que es necesario acoger y continuar

La invitación permanente a volver a Dios, se hace más apremiante con la venida de Jesús y su anuncio. ¿Por qué? Porque en sus primeras palabras, al inicio de su actividad pública, «se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios» (Mc 1,15a), o literalmente, “se acerca” en modo dinámico (más que de una manera estática: “ser cercano, detenido”). Desde ese momento, toda la humanidad entró en el tiempo escatológico, el del fin de los tiempos, el de la salvación final. Por eso, completando la frase, Jesús exhorta: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15b). Las enseñanzas de Jesús hoy tienen que ser recibidas en esta perspectiva final, que San Pablo apóstol ha comprendido y reafirmado a los cristianos, como escuchamos en la segunda lectura: «Estas cosas [como sucedió con el Pueblo que murió en el desierto] sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. (…) y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades».

La llamada urgente de Jesús a la conversión en el final de los tiempos, retoma en realidad el deseo constante del Dios piadoso y misericordioso, que no quiere nunca la muerte del malvado, sino más bien, que se convierta y viva (cf. Ez 18,23; 33,11). Sin embargo, hay que clarificar que, como se ve en el primer anuncio de Jesús, convertirse está intrínsecamente conectado con creer en el Evangelio, es decir, una adhesión total a la buena noticia de la salvación ofrecida por Dios. No se trata del normal esfuerzo humano por alejarse de la vida moralmente pecaminosa, sino de un superar valeroso los esquemas habituales de pensamiento (así como indica la etimología del vocablo griego “metanoia” que traducimos por conversión) para acoger la nueva vida de gracia con y en Jesús. Esta conversión es el retorno, más aún, un ir más allá, querido por Dios. Esta conversión está al centro de la misión de Jesús y, después, en la de sus primeros discípulos, y así permanecerá como centro de la misión de sus seguidores fieles que son llamados a obrar siempre por la conversión de todos a Dios, comenzando por sí mismos. (Proclamaba en su tiempo el beato Paolo Manna, incansable misionero y fundador de la actual Pontificia Unión Misionera: «Todas la iglesias para la conversión de todo el mundo» [frase también citada en la Encíclica Redemptoris Missio de San Juan Pablo II]. En el espíritu de este motivo, se podría anunciar ahora un relanzamiento de celo misionero: “Todas las fuerzas para la conversión del mundo”).

«Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Lo que Él ha dicho a todos, se dirige particularmente hoy a nosotros, sus discípulos, que nos comprometemos a llevar adelante su misión evangelizadora. No solo la higuera, sino que cualquier árbol estéril va a tener un fin trágico: «El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego» (Mt 7,19). Así, Él continúa acentuando con una advertencia terrible (que reporto no sin cierto tremor, porque es dirigido tal vez a sus mismos discípulos que hacen “grandes cosas” en su nombre): «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”» (Mt 7,21-23). El buen fruto que Dios espera, sobretodo, no son los prodigios realizados, sino nuestra humilde conversión constante en el creer en y en el crecer siempre más en el conocimiento de Dios Padre y Jesús, aquel que Él ha enviado.

En fin, la exhortación de hoy de Jesús a la conversión viene dicha inmediatamente después de su regaño duro a aquellos, capaces de proveer las cosas materiales, pero incapaces del discernimiento espiritual de los signos de los tiempos, por la propia valoración y acción justa: «Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,56-57). Todo se encuentra en un contexto altamente sapiencial. En la solicitación a la conversión inmediata se requiere la sabiduría para la vida frente a Dios. ¡Quien tiene oídos, que oiga! ¡Reconozca la generosidad de Dios en la vida y produzca el futo de la conversión!

 

Sugerencias útiles:

PAPA FRANCISCO, Ángelus, (Plaza de San Pedro, III Domingo de Cuaresma, 24 de marzo de 2019):

Y esta similitud del viñador manifiesta la misericordia de Dios, que nos deja un tiempo para la conversión. Todos necesitamos convertirnos, dar un paso adelante, y la paciencia de Dios, la misericordia, nos acompaña en esto. A pesar de la esterilidad, que a veces marca nuestra existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece la posibilidad de cambiar y avanzar por el camino del bien. Pero la prórroga implorada y concedida mientras se espera que el árbol finalmente fructifique, también indica la urgencia de la conversión. El viñador le dice al dueño: «Déjala por este año todavía» (v. 8). La posibilidad de conversión no es ilimitada; por eso hay que tomarla de inmediato. De lo contrario se perdería para siempre. En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué debo hacer para acercarme al Señor, para convertir, para “cortar” las cosas que no van bien? “No, no, esperaré la próxima Cuaresma”. Pero ¿estarás vivo la próxima Cuaresma? Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿qué debo hacer ante esta misericordia de Dios que me espera y que siempre perdona? ¿Qué debo hacer? Podemos confiar mucho en la misericordia de Dios, pero sin abusar de ella. No debemos justificar la pereza espiritual, sino aumentar nuestro compromiso de responder con prontitud a esta misericordia con sinceridad de corazón.

Juan Pablo II, Carta Encíclica, Redemptoris Missio

20. La Iglesia está efectiva y concretamente al servicio del Reino. Lo está, ante todo, mediante el anuncio que llama a la conversión; éste es el primer y fundamental servicio a la venida del Reino en las personas y en la sociedad humana. La salvación escatológica empieza, ya desde ahora, con la novedad de vida en Cristo: « A todos los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre » (Jn 1, 12).

46. El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe. La conversión es un don de Dios, obra de la Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que los hombres puedan creer en el Señor y « confesarlo » (cf. 1 Cor 12, 3). De quien se acerca a él por la fe, Jesús dice: « Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae » (Jn 6, 44).

La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida « según la carne » a la « vida según el Espíritu (cf. Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos.

La Iglesia llama a todos a esta conversión, siguiendo el ejemplo de Juan Bautista que preparaba los caminos hacia Cristo, « proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados » (Mc 1, 4), y los caminos de Cristo mismo, el cual, « después que Juan fue entregado, marchó ... a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” » (Mc 1, 14-15).

Hoy la llamada a la conversión, que los misioneros dirigen a los no cristianos, se pone en tela de juicio o pasa en silencio. Se ve en ella un acto de « proselitismo »; se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; que basta formar comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Pero se olvida que toda persona tiene el derecho a escuchar la « Buena Nueva » de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación. La grandeza de este acontecimiento resuena en las palabras de Jesús a la Samaritana: « Si conocieras el don de Dios » y en el deseo inconsciente, pero ardiente de la mujer: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4,10.15).

47. Los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo. (…) La conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28, 19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de la nueva vida en él: « En verdad, en verdad te digo: —dice Jesús a Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios » (Jn 3, 5). En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

Todo esto hay que recordarlo, porque no pocos, precisamente donde se desarrolla la misión ad gentes, tienden a separar la conversión a Cristo del bautismo, considerándolo como no necesario. Es verdad que en ciertos ambientes se advierten aspectos sociológicos relativos al bautismo que oscurecen su genuino significado de fe y su valor eclesial. Esto se debe a diversos factores históricos y culturales, que es necesario remover donde todavía subsisten, a fin de que el sacramento de la regeneración espiritual aparezca en todo su valor. A este cometido deben dedicarse las comunidades eclesiales locales. También es verdad que no pocas personas afirman que están interiormente comprometidas con Cristo y con su mensaje, pero no quieren estarlo sacramentalmente, porque, a causa de sus prejuicios o de las culpas de los cristianos, no llegan a percibir la verdadera naturaleza de la Iglesia, misterio de fe y de amor. Deseo alentar, pues, a estas personas a abrirse plenamente a Cristo, recordándoles que, si sienten el atractivo de Cristo, él mismo ha querido a la Iglesia como « lugar » donde pueden encontrarlo realmente. Al mismo tiempo, invito a los fieles y a las comunidades cristianas a dar auténtico testimonio de Cristo con su nueva vida.

Ciertamente, cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella, no sólo porque debe ser preparado para el bautismo con el catecumenado y continuar luego con la instrucción religiosa, sino porque, especialmente si es adulto, lleva consigo, como una energía nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día.