Quinto Domingo de Pascua (Año C)

13 mayo 2022

San Isidoro labrador, laico; Santos Casio y Victorino, mártires; san Severino, obispo

Hch 14,21b-27;
Sal 144;
Ap 21,1-5a;
Jn 13,31-33a.34-35

Bendeciré tu nombre, por siempre, Señor

COMENTARIO BÍBLICO-MISIONERO

La novedad del amor

Después del discurso del Buen Pastor de la semana pasada, el evangelio de este quinto domingo de Pascua nos lleva de vuelta al Cenáculo, para escuchar nuevamente las últimas palabras de Jesús a sus discípulos antes de su Pasión. Se trata del inicio del así llamado Discurso del adiós de Jesús durante la última cena en el evangelio de Juan. El contexto hace aún más significativa la enseñanza que ha dejado a los suyos, que es casi como un testamento espiritual. Esto vale particularmente para la breve instrucción inicial, apenas escuchada, que Jesús ha querido impartir antes que todas las otras cosas. Es necesario, por eso, volver a entrar en el clima místico de aquella noche, escuchar meditativamente cada palabra suya, para comprender toda la intensidad de la recomendación sobre el amor que Jesús ha dejado a sus discípulos, llamados a continuar su misión en el mundo.

1. «Os doy un mandamiento nuevo» - La novedad del mandamiento

¿Por qué Jesús define como “nuevo” su mandamiento del amor («Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros»)? Nunca será superfluo clarificar y profundizar en qué cosa consiste esta novedad.

Sabemos que en el Antiguo Testamento se recomienda amar a Dios con todo el corazón y de amar al prójimo como a sí mismo (cf. Dt 6,4-5; Lv 19,18). Por otra parte, ha sido el mismo Jesús a colocar juntas estas dos recomendaciones, haciéndolas una única realidad, al responder a sus interlocutores sobre la cuestión del primer mandamiento, el más importante de la Ley. Se trata, por tanto, de un precepto que Dios ya ha pedido a su pueblo. Aún así, Jesús subraya que su mandamiento es nuevo y, esa novedad en el contexto de sus palabras, es indicada al menos en dos aspectos.

En primer lugar, es la novedad de la medida del amor que definirá Jesús mismo. Él, en efecto, lo explicita inmediatamente: «como yo os he amado, amaos también unos a otros». Como hemos visto en nuestros comentarios precedentes para el Triduo Pascual y para el domingo pasado del Buen Pastor, este amor de Jesús no tiene medida, porque es hasta la cruz, donde ofrece su vida por el amor a sus “ovejas”, soportando la adversidad, la incomprensión, la muerte. Este amor, como Él mismo afirma en el Discurso de la Última Cena, es el más grande: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13) (“amigos”, entendidos como “amados”). A sus discípulos se les pide amarse los unos a los otros, siguiendo a su Maestro divino.

Si bien lo dicho arriba es frecuentemente mencionado en los diversos comentarios, el segundo aspecto, el de la novedad, parece poco contemplado. Jesús declara nuevo su mandamiento, porque este es el fundamento de la nueva alianza sellada con su sacrificio. Como Ley antigua, el mandamiento estaba unido a la alianza entre Dios y su pueblo realizada en el Sinaí, ahora la Ley nueva, que ha sido inaugurada por la nueva alianza en la sangre de Cristo en el Calvario, tendrá como corazón este nuevo mandamiento. La humanidad entra en la era, como hemos escuchado en la segunda lectura: «Y dijo el que está sentado en el trono: “Mira, hago nuevas todas las cosas”» (Ap 21,5a). En otras palabras, el mandamiento es nuevo porque nueva es la alianza, como nos explica el eminente exégeta R. Brown. No es casualidad que Jesús haya dejado a los suyos el mandamiento del amor, después de haber mencionado la hora de su “glorificación” y partida. Es necesario entrar en la realidad de la nueva alianza de Jesús, más aún, sumergirse totalmente en su muerte y en su sangre, como ocurre en el bautismo, para comprender correctamente y vivir intensamente el nuevo mandamiento que Él ha donado a sus discípulos íntimos, aquellos que eran más fieles (recordemos que Jesús ha iniciado este discurso de adiós después de la salida de Judas Iscariote del recinto).

En esta óptica, el amor aquí recomendado, no es solo un imperativo moral, sino que ante todo es un don que brota de la fuente de la gracia divina de la nueva alianza. Todo discípulo está llamado a vivir siempre en Jesús y en su amor, para poder amar a los otros, no según la propia lógica humana, sino como Él nos ha amado. Entendemos ahora la insistencia conmoverte de Jesús durante la Última Cena: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15,9).

2. «Que os améis unos a otros» - Las tres dimensiones y la acentuación particular del amor cristiano

El amor que Jesús ha recomendado a los suyos en aquel momento íntimo de la Última Cena, refleja toda su enseñanza al respecto. Refleja toda su vida, que ha sido un gran cumplimiento y realización del amor Divino. En su conjunto, se pueden notar las tres dimensiones del amor enseñado y practicado por Jesús, que ha revolucionado al mundo.

Tiene, en primer lugar, una dimensión universal, el amor a todos, haciéndose próximo a todos los necesitados, como el buen samaritano de la parábola homónima, sin cerrarse en el propio grupo social o étnico. El amor enseñado por Jesús incluye la acción extrema de amar también a los enemigos, a aquellos que nos hacen el mal, que nos “complican la vida”. En fin, como nos dice el relato evangélico de hoy, Jesús recomienda a sus discípulos el amor recíproco entre ellos. Y justamente, sobre esta última dimensión, Jesús ha puesto un acento particular al inicio de su discurso de adiós.

La acentuación sobre el amor entre los discípulos, se tiene que acoger con toda su fuerza, para la comprensión correcta y la justa puesta en práctica de su enseñanza. En efecto, en solo dos frases, Jesús repite tres veces «que os améis unos a otros». Como si no bastara, Él volverá sobre el tema más tarde en discurso del adiós (cf. Jn 15,12), después de haber invitado a sus discípulos a permanecer en su amor. Se puede entrever la preocupación que Jesús tiene en su corazón para que los suyos se amen recíprocamente después de su partida. Este es el único focus de su discurso sobre el amor, que sus discípulos tendrán que practicar. No se habla del amor sin confines, ni siquiera del heroico por los enemigos, sino solo del amor recíproco de los discípulos del único Maestro.

Obviamente, no se trata aquí de la recomendación de un amor exclusivo o, peor, de uno cerrado entre los miembros del grupo. El amor que Jesús enseña es siempre inclusivo. Este amor inclusivo nos cuestiona ahora: ¿Cómo va tu amor por tus hermanos y hermanas en Cristo? ¡Oh cristiano, discípulo de Cristo! Estás listo para amar a toda la humanidad, aún a tus enemigos, como recomienda el Maestro, ¿por qué no amas también aquellos que son critícanos como tú, discípulos de Cristo como tú? ¿Por qué no amas al hermano o a la hermana como Cristo los ama, superando la ley de la simpatía/antipatía, la diversidad de opiniones, las dificultades de carácter, las ofensas que te han hecho? (¿Por qué no tienes amor por aquellos con los cuales frecuentas la misma Iglesia y te acercas a la misma comunión?). ¡Kyrie eleison!

Por eso, la insistencia sobre el amor recíproco de los cristianos es muy actual, así como era ayer y anteayer, tanto de causar una gran preocupación en Jesús. Se necesita pedir siempre más fuertemente a Cristo, fuente del Amor, la gracia del amor fraterno, de la unidad en el amor. Este será el signo característico de la nueva vida en la nueva alianza. Será también fundamental para dar testimonio cristiano genuino al mundo, como Cristo nos ha revelado.

3. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos»

Resulta muy interesante la revelación de Cristo sobre el amor fraterno entre los discípulos en referencia al “impacto” misionero. A la luz de lo que hasta ahora hemos meditado, el amor recíproco de los discípulos refleja en realidad el amor de Cristo por ellos, el cual, a su vez, refleja el amor de Dios Padre para y en Jesús. Los discípulos, por eso, no hacen otra cosa que transparentar a todos el amor fontal de Dios, revelado en Cristo. En esta óptica, escribe el apóstol Juan a los miembros de su comunidad: «A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4,12).

Se trata del amor divino “comunitario”, que tiene que resplandecer en la comunidad de los creyentes, para hacer “tangible” la presencia de Dios y de Cristo. No son los prodigios cumplidos, ni la grandeza de las acciones caritativas, ni las predicaciones potentes, sino la simple comunión del amor que uno debe nutrir por el otro en Cristo el que será un signo distintivo de los cristianos en el mundo y, al mismo tiempo, la fuerza de la atracción de la fe. Por ello, Jesús mismo ha rogado insistentemente al Padre por la unidad y el amor de sus discípulos en todos los tiempos.

No nos cansemos de escuchar la conmoverte plegaria de Cristo antes de la Pasión, la misma que hemos mencionado en la meditación el domingo pasado. Estamos llamados a escucharla ahora en la perspectiva del nuevo mandamiento del amor, para pedir junto con Cristo la gracia de amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado:

«[¡Padre!] No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. (…) Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17,20-23.25-26).

 

Sugerencias útiles:

JUAN PABLO II, Carta encíclica sobre la permanente validez del mandato misionero, Redemptoris Missio

15. El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los suyos les da un « mandamiento nuevo »: « Que os améis los unos a los otros como yo os he amado » (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios.

El Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud.

23. (…) Juan es el único que habla explícitamente de « mandato » —palabra que equivale a « misión »— relacionando directamente la misión que Jesús confía a sus discípulos con la que él mismo ha recibido del Padre: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21). Jesús dice, dirigiéndose al Padre: « Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo » (Jn 17, 18). Todo el sentido misionero del Evangelio de Juan está expresado en la « oración sacerdotal »: « Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado Jesucristo » (Jn 17, 3). Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace.