Domingo 15 Octubre 2023

13 octubre 2023

Ofrecemos para este domingo la breve meditación preparada por la Dirección Nacional en Polonia, que ha redactado, a petición nuestra, los comentarios litúrgicos de todos los días del mes misionero de octubre de 2023, enviados por correo electrónico a los directores nacionales de las OMP para su uso en la animación misionera. Aprovecho la ocasión para agradecerles de nuevo este texto (con mucho agradecimiento a los traductores). La PUM ha añadido sugerencias útiles.

XXVIII Semana del Tiempo Ordinario – Año A

Santa Teresa de Jesús, Virgen y Doctora de la Iglesia

Is 25,6-10;
Sal 22;
Fil 4,12-14.19-20;
Mt 22,1-14

El Evangelio de este domingo, en pleno mes misionero, nos exhorta a invitar a la gente al banquete de bodas. El banquete de bodas es una imagen muy cercana a nosotros. La boda que sueñan y desean los novios el día de su celebración la preparan, cuidando cada detalle, para que sea un día inolvidable que recuerden toda la vida. Es un día de celebración para compartir con las personas más cercanas y queridas. La imagen de la boda está presente y se repite a menudo en la Biblia. Muchos acontecimientos de la historia de la salvación ocurren en este contexto. El profeta Oseas utiliza la imagen de una boda para describir la relación de alianza entre Dios y su pueblo, una alianza hecha por Dios, eterna y alegre que supera las crisis y las repetidas infidelidades del pueblo. Incluso los sacramentos de la vida cristiana se interpretan como la celebración de este matrimonio entre Dios y el hombre. Pero el énfasis del pasaje del Evangelio de hoy está en la invitación: «mandó a sus criados para que llamaran a los convidados», ... «Volvió a mandar otros criados ... Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda» Ir a invitar a la fiesta. Ser un mensajero que anuncia una invitación alegre es la tarea de cada uno de nosotros. Este envío implica llevar una invitación a la fiesta. La misión consiste básicamente en esto y exige mensajeros que lleven la buena noticia que ellos mismos viven y testimonian. Frente a una humanidad necesitada y a menudo indiferente, que con frecuencia rechaza las invitaciones hechas por el Señor, el Señor suscita mensajeros de esperanza y consoladores de los corazones, porque la fiesta como sea se tendrá y benditos serán los que asistan a ella.

Sugerencias útiles:

Papa Francisco, Discurso a los participantes en la asamblea general de las Obras Misionales Pontificias, Sala Clementina, Sábado, 3 de junio de 2023

[…]

Nosotros hemos sido enviados para continuar esta misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando al mundo entero. En esto encontramos el “corazón” de la misión evangelizadora de la Iglesia: llegar a todos con el don del amor infinito de Dios, buscar a todos, acoger a todos, ofrecer nuestra vida por todos sin excluir a nadie. Todos. Esta es la palabra clave. Cuando el Señor nos cuenta sobre aquel banquete nupcial (cf. Mt 22,1-14), que salió mal porque los invitados no asistieron; uno porque había comprado una vaca, otro porque tenía que viajar, otro porque se había casado, ¿qué dice el Señor? Vayan a los cruces de los caminos e inviten a todos, a todos: sanos y enfermos, malos, buenos, pecadores, todos. Esto está en el corazón de la misión, ese “todos”, sin excluir a nadie. Todos. Por tanto, toda nuestra misión brota del Corazón de Cristo, para dejar que Él atraiga a todos hacia sí. Y este es el espíritu místico y misionero de la beata Paulina María Jaricot, fundadora de la Obra de la Propagación de la Fe, que fue tan devota del Sagrado Corazón de Jesús.

Papa Francisco, Homilía, Santa Misa y canonización de los Beatos: Andrés De Soveral, Ambrosio Francisco Ferro, Mateo Moreira y 27 Compañeros; Cristóbal, Antonio y Juan; Faustino Míguez; Ángel De Acri, Plaza de San Pedro, Domingo, 15 de octubre de 2017

La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea «celebrar las bodas» con cada uno de nosotros. Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser sólo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de la esposa amada con el esposo. En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.

Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. […]

Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades. […]

El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir «sí» y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir «Señor, Señor» y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios.

Papa Francisco, Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo, 12 de octubre de 2014

En el Evangelio de este domingo, Jesús nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios —representado por un rey— a participar en un banquete de bodas (cf. Mt 22, 1-14). La invitación tiene tres características: la gratuidad, la generosidad, la universalidad. Son muchos los invitados, pero sucede algo sorprendente: ninguno de los escogidos acepta participar en la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio. Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio.

Algunos invitados maltratan y matan a los siervos que entregan las invitaciones. Pero, no obstante la falta de adhesión de los llamados, el proyecto de Dios no se interrumpe. Ante el rechazo de los primeros invitados Él no se desalienta, no suspende la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación extendiéndola más allá de todo límite razonable y manda a sus siervos a las plazas y a los cruces de caminos a reunir a todos los que encuentren. Se trata de gente común, pobres, abandonados y desheredados, incluso buenos y malos —también los malos son invitados— sin distinción. Y la sala se llena de «excluidos». El Evangelio, rechazado por alguno, encuentra acogida inesperada en muchos otros corazones.

La bondad de Dios no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por eso el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da la posibilidad de responder a su invitación, a su llamada; nadie tiene el derecho de sentirse privilegiado o exigir una exclusiva. Todo esto nos induce a vencer la costumbre de situarnos cómodamente en el centro, como hacían los jefes de los sacerdotes y los fariseos. Esto no se debe hacer; debemos abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está al margen, incluso ese que es rechazado y despreciado por la sociedad es objeto de la generosidad de Dios. Todos estamos llamados a no reducir el Reino de Dios a las fronteras de la «iglesita» —nuestra «pequeña iglesita»— sino a dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios. Solamente hay una condición: vestir el traje de bodas, es decir, testimoniar la caridad hacia Dios y el prójimo.