Lunes 30 Octubre 2023
Rm 8,12-17;
Sal 67;
Lc 13,10-17
Estamos ante el gran drama de una mujer enferma por 18 años. Su sufrimiento era doble, no sólo físico sino también espiritual. Era una esclava de un espíritu maligno, encadenada por él y encorvada. En lugar del Espíritu de Dios estaba en ella el espíritu de aquel que busca a toda costa destruir la imagen y semejanza de Dios en nosotros. Por ello, la pobre mujer no podía mantenerse erguida, no podía mirar al cielo. Se concentró en sí misma y en las cosas mundanas. La libertad sólo está en el Espíritu de Dios. Sólo Él puede liberarnos del miedo, la angustia y la depresión espiritual. Sólo el Espíritu Santo permite mirar al cielo con la alegría y la libertad de un hijo de Dios.
Jesús liberó a la mujer del espíritu maligno; le devolvió su dignidad. Pero el bien que hizo no gustó a todos. Las frías normas de la Ley querían prevalecer sobre una actitud humana y natural del corazón: ayudar al prójimo. Jesús no se dejó arrastrar por la discusión. Demostró la hipocresía de sus acusadores con argumentos sencillos, y sus palabras llegaron a los murmuradores hasta provocarles vergüenza. Un discípulo-misionero es aquel que mira al cielo, se centra en Dios y no en sí mismo, y por su gracia es capaz de mostrar a la gente la verdad del evangelio de la que da testimonio a través de un discurso tranquilo. El discípulo-misionero no olvida su dignidad de hijo de Dios y procura recordarla y devolverla a los demás. Hay muchos en el mundo de hoy que son esclavos de su propio egoísmo, deseo de poder, posesión, dinero. Han olvidado quiénes son, sólo recuerdan lo que tienen. Nuestra tarea es llevarles el espíritu del Evangelio de Dios. No es una tarea fácil, pero no estamos solos. A nuestro lado está Aquel por el que clamamos a Dios: “¡Abba, Padre!”.