1 de octubre de 2021, Memoria de Santa Teresa del Niño Jesús, virgen, doctora de la Iglesia, patrona de las misiones

01 octubre 2021

Viernes, 26ª Semana del Tiempo Ordinario

Bar 1, 15-22

Sal 78

Lc 10, 13-16

La celebración eucarística de este primer día del Mes Misionero nos propone, en la Liturgia de la Palabra, textos muy duros, que describen realidades antiguas, pero de una actualidad desconcertante. Jesús, que acaba de elegir a otros setenta y dos discípulos y los ha enviado en misión, ya prevé la indiferencia o el rechazo de muchos a la predicación del Reino de Dios:

En aquel tiempo, dijo Jesús: «¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

En la primera lectura, meditamos en las palabras atribuidas al profeta Baruc, un discípulo de Jeremías, que vivió en la época de la deportación a Babilonia, seis siglos antes de Cristo. También él había constatado con dolor las consecuencias del pecado de todo el reino de Judá:

Confesamos que el Señor nuestro Dios es justo. Nosotros, en cambio, sentimos en este día la vergüenza de la culpa. Nosotros, hombres de Judá, vecinos de Jerusalén, nuestros reyes y gobernantes, nuestros sacerdotes y profetas, lo mismo que nuestros antepasados, hemos pecado contra el Señor desoyendo sus palabras. Hemos desobedecido al Señor nuestro Dios, pues no cumplimos los mandatos que él nos había propuesto. Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy, no hemos hecho caso al Señor nuestro Dios y nos hemos negado a obedecerlo.

Por eso nos han sucedido ahora estas desgracias y nos ha alcanzado la maldición con la que el Señor conminó a Moisés cuando sacó a nuestros padres de Egipto para darnos una tierra que mana leche y miel. No obedecimos al Señor cuando nos hablaba por medio de sus enviados los profetas; todos seguimos nuestros malos deseos sirviendo a otros dioses y haciendo lo que reprueba el Señor nuestro Dios.

La realidad del pecado, de la desobediencia, de la indiferencia es una constante en la historia de la humanidad, en la historia de cada uno de nosotros. Estos textos bíblicos, que nos lo recuerdan, ayudan a colocar a los creyentes en el lugar correcto ante Dios y el prójimo: todos somos pecadores, todos tenemos siempre necesidad de redención y de salvación.

El salmo responsorial, el 78, es un grito que invoca esta salvación: la Ciudad Santa ha sido destruida, el templo profanado. ¿A quién recurrir, a quién invocar? El salmista sabe bien que solo Dios puede salvar a su pueblo y, por ello, entra en discusión con Él para que cambie de actitud y obtener misericordia:

Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo, han reducido Jerusalén a ruinas. Echaron los cadáveres de tus siervos en pasto a las aves del cielo, y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra. Derramaron su sangre como agua en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba. Fuimos el escarnio de nuestros vecinos, la irrisión y la burla de los que nos rodean. ¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre enojado? ¿Arderá como fuego tu cólera? Socórrenos, Dios, salvador nuestro, por el honor de tu nombre; líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre.

Los creyentes saben bien que sin la ayuda de Dios todos somos pobres, estamos solos, perdidos, indefensos, somos infelices. Todo hombre busca la felicidad, espera la salvación, pero nuestras fuerzas por sí solas son insuficientes para obtenerla. La humilde conciencia de esta impotencia y de esta necesidad nos abre a recibirla y regocijarnos en ella. Somos pecadores, es verdad, pero pecadores perdonados. Cristo nos ha redimido. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).

La gratitud y la alegría de haber recibido y de recibir gratuitamente la salvación transforman el corazón y la vida de cada bautizado, con el deseo de transmitir a los demás el don recibido, para que puedan reconocerse como hijos de Dios, destinados a la vida eterna, convirtiéndose así en misioneros, anunciadores de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.

El compromiso de anunciar a Cristo, Redentor y Salvador, es, por tanto, un servicio prestado no solo a la comunidad cristiana, sino también a toda la humanidad, que puede libremente, si lo desea, acoger la buena nueva, el Evangelio de Cristo el Señor, que se ha hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. Ningún creyente puede escapar al deber de anunciar la salvación obrada por Cristo, cada uno en la forma y en la medida de su propia vocación y de su propia condición en el mundo. Cuando no sentimos este deseo en nosotros, debemos preguntarnos sobre la verdad y la solidez de nuestra vida de fe.

El amor nos empuja a comunicar la belleza y la verdad de la salvación de mil formas diferentes, con el testimonio de la vida, con las palabras, con el silencio, con los gestos, con la oración, en las relaciones cotidianas, en la simplicidad del amor y de la amistad. Y si el amor es verdadero, se reconoce por los frutos que produce.

Hoy celebramos la memoria litúrgica de Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones junto con el gran apóstol San Francisco Javier.

Teresa, una joven monja carmelita, nunca salió del estrecho espacio de su Carmelo de Lisieux, pero sabía muy bien que su vida oculta era en función del Reino, de la llegada del Reino, de su crecimiento y expansión. Sabía que la primera tierra a convertir era su corazón y que la vida que había abrazado, con sus exigencias de fe, de oración, de exigente comunión fraterna, tenía una misteriosa fecundidad apostólica. Aspiraba a poseer todos los carismas que San Pablo describe en la primera carta a los Corintios, pero encontrando después la vía más perfecta, que es la de la caridad:

¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente. Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. (1 Cor 12, 31-13, 3).

La joven monja repasaba ante sus ojos las diversas funciones existentes en la Iglesia, sin reconocerse en ninguna de ellas:

Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por San Pablo, o más bien quería reconocerme en todos... La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que, si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, no le faltaba el más necesario, el más noble de todos; comprendí que la Iglesia tenía un Corazón, y que este Corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que solo el Amor hacía que los miembros de la Iglesia actuaran, que, si el Amor muriera, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los Mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el amor contiene todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que abrazaba todos los tiempos y todos los lugares... ¡en una palabra, que es eterno!

Entonces, en un exceso de desbordante alegría, exclamé: Oh Jesús, mi Amor... he encontrado finalmente mi vocación, mi vocación es el amor... Sí, he encontrado mi lugar en la Iglesia y este lugar, oh Dios mío, eres Tú quien me lo ha dado... en el Corazón de la Iglesia, mi Madre, seré el Amor... así lo seré todo... así mi sueño se hará realidad... (Manuscrits autobiographiques, Lisieux 1957, págs. 227-229).

Pero a la santa carmelita no le bastaba con la vida terrena para amar y hacer amar a Jesús y escribía así en su última carta al padre Adolphe Roulland, de las Misiones Extranjeras de París (MEP), misionero en China:

Tengo la intención de no permanecer inactiva en el Cielo; mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y las almas (Carta 254, 14 de julio de 1897).

Durante su última enfermedad, expresaba a menudo su convicción de que la autenticidad de nuestro amor a Dios se manifiesta en la calidad de nuestro amor a los demás, y continuó preparándose para esta misión universal sin tiempo ni límite:

El buen Dios no me daría este deseo de hacer el bien en la tierra tras la muerte, si no quisiera que lo hiciera; me daría más bien el deseo de descansar en Él (Últimas conversaciones, El «Libro amarillo» de la madre Agnès de Jesús, 18 de julio de 1897).

Unas semanas más tarde se expresaba así:

Mientras estés encadenada, no podrás cumplir tu misión; pero más tarde, tras tu muerte, será el momento de tus obras y tus conquistas (Últimas conversaciones, El «Libro amarillo» de la Madre Agnès de Jesús, 10 de agosto de 1897).

El 14 de diciembre de 1927, Pío XI declaraba a Santa Teresa del Niño Jesús patrona universal de las misiones, con el mismo título que San Francisco Javier, con el consiguiente culto litúrgico: nunca una elección fue más apropiada que esta, incluso si despertó mucha sorpresa.