
29 de octubre de 2021 - Viernes, 30ª Semana del Tiempo Ordinario
Rm 9, 1-5
Sal 147
Lc 14, 1-6
Hermanos: Digo la verdad en Cristo, no miento —mi conciencia me atestigua que es así, en el Espíritu Santo—: siento una gran tristeza y un dolor incesante en mi corazón; pues desearía ser yo mismo un proscrito, alejado de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne: ellos son israelitas y a ellos pertenecen el don de la filiación adoptiva, la gloria, las alianzas, el don de la ley, el culto y las promesas; suyos son los patriarcas y de ellos procede el Cristo, según la carne; el cual está por encima de todo, Dios bendito por los siglos. Amén.
El dolor y el sufrimiento incesante de Pablo con respecto a su pueblo son muy comprensibles: pertenece a la estirpe de Israel, a la tribu de Benjamín, es hebreo, hijo de hebreos, fariseo en cuanto a la ley (cf. Fil 3, 5). Los israelitas son sus hermanos según la carne y su mayor deseo es que ellos también lo sean según el Espíritu. Ya son hijos adoptivos de Dios, que los eligió, les dio la Alianza, las promesas, la Ley, el Templo. Lo que recibieron gratuitamente debería haberlos llevado a Cristo, que es el cumplimiento de todo. Paradójicamente, Pablo expresa su aflicción diciendo que le gustaría estar separado de Cristo para beneficio de ellos.
En el salmo responsorial, el salmista también reconoce los privilegios con que Dios ha enriquecido a su pueblo: lo ha defendido, lo ha bendecido, lo ha hecho vivir en paz, ha saciado su hambre. Sobre todo, ha anunciado a Israel, y solo a Israel, su palabra, sus decretos y sus mandatos.
Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión. Que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.
El Evangelio suena como una reprimenda a este pueblo, a sus doctores de la ley y a los fariseos, que deberían haber comprendido que los dones con los que Dios había colmado a Israel no le fueron dados para que ocupara el primer lugar entre los demás pueblos de la tierra, sino para convertirlo en testigo y mensajero del amor de Dios por todos los hombres. Por el contrario, el pueblo elegido se había encerrado en multitud de prescripciones menores y en la defensa de minucias legales, que le hacían olvidar no solo lo esencial, sino también el sentido común de la compasión y de la solidaridad. Si un hijo o un buey caen en un pozo en sábado, ¿no hay prisa por sacarlos? ¿No es entonces una tontería la prohibición de sanar en sábado a un pobre que sufre? Los milagros de Jesús en el día del sábado no atentan contra el carácter sagrado del día santo, sino que apuntan a anteponer el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
En sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Había allí, delante de él, un hombre enfermo de hidropesía, y tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y a los fariseos: «¿Es lícito curar los sábados, o no?». Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo: «¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca enseguida en día de sábado?». Y no pudieron replicar a esto.
Incluso hoy, en nuestras sociedades tecnológicas, no faltan episodios de apego a prácticas de exclusión por las más diversas razones sociales, culturales, religiosas, injustificadas. Es doloroso constatar, por ejemplo, que la convivencia entre personas de diferentes razas, especialmente en África y América, ha dado lugar a tantas injusticias y discriminaciones, legalizadas casi hasta nuestros días: en Estados Unidos, las escuelas públicas se abrieron a todos, sin discriminación racial alguna, en 1954. En Sudáfrica, el apartheid - separación racial - terminó con la elección de Nelson Mandela como presidente en 1994.
Pero siempre hubo en la Iglesia hombres y mujeres que amaron a Cristo con el mismo amor que San Pablo y lucharon contra las injusticias por el bien de los hermanos perseguidos y oprimidos, vilipendiados y despreciados, siendo a su vez perseguidos y obstaculizados en todos los sentidos: Katharine Mary Drexel (Estados Unidos de América) fue una de ellas.
Dividida entre el anhelo de consagrarse a Dios en la vida contemplativa y la misión a favor de los indios nativos y de los afroamericanos, dejó perplejo a su director espiritual, el P. O'Connor. Finalmente, obedeció a la voz de la Iglesia, que le habló a través de su Pastor: de hecho había tenido la oportunidad de ser recibida en audiencia por el Papa León XIII durante un viaje a Europa. Ella misma contará el episodio:
De rodillas a sus pies, en mi imaginación infantil pensé que seguramente el Vicario de Cristo no me habría dicho que no. Así que le rogué que enviara sacerdotes misioneros para los indios del obispo O'Connor. Para mi asombro, Su Santidad respondió: «Hija mía, ¿y por qué no te haces misionera?» (American Dream. In viaggio con i santi americani, M. S. Caesar (cur.), P. Rossotti (cur.), Marietti 1820, Genova 2016, p. 183).
Así fue como esta multimillonaria estadounidense, con grandes deseos, que siempre permanecieron vagos y difusos, fundó en 1891 la Congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los indígenas y la gente de color. Trabajó incansablemente durante sesenta años y logró fundar, aunque en medio de enormes dificultades, 145 misiones entre los indígenas, 50 escuelas para afroamericanos, 12 escuelas para indígenas y 49 conventos. Fundó en 1917 la Xavier's School en Nueva Orleans, que se transformó en universidad en 1932 y se convirtió en la prestigiosa Xavier University.
El 26 de septiembre de 2015, el Santo Padre Francisco celebró la misa con los obispos, sacerdotes y religiosos de Pensilvania en la Catedral de Filadelfia. Durante la homilía recordó el inicio de la vocación de santa Catalina María Drexel con estas palabras:
La mayoría de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel, una de las grandes santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León XIII de las necesidades de las misiones, el Papa –era un Papa muy sabio– le preguntó intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras cambiaron la vida de Catalina, porque le recordaron que al final todo cristiano, hombre o mujer, en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros tiene que responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su Cuerpo, la Iglesia.
«¿Y tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas palabras en el contexto de nuestra misión específica de transmitir la alegría del Evangelio y edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes, diáconos, miembros varones y mujeres de institutos de vida consagrada.
En primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona joven, a una mujer joven con altos ideales, y le cambiaron la vida. Le hicieron pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse cuenta de que estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales, generosidad de espíritu y amor por Cristo y la Iglesia! Les pregunto: ¿Nosotros los desafiamos? ¿Les damos espacio y los ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo de compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre todo en la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por los demás? ¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el servicio del Señor?
Uno de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos los fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la Iglesia, y capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como discípulos misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones, transmitiendo el legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de estructuras e instituciones, que son útiles, sino sobre todo abriéndose a las posibilidades que el Espíritu nos descubre y mediante la comunicación de la alegría del Evangelio, todos los días y en todas las etapas de nuestra vida.
«¿Y tú?». Es significativo que estas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de colaboración y responsabilidad compartida en la planificación del futuro de nuestras parroquias e instituciones. Esto no significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos ha confiado; más bien, significa discernir y emplear sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De manera particular, significa valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo en la vida de nuestras comunidades.