27 de octubre de 2021 - Miércoles, 30ª Semana del Tiempo Ordinario

27 octubre 2021

Rm 8, 26-30

Sal 12

Lc 13, 22-30

Quien guía a los seres pobres y frágiles que somos es el Espíritu Santo. El Espíritu guía nuestra oración, la completa y la sustituye cuando es inadecuada e informe, porque intercede por los santos según los designios de Dios. Toda nuestra vida también es guiada por el Espíritu Santo, lo sepamos o no nos demos cuenta de ello, porque a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio.

Hermanos, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios. Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio.

Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.

La grandiosa visión de San Pablo, llena de confianza y esperanza, también la vislumbra y canta el salmista, que reza para obtener vida y salvación. Es sobre todo en los momentos difíciles cuando han necesitado creer en la bondad de Dios: cuando flaqueaba ante sus adversarios… Era en esos momentos dolorosos cuando era necesario confiar en la fidelidad del Señor y no en la propia. Pero quien ha orado ha obtenido esta gracia, y dos veces: “Porque yo confío en tu misericordia: mi alma gozará con tu salvación”, por lo que su corazón se regocija y su boca puede cantar al Señor por el bien que le ha hecho:

Yo confío, Señor, en tu misericordia. Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío; da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte, para que no diga mi enemigo: «Le he podido», ni se alegre mi adversario de mi fracaso. Porque yo confío en tu misericordia: mi alma gozará con tu salvación, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.

El pasaje evangélico parecería restringir la misericordia del Señor y la posibilidad de salvación, ampliamente abierta también a los pecadores arrepentidos, pero no es así: el reproche de Jesús se dirige a quienes calculan o reducen la salvación a sus propias y estrechas concepciones, a quienes pretenden salvarse solos, a los que excluyen categorías y personas, a los que no confían en Él a pesar de haber comido y bebido en su presencia y haber escuchado su enseñanza, en fin, a quien no ha comprendido el Evangelio de la misericordia, porque está demasiado apegado a sus propias convicciones, interpretaciones y hábitos.

Jesús es la puerta, pero esta puerta, grande y siempre abierta a todos, se vuelve muy estrecha para aquellos que no pueden entrar por falta de humildad:

En aquel tiempo, Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: Señor, ábrenos; pero él os dirá: No sé quiénes sois. Entonces comenzaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero él os dirá: No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».

Es sumamente consolador que las palabras de Jesús se sigan cumpliendo en todos los tiempos: “Vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. El siguiente texto lo demuestra muy claramente:

Canonización de los mártires de Uganda, Basílica de San Pedro, domingo 18 de octubre de 1964.

Homilía de San Pablo VI.

«Estos que están cubiertos de vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (Ap 7, 13).

¿Quiénes son? Son africanos, verdaderos africanos, de color, de raza y de cultura, dignos exponentes de los fabulosos pueblos Bantúes y Nilóticos explorados en el siglo pasado por la audacia de Stanley y Livingstone, establecidos en las regiones del África oriental, que se llama de los Grandes Lagos […]. Su patria, en el tiempo en que vivían, era un protectorado británico, […] un campo de apostolado misional que acogió primeramente a los ministros de confesión anglicana, ingleses, a los cuales se sumaron dos años después los misioneros católicos de lengua francesa llamados Padres Blancos, misioneros de África, hijos del célebre y valeroso cardenal Lavigerie (1825-1892), a quien no sólo África, sino la civilización misma debe recordar entre los hombres providenciales más insignes, y fueron los Padres Blancos los que introdujeron el catolicismo en Uganda, predicando el Evangelio en amigable competencia con los misioneros anglicanos y los que tuvieron la dicha —ganada con riesgos y fatigas incalculables— de formar a estos mártires para Cristo, a estos a quienes hoy nosotros honramos como héroes y hermanos en la fe e invocamos como protectores en el cielo. Sí, son africanos y son mártires. «Son —prosigue la Sagrada Escritura— los que han venido de la gran tribulación y lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios» (Ib. 14-15).

Todas las veces que pronunciamos la palabra ‘mártires’ en el sentido que tiene en la hagiografía cristiana, debería presentársenos a la mente un drama horrible y maravilloso: horrible por la injusticia, armada de autoridad y de crueldad, que es la que provoca el drama; horrible también por la sangre que corre y por el dolor de la carne que sufre sometida despiadadamente a la muerte; maravilloso por la inocencia que, sin defenderse, físicamente se rinde dócil al suplicio, feliz y orgullosa de poder testimoniar la invencible verdad de una fe que se ha fundido con la vida humana; la vida muere, la fe vive. La fuerza contra la fortaleza; la primera, venciendo, queda derrotada; ésta, perdiendo, triunfa.

El martirio es un drama; un drama tremendo y sugestivo, cuya violencia injusta y depravada, casi desaparece del recuerdo allí mismo donde se produjo mientras permanece en la memoria de los siglos siempre fúlgida y amable la mansedumbre que supo hacer de su propia oblación un sacrificio, un holocausto; un acto supremo de amor y de fidelidad a Cristo; un ejemplo, un testimonio, un mensaje perenne a los hombres presentes y futuros. Esto es el martirio. […].

Ahora estos mártires africanos vienen a añadir a ese catálogo de vencedores que es el martirologio, una página trágica y magnífica, verdaderamente digna de sumarse a aquellas maravillosas de la antigua África, que nosotros, modernos, hombres de poca fe, creíamos que no podrían tener jamás adecuada continuación.

¿Quién podía suponer, por ejemplo, que a las emocionantísimas historias de los mártires escilitanos, de los mártires cartagineses, de los mártires de la ‘Masa Cándida’ de Útica […], de los mártires de Egipto, […] de los mártires de la persecución vandálica, hubieran venido a añadirse nuevos episodios no menos heroicos, no menos espléndidos, en nuestros días? ¿Quién podía prever que a las grandes figuras históricas de los Santos Mártires y Confesores africanos, como Cipriano, Felicidad y Perpetua, y al gran Agustín, habríamos asociado un día los nombres queridos de Carlos Lwanga y de Matías Mulumba Kalemba, con sus veinte compañeros. Y no queremos olvidar tampoco a aquellos otros que, perteneciendo a la confesión anglicana, han afrontado la muerte por el nombre de Cristo […].

No pretendáis que os narremos aquí la historia de los mártires que estamos honrando. Es demasiado larga y compleja: se refiere a veintidós hombres, en su mayor parte muy jóvenes, cada uno de los cuales merecería un elogio particular; a ellos, además, debería añadirse una doble y larga lista de otras víctimas de esa feroz persecución: una de católicos —neófitos y catecúmenos— y otra de anglicanos, como se refiere también ellos, sacrificados por el nombre de Cristo […]. Pocas narraciones de las actas de los mártires se hallan tan documentadas como ésta. Aquí no hay leyenda, sino la crónica de una «Passio martyrum» fielmente descrita. El que la lee, contempla; el que contempla, se estremece, y el que se estremece, llora. Hay que concluir finalmente: ¡Sí, son mártires; «son aquellos —decíamos con el autor del Apocalipsis— que vienen de la gran tribulación, y que han lavado y purificado sus vestiduras en la sangre del Cordero»!

Este martirio colectivo que tenemos delante nos presenta un fenómeno cristiano estupendo […]. El cristianismo encuentra en África: una predisposición particular que no dudamos en considerar como un arcano de Dios, una vocación indígena, una promesa histórica. África es tierra de Evangelio, África es patria nueva de Cristo. La sencillez recta y lógica y la inflexible fidelidad de estos jóvenes cristianos de África nos lo aseguran y nos lo prueban; por una parte la fe, don de Dios, y la capacidad humana de progreso; por otra, se unen con prodigiosa correspondencia. Que la semilla evangélica encuentre obstáculo en las espinas de un terreno tan selvático, causa dolor, no extrañeza; pero que la semilla eche inmediatamente raíces y brote pujante y llena de flores por la bondad del suelo, causa alegría y admiración al mismo tiempo: es la gloria espiritual del continente de los rostros negros y de las almas blancas, que anuncia una nueva civilización: la civilización cristiana de África […].

Su testimonio, para quien lo escucha atentamente en esta hora decisiva de la historia de África, se hace voz que llama: voz que parece repetir, como un eco potente, la invitación misteriosa, oída durante una noche en una visión por San Pablo: «Adiuva nos», ven a ayudarnos (Hch 16, 9). Estos mártires imploran ayuda. África tiene necesidad de misioneros: de sacerdotes especialmente, de médicos, de maestros, de hermanas y de enfermeras, de almas generosas, que ayuden a la joven y floreciente, pero tan necesitada comunidad católica a crecer en número y calidad para hacerse pueblo: pueblo africano de la Iglesia de Dios.