30 de octubre de 2021 - Sábado, 30ª Semana del Tiempo Ordinario

30 octubre 2021

Rm 11, 1-2a.11-12.25-29

Sal 93

Lc 14, 1.7-11

En la celebración eucarística de hoy, la primera lectura y el salmo responsorial exaltan la fidelidad inquebrantable de Dios con su pueblo. En el capítulo 9 de la carta a los Romanos San Pablo manifestaba el tormento de su corazón: “siento una gran tristeza y un dolor incesante en mi corazón; pues desearía ser yo mismo un proscrito, alejado de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne: ellos son israelitas y a ellos pertenecen el don de la filiación adoptiva, la gloria, las alianzas, el don de la ley, el culto y las promesas”.

No es posible que Dios los haya abandonado para siempre, de esto Pablo está seguro y desvela el misterio de la obstinación de Israel: si su rechazo a Cristo ha permitido a los gentiles conocer la salvación, cuando todos los pueblos hayan recibido el evangelio también Israel se salvará, porque “los dones y el llamado de Dios son irrevocables”.

Hermanos: ¿Acaso habrá desechado Dios a su pueblo? De ningún modo: que también yo soy israelita, de la descendencia de Abrahán, de la tribu de Benjamín. «Dios no ha rechazado a su pueblo», al que había elegido de antemano. Digo, pues: ¿acaso cometieron delito para caer? De ningún modo. Lo que ocurre es que, por su caída, la salvación ha pasado a los gentiles, para darles celos a ellos. Pero si su caída ha significado una riqueza para el mundo y su pérdida, una riqueza para los gentiles, ¡cuánto más significará su plenitud! Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, para que no os engriáis: el endurecimiento de una parte de Israel ha sucedido hasta que llegue a entrar la totalidad de los gentiles y así todo Israel será salvo, como está escrito: «Llegará de Sion el Libertador; alejará los crímenes de Jacob; y esta será la alianza que haré con ellos cuando perdone sus pecados». Según el Evangelio, son enemigos y ello ha revertido en beneficio vuestro; pero según la elección, son objeto de amor en atención a los padres, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables.

Sí, el Señor no rechaza a su pueblo y no abandona su herencia. Incluso durante el antiguo pacto, ¡cuántas veces Dios ha sido abandonado y traicionado! ¡Y cuántas veces cada uno de nosotros ha preferido sus ídolos a él! Damos gracias al Señor porque su fidelidad siempre nos ha sostenido.

El Señor no rechaza a su pueblo. Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley, dándole descanso tras los años duros. Porque el Señor no rechaza a su pueblo, ni abandona su heredad: el juicio retornará a la justicia, y la seguirán todos los rectos de corazón.

Si el Señor no me hubiera auxiliado, ya estaría yo habitando en el silencio. Cuando pensaba que iba a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostenía.

Si la epístola y el salmo proclaman la fidelidad de Dios, el Evangelio, que nos habla de humildad, afirma esta misma fidelidad a su manera: es como si Cristo nos estuviera sugiriendo la manera de vencer nuestra incurable necesidad de sobresalir con un consejo lleno de sabiduría:

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: Cédele el puesto a este. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».

Los fariseos están observando a Jesús para atraparlo, pero es Jesús quien se da cuenta de su necesidad de ponerse ellos en el primer puesto. El consejo que les da no es una estrategia astuta, sino un método educativo, que revela la paciencia y la fidelidad del Señor.

También San Pablo lo subraya:

Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a uno mismo (Fil 2, 3).

Poco después explica:

Él que, siendo en forma de Dios, no tuvo como usurpación el ser igual a Dios, sin embargo, se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2, 6-11).

El camino de la humildad es el único camino a seguir para permitir que la fidelidad de Dios nos dé gloria; Jesús, que Él mismo es el camino, nos lo mostró.

Entre los muchos que han recorrido el camino del Señor, predicando el Evangelio con su vida, hoy destacamos a dos grandes santos peruanos que vivieron en Lima al mismo tiempo: San Martín de Porres y Santa Rosa de Lima.

En ellos resplandecen la humildad de Cristo y la alegría del sufrimiento, vivido con amor. El culto que se les ha tributado a lo largo de los siglos, no solo en América Latina, sino en todo el mundo, es el claro testimonio de la verdad de las últimas palabras del Evangelio: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. La caridad inagotable de uno y la penitencia amorosa de la otra son la prueba más clara del deseo de su corazón: que todos se salven y gocen de la felicidad eterna.

No hay escritos de San Martín, pero su vida fue un evangelio vivo: Pío XII, en 1945, lo proclamó patrón de la justicia social. Martín era mulato, hijo natural de un caballero español empobrecido y de una ex esclava negra. Aprendió las profesiones de barbero y herbolario. A los 15 años ingresó en la Orden de los Frailes Dominicos como “donado”, destinado a las ocupaciones materiales más humildes. Tras su profesión como hermano lego, se convirtió en enfermero de la comunidad, dentista y fitoterapeuta para todo tipo de enfermedades. Habiéndose convertido en un experto en el cuidado de los enfermos, a veces los recogía en las calles e incluso los llevaba al convento, a su celda. A su prior, que naturalmente le había prohibido hacer tales cosas, Martín le respondía: “No sabía que el precepto de la obediencia prevalecía sobre el de la caridad”. En un momento en que su comunidad sufría problemas económicos, se ofreció a su prior para ser vendido como esclavo. Enseñó doctrina cristiana a negros e indios y, con la ayuda de la gente adinerada de la ciudad, fundó el Asilo y Escuela de la Santa Cruz para la educación y asistencia de huérfanos, pobres y personas sin hogar. Le hubiera gustado ir a todas partes para dar a conocer a Cristo, sobre todo a Asia y especialmente a Japón, que describía a la perfección, como si hubiera visitado en persona aquel lejano país.

Mientras Martín aún vivía, la gente le atribuyó milagros de profecía, de curación, de conversiones extraordinarias, de bilocación e incluso de ubicuidad. Toda Lima hablaba de él como del “santo hermano Martín”. A su muerte, la ciudad entera le dio el último adiós con una participación unánime en su funeral.

Santa Rosa, contemporánea de Martín, era terciaria dominica y sin duda conoció a su santo hermano, aunque no hay documentación de sus encuentros.

Como San Martín, fue confirmada por Santo Toribio de Mogrovejo. El santo arzobispo de Lima confirmó a la niña el nombre de Rosa, que no era el de su bautismo, sino que le había sido dado por una sirviente india por su extraordinaria belleza. Santo Toribio, sin embargo, completó el nombre de Rosa: Rosa de Santa María.

Penitente, mística, favorecida por visiones, también llevó a cabo obras de misericordia, similares a las de San Martín: llena de compasión por los indios, cuyo sufrimiento compartía, se le permitió instalarse en la acomodada casa materna, en el centro de Lima, un refugio de ayuda a los pobres, los necesitados, los niños abandonados y los ancianos, especialmente de origen indio. A lo largo de su corta vida – murió a los 31 años – amó a los indios, a los pobres y maltratados, considerándolos como hermanos. Rosa es la primera santa del continente americano: fue canonizada por Clemente X en 1671.

A continuación uno de sus escritos:

El divino Salvador, con inmensa majestad, dijo: todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia, que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo. Apenas escuché estas palabras, experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: «Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción, es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu».

El mismo ímpetu me transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo: -¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran don de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos.

(Luis Getino Alonso, La Patrona de América, ante los nuevos documentos, Publicaciones de la Revista de las Américas, Madrid, nº 1, Madrid, 1928, págs. 54-55).

Los restos de estos dos grandes misioneros, que no se movieron nunca de su ciudad, reposan juntos en la Basílica del Santo Rosario del convento dominico de Lima.