31 de octubre de 2021 - Domingo, 31ª Semana del Tiempo Ordinario

31 octubre 2021

Dt 6, 2-6

Sal 17

Heb 7, 23-28

Mc 12, 28b-34

En este domingo, que cierra el Mes Misionero, los textos de la Liturgia de la Palabra del año B son kerigmáticos, especialmente evocadores, y presentan una unidad profunda. En ellos se expresa lo esencial de la fe. La primera lectura contiene el Shemá Israel, la oración diaria de Israel, tomada del Deuteronomio: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Nosotros cristianos la repetimos con amor, sabiendo bien que el Señor nuestro Dios es verdaderamente único, pero no solitario, y adoramos su unidad en la trinidad de las Personas:

Moisés habló al pueblo diciendo: «Teme al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y nietos, y observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días. Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicarlos, a fin de que te vaya bien y te multipliques, como te prometió el Señor, Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel. Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón».

En el salmo responsorial, el amor brota verdaderamente de todo el corazón, de toda el alma, de todas las fuerzas del salmista: Dios es la totalidad de su vida, el protector, el salvador, el liberador, el defensor, el que le concede la victoria, el que siempre es fiel:

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos. Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador: Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu ungido.

Ya en el Antiguo Testamento Dios nos ordenó amarlo con todo lo que somos, pero este amor se hace posible solo porque Él nos amó primero, nos ama desde siempre y nos amará para siempre. Precisamente porque nos ama, envió a su Hijo, el Amado, como mediador de la nueva alianza: Jesús es la medida del amor del Padre.

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio —digo la verdad, no miento— yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1 Tim 2, 5-7; cf. Heb 4, 14-16). Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias” (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 5, Vaticano 7 de diciembre de 1990).

Sacerdote y víctima, no necesita, como los sumos sacerdotes, ofrecer sacrificios todos los días, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo: lo hizo de una vez por todas, ofreciéndose a sí mismo. Las antiguas mediaciones han sido abolidas: a través de su sacrificio, puede salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios:

Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes de la anterior Alianza, porque la muerte les impedía permanecer; en cambio, Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos. Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre.

En el Evangelio, Jesús une el amor a Dios y el amor al prójimo y nos muestra el camino para llegar a la santidad, que no es solo el cumplimiento de las normas, sino la realización del amor verdadero, porque Dios es Amor.

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?». Respondió Jesús: «El primero es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos».

El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Jesús alaba al escriba que le ha preguntado y que ha mostrado sabiduría y sincero deseo de seguir el camino del amor. Sabemos que este camino es Cristo, que nos ha salvado. Sólo en la imitación de Él y en la conformación con Él podemos redescubrir la semejanza divina y reconocer el reino de Dios, que se hace presente en nosotros y en todos aquellos que se vuelven capaces de amar sinceramente.

El Doctor de la Iglesia San Juan de Ávila, escribiendo a Santa Teresa de Jesús – también ella Doctora de la Iglesia – no tiene necesidad de desperdiciar muchas palabras al respecto. Escribe: “No consiste la santidad sino en amor humilde de Dios y del prójimo” (12 de septiembre de 1568).

Esta es la misión de todo cristiano: abandonar el egoísmo, es decir, el amor exagerado a sí mismo y dejar que Dios, que es Amor, brille y reconozca cada día en su propia conducta. Porque, si nos dejamos atraer por Dios y vivimos en el amor de Dios y de los hermanos, atraemos también a otros hermanos a este circuito de amor. Así como la fe y la esperanza se comunican, así también, y sobre todo, la caridad se comunica y atrae: es misionera. El Señor llama a algunos a ofrecer el primer anuncio del Evangelio de la salvación, pero llama a todos a anunciarlo mediante la oración y el testimonio de vida, es decir, mediante el amor.

Al finalizar estos breves puntos de meditación de los textos de la Escritura del Mes Misionero, presentamos la homilía del Papa Francisco en una de sus misas cotidianas:

“Sin testimonio y oración no se puede hacer predicación apostólica”

«Nadie puede venir a mí, si el Padre no lo atrae» (Jn 6, 44). Jesús recuerda que también los profetas habían predicho esto: «Y serán todos enseñados por Dios» (Jn 6, 45). Es Dios quien atrae al conocimiento del Hijo. Sin esto no se puede conocer a Jesús. Sí, se puede estudiar, también estudiar la Biblia, saber cómo nació, qué hizo, esto sí. Pero conocerlo por dentro, conocer el misterio de Cristo es solamente para los que son atraídos por el Padre. […]

Y esto – que nadie puede conocer a Jesús sin que el Padre lo atraiga – es válido para nuestro apostolado, para nuestra misión apostólica como cristianos.

También pienso en las misiones. «¿Qué vas a hacer en las misiones?» –«Yo, a convertir a la gente»– «Pero detente, ¡tú no convertirás a nadie! El Padre atraerá a esos corazones para que reconozcan a Jesús». Ir a una misión es dar testimonio de tu propia fe; sin testimonio no harás nada. Ir a la misión –¡y los misioneros son estupendos! – no significa hacer grandes estructuras, cosas... y detenerse. No, las estructuras deben ser testimonios. Puedes hacer una estructura hospitalaria, educativa, de gran perfección, de gran desarrollo, pero si una estructura carece de testimonio cristiano, tu obra allí no será una obra de testimonio, una obra de verdadera predicación de Jesús: será una sociedad de beneficencia, ¡muy buena, muy buena! Pero nada más.

Si quiero ir a una misión, si quiero ir a hacer apostolado, tengo que ir con la disponibilidad de que el Padre atraiga a la gente a Jesús, y esto lo hace el testimonio. Jesús mismo se lo dijo a Pedro cuando este confesó que Él era el Mesías: «Bienaventurado eres, Simón Pedro, porque el Padre te lo ha revelado» (cf. Mt 16, 17). Es el Padre quien atrae, y también atrae con nuestro testimonio. «Haré muchas obras, aquí, por aquí, por allá, de educación, de esto, de lo otro...», pero sin testimonio son cosas buenas, pero no son el anuncio del Evangelio, no son lugares que den la posibilidad de que el Padre atraiga al conocimiento de Jesús. Trabajar y dar testimonio.

«¿Pero qué puedo hacer para que el Padre se interese en atraer a esa gente?».

La oración. Esta es la oración para las misiones: rezar para que el Padre atraiga a la gente a Jesús. El testimonio y la oración van juntos. Sin testimonio ni oración no se puede hacer predicación apostólica, no se puede llevar el anuncio. Darás un hermoso sermón moral, harás muchas cosas buenas, todas buenas. Pero el Padre no tendrá la posibilidad de atraer a la gente hacia Jesús. Y este es el centro: este es el centro de nuestro apostolado, que el Padre pueda atraer a la gente a Jesús (cf. Jn 6, 44). Nuestro testimonio abre las puertas a la gente y nuestra oración abre las puertas al corazón del Padre para que atraiga a la gente. Testimonio y oración. Y esto no es sólo para las misiones, sino también para nuestro trabajo como cristianos. ¿Doy testimonio de la vida cristiana, realmente, con mi forma de vida? ¿Rezo para que el Padre atraiga a la gente hacia Jesús?

Esta es la gran regla para nuestro apostolado, en todas partes, y de manera especial para las misiones. Ir de misiones no es hacer proselitismo. Un día... una señora –buena, se veía que era de buena voluntad– se me acercó con dos chicos, un chico y una chica, y me dijo: «Este chico, Padre, era protestante y se ha convertido: lo convencí yo. Y esta chica era...» —no sé, animista, no sé qué me dijo–, «y la convertí yo». Y la señora era buena, buena. Pero se equivocaba. Perdí un poco la paciencia y dije: «Mira, tú no has convertido a nadie: ha sido Dios quien ha tocado los corazones de la gente. Y no lo olvides: testimonio, sí; proselitismo, no». Pidamos al Señor la gracia de vivir nuestro trabajo con el testimonio y la oración, para que Él, el Padre, pueda atraer a la gente a Jesús”.

(Homilía del Papa Francisco, Misa en la Capilla de la Casa de Santa Marta, 30 de abril de 2020).