28 de octubre de 2021 - Fiesta de los santos Simón y Judas, apóstoles

28 octubre 2021

Ef 2, 19-22

Sal 18

Lc 6, 12-19

En esta fiesta de los apóstoles comenzamos nuestros breves puntos de meditación del Evangelio:

En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano; Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote; Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.

Jesús reza al Padre durante toda la noche y luego, llamando a los discípulos que lo seguían, elige a doce, como las doce tribus de Israel. Eran hombres muy diferentes entre sí, tomados de todos los estratos sociales. Entre ellos, al final de la lista, Simón, llamado Zelote, y Judas Tadeo, hijo de Santiago. Sabemos muy poco de ellos: aparecen en la lista de doce de los tres evangelios sinópticos y también en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles.

El Evangelio de Juan, que no recoge la lista de los apóstoles, pero nombra a la mayoría de ellos en los diversos episodios de su vida con Jesús, se refiere a la pregunta que Judas (“no el Iscariote”, especifica Juan), le hace a Jesús: “Señor, ¿cómo es que te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?”. Nunca podremos agradecer lo suficiente la curiosidad de Judas, porque sin él no tendríamos la sublime respuesta de Jesús: “El que me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él” (Jn 14, 22-23). La breve carta que se encuentra al final de las Cartas Católicas en la Sagrada Escritura también se atribuye a Judas, hijo de Santiago.

La escasez de noticias ciertas no debe desconcertarnos: los apóstoles son el fundamento, aquellos que, elegidos y amados por Cristo, han sido enviados y nos han transmitido y testificado la fe. Sobre ellos se fundó la Iglesia. Con razón, por tanto, la segunda lectura no está tomada de la carta de Judas, como quizás esperaríamos, sino de la carta a los Efesios, en la que San Pablo describe el misterio de la Iglesia, casa “apostólica y profética” de Dios:

Hermanos: Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Ningún temor, ninguna incertidumbre debe perturbarnos: la base de todo el edificio es Cristo, la piedra angular; el fundamento son los apóstoles y profetas; estamos edificados sobre ellos como piedras vivas, siempre que dejemos que el Espíritu nos cimente y haga crecer todo el edificio de manera ordenada para ser un templo santo, conscientes de convertirnos en morada de Dios. Los ladrillos o piedras más fuertes y más hermosos son los santos, pero cada piedra, por tosca y humilde que sea, es necesaria para la construcción, ya que Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1 Timoteo 2, 4).

El universo entero, incluso sin palabras, proclama la gloria de Dios y la salvación que Él quiere para toda criatura, como dice el salmo responsorial. Los apóstoles y la Iglesia tienen la tarea de difundir este mensaje hasta los confines del mundo:

El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje.

Diversas tradiciones asignan, como campo de apostolado de San Simón y San Judas, Idumea, Siria y Mesopotamia. Parece que se festejan el mismo día por motivo de su común martirio. Si los dos apóstoles predicaron a Cristo en Asia Menor y el apóstol Tomás llegó hasta la India, en la lejana Corea la fe cristiana, caso único en la historia de la evangelización, no entró por la predicación directa de los apóstoles, sino por el estudio de los textos sagrados y de libros por parte de personas doctas y gracias a la fe transmitida por los laicos.

De hecho, un grupo de buscadores de la verdad, impactados por los valores de los textos cristianos, después de varios años, enviaron a uno de ellos a Pekín, para que tomara contacto con los misioneros cristianos y se bautizara. Él a su vez, a su regreso a Corea, bautizó a sus hermanos en la fe. “La misión es un contacto humano, es el testimonio de hombres y mujeres que dicen a sus compañeros de viaje: yo conozco a Jesús, yo también quiero dártelo a conocer a ti” (Papa Francisco, Senza di Lui non possiamo far nulla. Essere missionari oggi, LEV-San Paolo, Roma 2019, p. 87).

Así se hizo realidad en Corea, de un modo providencial, lo que hemos leído en la Epístola: “Hermanos: Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular”.

La joven Iglesia del Extremo Oriente sufrió oleadas violentas de persecuciones desde 1836 a 1867, que causaron más de 10.000 muertos, pero suscitaron también una primavera del Espíritu como en la Iglesia de los tiempos apostólicos. Los santos Andrea Kim Taegŏn, primer sacerdote coreano, y el laico Pablo Chŏng Hasang son los primeros de una larga lista de mártires canonizados.

He aquí la última exhortación de san Andrés Kim Taegŏn, martirizado a los 44 años, en 1846:

Hermanos y amigos muy queridos: Consideradlo una y otra vez: Dios, al principio de los tiempos, dispuso el cielo y la tierra y todo lo que existe, meditad luego por qué y con qué finalidad creó de modo especial al hombre a su imagen y semejanza.

Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no reconociéramos al Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni continuar aún vivos. Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y también por la gracia de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en la Iglesia, y, convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre glorioso, ¿de qué nos serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la realidad? Si así fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar parte de la Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su gracia. Mejor sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar contra él.

Considerad al agricultor cuando siembra en su campo: a su debido tiempo ara la tierra, luego la abona con estiércol y, sometiéndose de buen grado al trabajo y al calor, cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el tiempo de la siega, si las espigas están bien llenas, su corazón se alegra y salta de felicidad, olvidándose del trabajo y del sudor. Pero si las espigas resultan vacías y no encuentra en ellas más que paja y cáscara, el agricultor se acuerda del duro trabajo y del sudor y abandona aquel campo en el que tanto había trabajado.

De manera semejante el Señor hace de la tierra su campo, de nosotros, los hombres, el arroz, de la gracia, el abono, y por la encarnación y la redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y llegar a la madurez. Cuando en el día del juicio llegue el momento de la siega, el que haya madurado por la gracia se alegrará en el reino de los cielos como hijo adoptivo de Dios, pero el que no haya madurado se convertirá en enemigo, a pesar de que él también ya había sido hijo adoptivo de Dios, y sufrirá el castigo eterno merecido.

Hermanos muy amados, tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó innumerables padecimientos, con su pasión fundó la santa Iglesia y la hace crecer con los sufrimientos de los fieles. Por más que los poderes del mundo la opriman y la ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de la ascensión de Jesús, desde el tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia santa va creciendo por todas partes en medio de tribulaciones.

También ahora, durante cincuenta o sesenta años, desde que la santa Iglesia penetró en nuestra Corea, los fieles han sufrido persecución, y aun hoy mismo la persecución se recrudece, de tal manera que muchos compañeros en la fe, entre los cuales yo mismo, están encarcelados, como también vosotros os halláis en plena tribulación. Si todos formamos un solo cuerpo, ¿cómo no sentiremos una profunda tristeza? ¿Cómo dejaremos de experimentar el dolor, tan humano, de la separación? No obstante, como dice la Escritura, Dios se preocupa del más pequeño cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo, por tanto, esta gran persecución podría ser considerada de otro modo que como una decisión del Señor, o como un premio o castigo suyo? Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha sido ya vencido por Cristo. Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la tribulación.

Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia. Me quedan muchas cosas por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por escrito? Doy fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en el cielo. Recibid el beso de mi amor.

(Liturgia de las Horas, Oficio de lecturas para la memoria libre de los Santos Andrés Kim Taegŏn y compañeros mártires de Corea, 20 de septiembre).