10 de octubre de 2021 - Domingo, 28ª Semana del Tiempo Ordinario

10 octubre 2021

Sab 7, 7-11

Sal 89

Heb 4, 12-13

Mc 10, 17-30

Podríamos unificar toda la liturgia de la Palabra de la celebración de hoy con una sola palabra: “sabiduría”. La sabiduría es un don de Dios: el autor inspirado la obtiene implorándola. Una vez obtenida, la prefiere a todo, la estima, la ama y, junto a ella, descubre que ha recibido todos los demás bienes.

Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, tiene en sus manos riquezas incontables.

La sabiduría, que es tanto un don como un atributo de Dios, penetra totalmente al hombre y cambia su corazón: transforma su corazón de piedra, cambiándolo a un corazón de carne capaz de discernir, de exultar por la bondad del Señor, de actuar con rectitud a su servicio, de reconocer su propia fragilidad humana viviendo en el temor de Dios y confiando completamente en Él:

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas. Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos (Sal 89).

En su gran condescendencia, “muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1, 1-2), la Palabra, la Palabra de Dios viva y eficaz, la Sabiduría eterna del Padre, que se ha hecho carne y ha puesto su tienda en medio de nosotros:

Hermanos: La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

En el Evangelio, vemos al Verbo de Dios, a la Sabiduría eterna del Padre, que anda por los caminos, atrayendo a las multitudes y despertando en el corazón de un hombre el deseo de seguirlo:

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme» (Mc 10, 17-22).

Un entusiasmo pasajero, una buena voluntad frágil, un corazón que no ha alcanzado la sabiduría, una mente que no ha estimando en nada la riqueza en comparación con el seguimiento de Cristo. El resultado es obvio: “se le oscureció la cara y se fue triste”.

Se habla de él como el “joven rico”, pero el Evangelio solo dice “uno”, sin especificar edad, sin darle un nombre. Conocemos los nombres de muchas otras personas ricas, atraídas por Jesús: Zaqueo, Mateo, José de Arimatea, Juana, Susana – las mujeres que lo asistían con sus bienes durante la vida pública–, y otros más, todas personas que habían puesto a disposición sus propias riquezas sin aferrar a ellas el corazón, “porque todo el oro en comparación con la sabiduría es como un poco de arena y la plata ante ella tiene el valor del fango”.

Aunque este año el 10 de octubre cae en domingo y, por ello, no es posible celebrar la memoria litúrgica de un santo, no podemos olvidar al gran obispo San Daniel Comboni, en el que la sapientia crucis brilló intensamente a través de un don total de sí mismo y un amor extraordinario por los pueblos africanos. El 10 de octubre de 1881 murió de cólera en Jartum a los cincuenta años de edad. Su lema, “o África o muerte”, nos dice algo de su dedicación total a su vocación misionera. La Iglesia le debe, a través de su Plan de regeneración para África, el que haya tenido lugar una profunda evangelización en ese continente:

Homilía de Jartum (traducción del árabe del padre Carcereri, de donde procede esta traducción española). En Jartum 11 de mayo de 1873.

Soy muy dichoso de encontrarme finalmente de vuelta entre vosotros después de tantas vicisitudes penosas y de tantos anhelantes suspiros. El primer amor de mi juventud fue para la infeliz Nigricia, y, dejando todo lo que me era más querido en el mundo, vine, ahora hace dieciséis años, a estas tierras para ofrecer mi trabajo como alivio de sus seculares desdichas. Después, la obediencia me hacía volver a Europa, dada mi endeble salud, que los miasmas del Nilo Blanco en Santa Cruz y en Gondókoro habían incapacitado para la acción apostólica. Partí por obedecer; pero entre vosotros dejé mi corazón, y, habiéndome recobrado como Dios quiso, mis pensamientos y mis actos fueron siempre para vosotros.

Y hoy, finalmente, recupero mi corazón volviendo junto a vosotros para abrirlo en vuestra presencia al sublime y religioso sentimiento de la paternidad espiritual, de la que Dios quiso que fuese investido, ahora hace un año, por el supremo Jerarca de la Iglesia Católica, nuestro señor el Papa Pío IX. Sí; yo soy ya vuestro padre, y vosotros sois mis hijos, y como tales por vez primera os abrazo y estrecho contra mi corazón.

Os estoy muy reconocido por las entusiastas acogidas que me habéis dispensado: demuestran vuestro amor de hijos y me persuaden de que queréis ser siempre mi alegría y mi corona, como sois mi lote y mi herencia. Tened la seguridad de que mi alma os corresponde con un amor ilimitado para todos los tiempos y para todas las personas. Yo vuelvo entre vosotros para ya nunca dejar de ser vuestro, y totalmente consagrado para siempre a vuestro mayor bien. El día y la noche, el sol y la lluvia me encontrarán igualmente y siempre dispuesto a atender vuestras necesidades espirituales; el rico y el pobre, el sano y el enfermo, el joven y el viejo, el amo y el siervo tendrán siempre igual acceso a mi corazón. Vuestro bien será el mío, y vuestras penas serán también las mías.

Quiero hacer causa común con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi existencia será aquel en que por vosotros pueda dar la vida. No ignoro la gravedad del peso que me echo encima, ya que como pastor, maestro y médico de vuestras almas tendré que velar por vosotros, instruiros y corregiros; defender a los oprimidos sin dañar a los opresores, reprobar el error sin censurar al que yerra, condenar el escándalo y el pecado sin dejar de compadecer a los pecadores, buscar a los descarriados sin alentar el vicio: en una palabra, ser a la vez padre y juez. Pero me resigno a ello, en la esperanza de que todos vosotros me ayudaréis a llevar este peso con júbilo y con alegría en el nombre de Dios. […]

Y ahora es a vos a quien me dirijo, oh piadosa Reina de la Nigricia, y aclamándoos nuevamente como Madre amorosa de este Vicariato Apostólico de África Central a mis desvelos encomendado, me atrevo a suplicaros que nos recibáis solemnemente bajo vuestra protección a mí y a todos mis hijos, para que nos guardéis del mal y nos dirijáis al bien.

Oh María, Madre de Dios, el gran pueblo de los negros duerme aún en su mayor parte en las tinieblas y sombras de muerte: apresurad la hora de su salvación, allanad los obstáculos, dispersad a los enemigos, preparad los corazones y enviad siempre nuevos apóstoles a estas remotas regiones tan infelices y necesitadas.

Hijos míos, yo os confío en este día solemne a la piedad de los Corazones de Jesús y María, y en el acto de ofrecer por vosotros el más aceptable de los sacrificios al Altísimo Dios, ruego humildemente que sea derramada sobre vuestras almas la sangre de la redención, para regenerarlas, para sanarlas, para embellecerlas en la medida de vuestros anhelos, a fin de que esta santa Misión os sea fecunda en salvación a vosotros, y en gloria a Dios. Que así sea.