11 de octubre de 2021- Memoria libre de San Juan XXIII, Papa

11 octubre 2021

Lunes, 28ª Semana del Tiempo Ordinario

Rm 1, 1-7

Sal 97

Lc 11, 29-32

Hoy comienza la lectura de la Carta a los Romanos, que hace que nos sintamos proyectados de inmediato hacia un universo sin fronteras: Pablo escribe a los destinatarios que aún no conoce, a una Iglesia que no fundó él, pero que quiere visitar para confirmarla en la fe. Pablo deseaba llegar hasta España, pero antes quería pasar por Roma, donde ya existía una comunidad cristiana, compuesta de judíos convertidos y de personas que venían del paganismo.

Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios, que fue prometido por sus profetas en las Escrituras Santas y se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor. Por él hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre. Entre ellos os encontráis también vosotros, llamados de Jesucristo. A todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

En esta solemne introducción, Pablo se presenta como un sirviente del Mesías, apóstol por vocación, no por elección personal, “apartado” para anunciar la buena noticia de la salvación.

En una síntesis admirable, proclama que el Evangelio ya había sido preanunciado por los profetas en las Escrituras, pero había encontrado su plena realización en Jesús, nacido de la estirpe de David, declarado Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos.

Es Jesucristo mismo, el Señor, quien ha dado a Pablo la gracia y la capacidad de ser apóstol, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre, y por lo tanto también de los romanos, amados y llamados por Dios. A ellos, Pablo desea gracia y paz de parte de Dios y de su Hijo Jesucristo.

Tras una introducción tan consoladora y solemne, en el salmo responsorial, no puede sino estallar en júbilo por las maravillas obradas por el Señor:

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.

Incluso el Evangelio tiene una visión universalista, unida a una gran tristeza por la ceguera y la obstinación en el mal de la generación a la que se dirige Cristo:

En aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles: «Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás».

Jesús habla a las multitudes que lo rodean, que parecen interesarse en sus palabras, pero denuncia su superficialidad, que califica como “malvada”: no quieren convertirse, no quieren cambiar de vida. Impulsados por la curiosidad por cosas sensacionales, las personas que lo escuchan solo quieren ver milagros. No están interesados ni conmovidos por la presencia de Cristo, que es mucho más que Jonás, mucho más que Salomón; sus palabras no los incitan al arrepentimiento, como sucedió en cambio con Nínive; no quieren escuchar su sabiduría, como había sucedido con la Reina del Sur. En su superficialidad, los oyentes se contentan con sorprenderse por las señales realizadas por el Maestro, con conmoverse quizás por sus palabras, con darle la razón por sus enseñanzas.

Jesús, a la generación que lo escuchaba durante su vida pública, a los hombres de todas las generaciones que han venido después, a nosotros que ahora escuchamos su palabra, les pide más, quiere más: espera de nosotros una conversión verdadera, que abra a Él nuestra vida, una transformación de nuestro modo de pensar y actuar, dictada por un amor sincero a Él, que es el camino, la verdad y la vida. Y luego, sobre todo con el testimonio de nuestra vida mudada, quiere que comuniquemos la verdad y la belleza de nuestra existencia transformada por Él, a nuestros hermanos y hermanas que no conocen a Cristo, o que lo han olvidado o que lo conocen mal debido a nuestro testimonio anterior no creíble. La conversión y la misión pertenecen estrechamente a nuestra esencia como cristianos.

Algunos miembros de la Iglesia reciben de Dios una específica vocación misionera para evangelizar las realidades paganas o descristianizadas: necesitan de nuestra oración y de nuestra ayuda.

Hoy, 11 de octubre, recordamos al Sumo Pontífice San Juan XXIII, iniciador del Concilio Vaticano II y gran promotor de las Misiones. En la encíclica Grata Recordatio del 26 de septiembre de 1959 escribía:

El 11 de octubre tendremos suma alegría en hacer entrega del Crucifijo a un nutrido grupo de jóvenes misioneros que, dejando la patria querida, asumirán la ardua tarea de llevar la luz del Evangelio a pueblos lejanos. […] El maravilloso espectáculo de estas juventudes que, superadas innumerables dificultades y contrariedades, se ofrecen a Dios para que también los otros lleguen a poseer a Cristo (Cf. Flp 3, 8), ya en las más lejanas tierras todavía no evangelizadas, ya en las inmensas ciudades industriales - donde en el vertiginoso ritmo de la vida moderna los espíritus aridecen a veces y se dejan oprimir por las cosas terrenales - ; este espectáculo, repetimos, es tal, que forzosamente conmueve y acrecienta la esperanza de días mejores.

Florece en los labios de los ancianos, que hasta aquí han llevado el peso de estas graves responsabilidades, brota la oración tan ardiente de San Pedro: «Concede a tus siervos el anunciar con toda seguridad la palabra de Dios» (cf. Hch 4, 29).

Deseamos, por lo tanto, vivamente que durante el próximo mes de octubre todos estos nuestros hijos —y sus apostólicas labores— sean encomendados con fervientes plegarias a la augusta Virgen María.

Pero el Papa “bueno” no olvida que a todos compete un claro testimonio cristiano: el Bautismo imprime una marca indeleble en nuestro ser. El fuego del Espíritu Santo nos marca, para que todos los bautizados puedan vivir como misioneros. Compete a cada uno de nosotros reavivar este fuego para que arda y transmita luz y calor.

En la Encíclica Mater et Magistra (15 de mayo de 1961) el Pontífice subraya esta tarea fundamental de todo bautizado:

Actualmente la ardua misión de la Iglesia consiste en ajustar el progreso de la civilización presente con las normas de la cultura humana y del espíritu evangélico. […]

Para ello, como ya hemos dicho, la Iglesia pide sobre todo la colaboración de los seglares, los cuales, por esto mismo, están obligados a trabajar de tal manera en la resolución de los problemas temporales, que al cumplir sus obligaciones para con el prójimo lo hagan en unión espiritual con Dios por medio de Cristo y para aumento de la gloria divina, como manda el apóstol san Pablo: «Ora, pues, comáis, ora bebáis, ora hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios» (1Cor 10,31). Y en otro lugar: «Todo cuanto hiciereis, de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por mediación de Él» (Col 3, 17).

Cuando las actividades e instituciones humanas de la vida presente coadyuvan también el provecho espiritual y a la bienaventuranza eterna del hombre, es necesario reconocer que se desarrollan con mayor eficacia para la consecución de los fines a que tienden inmediatamente por su propia naturaleza. La luminosa palabra del divino Maestro tiene un valor permanente: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Porque, quien ha sido hecho como luz en el Señor (Ef 5, 8), y camina cual hijo de la luz (Ibid.), capta con juicio más certero las exigencias de la justicia en las distintas esferas de la actividad humana, aun en aquellas que ofrecen mayores dificultades a causa de los egoísmos tan generalizados de los individuos, de las naciones o de las razas. Hay que añadir a esto que, cuando se está animado de la caridad de Cristo, se siente uno vinculado a los demás, experimentado como propias las necesidades, los sufrimientos y las alegrías extrañas, y la conducta personal en cualquier sitio es firme, alegre, humanitaria, e incluso cuidadosa del interés ajeno, «porque la caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1 Cor 13, 4-7).

No queremos, sin embargo, concluir esta nuestra encíclica sin recordaros, venerables hermanos, un capítulo sumamente trascendental y verdadero de la doctrina católica, por el cual se nos enseña que somos miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia: «Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo» (1 Cor 12, 12).

Exhortamos, pues, insistentemente a nuestros hijos de todo el mundo, tanto del clero como del laicado, a que procuren tener una conciencia plena de la gran nobleza y dignidad que poseen por el hecho de estar injertados en Cristo como los sarmientos en la vid: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5), y porque se les permite participar de la vida divina de Aquél. De esta incorporación se sigue que, cuando el cristiano está unido espiritualmente al divino Redentor, al desplegar su actividad en las empresas temporales, su trabajo viene a ser como una continuación del de Jesucristo, del cual toma fuerza y virtud salvadora: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Ibid.). Así el trabajo humano se eleva y ennoblece de tal manera que conduce a la perfección espiritual al hombre que lo realiza y, al mismo tiempo, puede contribuir a extender a los demás los frutos de la redención cristiana y propagarlos por todas partes. Tal es la causa de que la doctrina cristiana, como levadura evangélica, penetre en las venas de la sociedad civil en que vivimos y trabajamos. (Mater et Magistra, 256-259).