
14 de octubre de 2021 - Jueves, 28ª Semana del Tiempo Ordinario
Rm 3, 21-30a
Sal 129
Lc 11, 47-54
San Pablo explica, con la profundidad que le caracteriza, la manifestación de la justicia de Dios que justifica gratuitamente, por la fe en Jesús, a judíos y paganos, sin distinción alguna, porque todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, por medio de la redención que está en Cristo Jesús:
Dios lo constituyó medio de propiciación mediante la fe en su sangre, para mostrar su justicia pasando por alto los pecados del pasado en el tiempo de la paciencia de Dios; actuó así para mostrar su justicia en este tiempo, a fin de manifestar que era justo y que justifica al que tiene fe en Jesús.
Todos tienen la condición de pecadores, por eso,
Y ahora, ¿dónde está la gloria? Queda eliminada. ¿En virtud de qué ley? ¿De la ley de las obras? No, sino en virtud de la ley de la fe. Pues sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin obras de la Ley. ¿Acaso Dios lo es solo de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? También lo es de los gentiles, si es verdad que no hay más que un Dios.
Como salmo responsorial tenemos el De profundis, que ya nos habíamos encontrado el 5 de octubre: es un grito que surge de las profundidades del alma, consciente de que su única esperanza de salir del abismo es el perdón del Señor en el que ponemos toda nuestra confianza:
Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes temor. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora.
En el Evangelio de la celebración de hoy seguimos con los “ay de vosotros” de Jesús contra la hipocresía de los escribas y fariseos, que quieren salvarse a sí mismos y salvar al pueblo a su modo, no interpretando con rectitud el modo de Dios y poniéndolo en práctica, sino multiplicando las prescripciones y persiguiendo a los verdaderos profetas:
¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, a quienes mataron vuestros padres! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron y vosotros les edificáis mausoleos. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: ‘Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos de ellos los matarán y perseguirán’; y así a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os digo: se le pedirá cuenta a esta generación.
¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis impedido!
El final del Evangelio desgraciadamente confirma la hipocresía incorregible de la clase religiosa que dirige el país, que impide a los sencillos que encuentren el camino de la salvación: en realidad no buscan a Dios, sino a sí mismos y meditan cómo deshacerse de Jesús como sus antepasados trataron de eliminar a los profetas:
Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo implacablemente y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarlo con alguna palabra de su boca.
Jesús dirá también:
Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado (Jn 15, 18-21).
Que la fe nos une a todos, judíos y gentiles, nos resulta comprensible por la dimensión universal de la salvación obrada por Jesús. Aún más esclarecedora es la posibilidad de participar en ella gracias al sufrimiento de la persecución sufrida por una salvación que nos une y salva a todos sin ninguna discriminación de etnia, pueblo o lazo cultural. El cardenal vietnamita François-Xavier Nguyên Van Thuán, que ya ha sido declarado venerable gracias a la comprobada heroicidad de sus virtudes, es un gran testigo de esta fe y de su eficacia universal. Como cristiano, es alcanzado y redimido por la gracia de Cristo que salva más allá de la ley dada a los judíos. Superando con el sufrimiento de la persecución padecida cualquier reducción legalista de la Ley, gracias al amor obediente, abrazó la misma cruz de Jesús para su salvación personal, para la salvación de los cristianos de su Iglesia de Saigón, hasta alcanzar la salvación de sus perseguidores. Mientras era obispo de Saigón, fue arrestado por los comunistas que habían llegado al poder, fue condenado y permaneció 13 años en prisión. Nombrado Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, se convirtió en cardenal en 2001. Murió en Roma a los 74 años, el 16 de septiembre de 2002, debido a un tumor.
Del 3 al 8 de febrero de 2002, predicó el último retiro espiritual a la Curia romana, más tarde publicado bajo el título: “Descubrir la alegría de la esperanza”. Ofrecemos aquí la penúltima predicación del retiro:
Cuando estaba en prisión, he vivido en ocasiones momentos de desesperación, de revuelta, preguntándome por qué Dios me había abandonado tras haber consagrado mi vida solo a su servicio, para construir iglesias, escuelas, estructuras pastorales, guiar vocaciones, seguir movimientos y experiencias espirituales, desarrollar el diálogo con otras religiones, ayudar a reconstruir mi país después de la guerra, etc. Me preguntaba por qué Dios se había olvidado de mí y de todas las obras emprendidas en su nombre. A menudo no lograba dormir y me sentía angustiado.
Una noche sentí dentro de mí una voz que me decía: ‘Todas esas cosas son obras de Dios, pero no son Dios’. Debía elegir a Dios y no a sus obras. Quizás un día, si Dios lo quiere, puede que vuelva a retomarlas, pero debo dejarle a Él una elección que habría hecho mejor que yo.
A partir de aquel momento, he sentido una paz profunda en mi corazón y, a pesar de todas las pruebas, me he repetido siempre a mí mismo: ‘Dios y no las obras de Dios’. Lo que cuenta es vivir según el Evangelio, únicamente de él y por él, como ha dicho San Pablo: ‘Hago todo por el Evangelio’ (1 Cor 9, 23).
Se necesita vivir de lo esencia de cada cosa, pero sobre todo en el impulso misionero de nuestra vida de pastores, partir de lo esencial. Tener lo esencial en el corazón. Cuando tenemos lo esencial dentro de nosotros, no sentimos necesidad de nada más. También en nuestra vida sacerdotal debemos tener lo esencial en nosotros, es decir, a Dios y su voluntad. Si tienes a Dios lo tienes todo, si no tienes a Dios en el corazón, te falta todo.
Por eso, cuando estaba en prisión, cada día, antes de celebrar la Santa Misa, pensaba en las promesas que había hecho en el momento de mi ordenación episcopal. Con ellas, me había comprometido a tener siempre a Dios, para conservar lo esencial en mi vida: Él y su voluntad. Las promesas hechas en el momento de la ordenación deben, sin embargo, renovarse continuamente dado que son un programa de santidad y, si las mantenemos, somos santos. Esas promesas nos interpelan cada día. Nos exigen una fidelidad que no es la simple repetición del pasado sino la novedad siempre renovada del don de nuestro corazón a Dios y a la Iglesia.
Es la acogida de la gracia de su espíritu lo que hace rejuvenecer en nosotros el compromiso y nos vuelve testigos de una experiencia, cada día nueva, del amor del Señor.
Esto pretendo decir cuando hablo de la exigencia de partir siempre de lo esencial: todo es relativo, todo pasa. Por esta razón quise inscribir en mi anillo episcopal: ‘todo pasa’ (Santa Teresa de Jesús, Nada te turbe). Solo Dios queda y sólo Él basta. No lo olvidemos nunca. Lo esencial no se puede perder sino con el pecado y, si nos esforzamos en ser fieles, lo guardaremos en el corazón y nos dará la alegría de comenzar cada día desde el principio con nuevo ardor y entusiasmo.
(François-Xavier Nguyên Van Thuán, Scoprite la gioia della speranza, Ed. ART, Roma 2002, pp. 79 ss.).