
15 de octubre de 2021 - Memoria de Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia
Viernes, 28ª Semana del Tiempo Ordinario
Rm 4, 1-8
Sal 31
Lc 12, 1-7
Todos los pasajes de la Liturgia de la Palabra ponen de relieve la importancia de la fe por la que el hombre es justificado por Dios por medio de una justicia que supera inmensamente la labor humana.
A alguien que trabaja, el jornal no se le cuenta como gracia, sino como algo debido; en cambio, a alguien que no trabaja, sino que cree en el que justifica al impío, la fe se le cuenta como justicia. Del mismo modo, también David proclama la bienaventuranza de aquel a quien Dios le cuenta la justicia independientemente de las obras. Bienaventurados aquellos a quienes se les perdonaron sus maldades y les sepultaron sus delitos; bienaventurado aquel a quien el Señor no le ha contado el pecado.
El salmo del que se sirve San Pablo en su argumentación es el salmo 31, que proclama la gratuidad absoluta de la salvación, pero requiere en quienes lo reciben la confesión del pecado y una confianza llena de amor, como es, en realidad, la verdadera fe:
Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay engaño. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo los de corazón sincero.
Y es la fe auténtica la que Jesús enseña a las multitudes que se reúnen a su alrededor: no la hipocresía de los fariseos que pretenden salvarse por sí mismos, multiplicando abusivamente los preceptos. La verdadera fe implica la rectitud en el actuar y la plena confianza en Dios, que se cuida también de los gorriones e incluso cuenta los pelos de la cabeza de sus hijos. Jesús se dirige a sus oyentes, a quienes llama con afecto “sus amigos”, y no les oculta la posibilidad del sufrimiento e incluso el martirio, sino que les pide resistencia al pecado y un abandono confiado en la providencia de Dios.
En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos: «Cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía, pues nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, ni nada escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis en la oscuridad será oído a plena luz, y lo que digáis al oído en las recámaras se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más. Os voy a enseñar a quién tenéis que temer: temed al que, después de la muerte, tiene poder para arrojar a la gehenna. A ese tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco pájaros por dos céntimos? Pues ni de uno solo de ellos se olvida Dios. Más aún, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No tengáis miedo: valéis más que muchos pájaros».
La santa de la que se hace memoria en este día, Santa Teresa de Ávila, encarna perfectamente la fe que Jesús pide a sus amigos, llena de asombro y gratuidad. Una fe hecha de confianza, humildad, seguridad en la intervención de la Providencia. Reformadora del Carmelo, junto a San Juan de la Cruz, Teresa fundó personalmente 18 conventos. A su muerte, la reforma contaba con numerosos monasterios, cientos de monjas y la misma cantidad de fundaciones masculinas con un número aún mayor de frailes.
El anhelo misionero es la base de la reforma llevada a cabo por Santa Teresa y de su extraordinaria difusión. De hecho, Teresa estaba convencida de que la radicalidad de la vida monástica es en sí misma una forma de evangelización: la oración de la comunidad, el amor mutuo de los miembros y su alegría son una “buena noticia”, presentada sin muchas palabras, pero visible, que impacta a quien entra en contacto con los monasterios. La santa quería sembrar por todas partes nuevos tabernáculos en todas partes y poblar sus casas con personas que vivieran la adoración a Dios y el amor fraterno en plenitud. Su libro “Las Fundaciones”, del que presentamos algunas páginas, nos da una idea del espíritu misionero de este grande y humilde fundadora:
A los cuatro años, me parece era algo más, (de la primera fundación del Carmelo de San José) acertó a venirme a ver un fraile francisco, llamado fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuime a una ermita con hartas lágrimas. Clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes. Y así me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer. (Fundaciones 1, 7).
[El Padre General] alegróse de ver la manera de vivir y un retrato, aunque imperfecto, del principio de nuestra Orden, y cómo la Regla primera se guardaba en todo rigor, porque en toda la Orden no se guardaba en ningún monasterio, sino la mitigada. Y con la voluntad que tenía de que fuese muy adelante este principio, diome muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios, con censuras para que ningún provincial me pudiese ir a la mano. Estas yo no se las pedí, puesto que entendió de mi manera de proceder en la oración que eran los deseos grandes de ser parte para que algún alma se llegase más a Dios.
Estos medios yo no los procuraba, antes me parecía desatino, porque una mujercilla tan sin poder como yo bien entendía que no podía hacer nada; mas cuando al alma vienen estos deseos no es en su mano desecharlos. El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es; y así, en viendo yo la gran voluntad de nuestro Reverendísimo General para que hiciese más monasterios, me pareció los veía hechos. Acordándome de las palabras que nuestro Señor me había dicho, veía ya algún principio de lo que antes no podía entender […].
Pasados algunos días, considerando yo cuán necesario era, si se hacían monasterios de monjas, que hubiese frailes de la misma Regla, y viendo ya tan pocos en esta Provincia, que aun me parecía se iban a acabar, encomendándolo mucho a nuestro Señor, escribí a nuestro P. General una carta suplicándoselo lo mejor que yo supe, dando las causas por donde sería gran servicio de Dios; y los inconvenientes que podía haber no eran bastantes para dejar tan buena obra, y poniéndole delante el servicio que haría a nuestra Señora, de quien era muy devoto. Ella debía ser la que lo negoció; porque esta carta llegó a su poder estando en Valencia, y desde allí me envió licencia para que se fundasen dos monasterios, como quien deseaba la mayor religión de la Orden […].
Pues estando yo ya consolada con las licencias, creció más mi cuidado, por no haber fraile en la Provincia, que yo entendiese, para ponerlo por obra, ni seglar que quisiese hacer tal comienzo. Yo no hacía sino suplicar a nuestro Señor que siquiera una persona despertase. Tampoco tenía casa, ni cómo la tener. Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra. El ánimo no desfallecía ni la esperanza, que, pues el Señor había dado lo uno, daría lo otro. Ya todo me parecía muy posible, y así lo comencé a poner por obra.
¡Oh grandeza de Dios! ¡Y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga! ¡Y cómo, Señor mío, no queda por Vos el no hacer grandes obras los que os aman, sino por nuestra cobardía y pusilanimidad! Como nunca nos determinamos, sino llenos de mil temores y prudencias humanas, así, Dios mío, no obráis vos vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién, ni de recibir servicios a su costa? Plega a Vuestra Majestad que os haya yo hecho alguno y no tenga más cuenta que dar de lo mucho que he recibido, amén. (Fundaciones 2, 3-7).
Porque me acaecía algunas veces que se trataba de fundación, hallarme con tantos males y dolores, que yo me congojaba mucho, porque me parecía que aun para estar en la celda sin acostarme no estaba; y tornarme a nuestro Señor, quejándome a Su Majestad y diciéndole que cómo quería hiciese lo que no podía, y después, aunque con trabajo, Su Majestad daba fuerzas, y con el hervor que me ponía y el cuidado, parece que me olvidaba de mí.
A lo que ahora me acuerdo nunca dejé fundación por miedo del trabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran contradicción; mas en comenzándolos a andar me parecía poco, viendo en servicio de quién se hacía y considerando que en aquella casa se había de alabar el Señor y haber Santísimo Sacramento. (Fundaciones 18, 4-5).