16 de octubre de 2021 - Sábado, 28ª Semana del Tiempo Ordinario

16 octubre 2021

Rm 4, 13.16-18

Sal 104

Lc 12, 8-12

San Pablo exalta la fe de Abraham, que precisamente por su fe se convirtió en padre de muchos pueblos. Es en virtud de la fe que se cumplen las promesas. La ley dada a Moisés es buena y santa, pero es solo una etapa provisional en el conjunto del plan de salvación, que se cumple en Cristo Jesús y tiene un alcance universal:

Hermanos: No por la ley sino por la justicia de la fe recibieron Abrahán y su descendencia la promesa de que iba a ser heredero del mundo.

Por eso depende de la fe, para que sea según gracia; de este modo, la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la que procede de la ley, sino también para la que procede de la fe de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Según está escrito: «Te he constituido padre de muchos pueblos»; la promesa está asegurada ante aquel en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe. Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: «Así será tu descendencia».

En la lectura cristiana del Salmo 104 se afirma la misma universalidad y fidelidad de Dios, que siempre ha recordado su alianza, hecha con Abraham y su descendencia, incluso antes del don de la ley:

¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente, de la palabra dada, por mil generaciones; de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac. Porque se acordaba de la palabra sagrada qué había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo.

Podemos ver en el pasaje del Evangelio de hoy una explicitación de lo que San Pablo afirmaba en la carta a los Romanos: no solo la ley, sino la fe nos permite reconocer a Cristo como plenitud de las promesas hechas a los Padres. Cuando Jesús siente que crece la hostilidad y el rechazo hacia él, pide a sus fieles que le reconozcan, que no renieguen de él. Asegura que el Espíritu Santo intervendrá en su defensa cuando sean llevados ante los tribunales y les sugerirá lo que deben decir:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios. Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir».

En tiempos recientes, en la Iglesia de Argelia, 19 mártires cristianos nos dieron un gran ejemplo de fe y parresía evangélica; no solo reconocieron a Cristo, sino que, aun pudiendo, no abandonaron el lugar de su servicio y amaron y perdonaron por adelantado a sus perseguidores. Sirviendo a los pocos cristianos del país, viviendo en amistad y en diálogo fraterno con los musulmanes, también ellos hijos de Abraham, padre común de todos, y tratando de aliviar el sufrimiento del prójimo, sin distinciones de raza y religión, dieron testimonio de que el amor es posible y puede hacerse visible incluso en los trágicos momentos de una guerra civil.

Uno de estos 19 mártires fue el dominico Pierre Claverie, obispo de Orán, un pied-noir, nacido y criado en Argelia. Fue asesinado junto a su joven conductor musulmán Mohamed Bouchikhi el 1 de agosto de 1996, durante la guerra civil. Fue beatificado en Orán en 2019, junto con sus 18 compañeros.

Con motivo de su toma de posesión en la catedral de Orán, el 9 de octubre de 1981, el obispo Pierre había indicado, en su homilía, cómo entendía él su misión y la de la Iglesia en una Argelia independiente y totalmente musulmana:

Sí, nuestra Iglesia es enviada en misión. No tengo miedo de decirlo y expresar mi alegría de participar con vosotros en esta misión. Muchas ambigüedades heredadas de la historia se ciernen sobre la misión y sobre los misioneros. Digamos hoy claramente que: no somos y no queremos ser agresores […]. No somos ni queremos ser los soldados de una nueva cruzada contra el Islam, contra la incredulidad o contra nadie […]. No queremos ser agentes de un neocolonialismo económico o cultural que divida al pueblo argelino para dominarlo mejor […]. No somos ni queremos ser de esos evangelizadores proselitistas que creen que honran el amor de Dios con celo indiscreto o una total falta de respeto por los demás, su cultura, su fe […]. Pero somos y queremos ser misioneros del amor de Dios como lo hemos descubierto en Jesucristo. Este amor, infinitamente respetuoso con los hombres, no se impone, no impone nada, no fuerza las conciencias y los corazones. Con delicadeza y con su mera presencia, libera lo que estaba encadenado, reconcilia lo que se rompió, pone en pie lo que fue aplastado […]. Este amor, lo hemos conocido y hemos creído en él […]. Nos ha aferrado y nos ha arrastrado lejos. Creemos que puede renovar la vida de la humanidad con solo reconocerlo un poco […].

En un texto escrito seis meses antes de su muerte, titulado Humanité plurielle, escribía:

En esta experiencia hecha de cierre, luego de crisis y surgimiento del individuo, adquiero la convicción personal de que la humanidad no es sino plural y que, tan pronto como pretendemos – en la Iglesia Católica, hemos tenido la triste experiencia de esto a lo largo de nuestra historia – poseer la verdad o hablar en nombre de la humanidad, caemos en el totalitarismo y la exclusión. Nadie posee la verdad, cada uno la busca, hay ciertamente verdades objetivas pero que nos superan a todos y a las que solo se puede acceder a través de un largo viaje y recomponiendo poco a poco esta verdad, espigando en otras culturas, en otros tipos de humanidad, lo que otros también han adquirido, han buscado en su propio viaje hacia la verdad. Soy creyente, creo que hay un Dios, pero no pretendo poseer a ese Dios, ni a través de Jesús que me lo revela, ni a través de los dogmas de mi fe. No se posee a Dios. No se posee la verdad y tengo necesidad de la verdad de los demás.

A finales de junio de 1996, Pierre Claverie va a Prouilhe, cuna de la Orden Dominicana y, en una predicación, hace entrega de lo que sería su testamento:

Desde que comenzara el drama argelino, a menudo me han preguntado: ‘¿Qué hacéis allí? ¿Por qué os quedáis? ¡Sacudíos el polvo de vuestras sandalias! ¡Volved a casa!’. A casa… ¿dónde está nuestra casa?... Estamos allí a causa de ese Mesías crucificado. ¡Por nada más y por nadie más! No tenemos interés que salvar, ninguna influencia que mantener. No estamos motivados por no sé qué perversión masoquista o suicida. No tenemos poder alguno, pero estamos allí como a la cabecera de un amigo, de un hermano enfermo, en silencio, estrechándole la mano y secándole la frente. Por Jesús, porque es Él quien sufre allí, en esta violencia que no perdona a nadie, crucificado nuevamente en la carne de miles de personas inocentes.

Como María, como San Juan, estamos al pie de la Cruz donde Jesús muere, abandonado por los suyos, escarnecido por la multitud. ¿No es esencial para un cristiano estar allí, en los lugares de sufrimiento, en los lugares de desamparo, de abandono? ¿Dónde estaría la Iglesia de Jesucristo, que es el Cuerpo de Cristo, si no estuviera sobre todo allí? Creo que ella se muere si no está lo suficientemente cerca de la Cruz de Jesús.

Por paradójico que parezca, y San Pablo así lo muestra, la fuerza, la vitalidad, la esperanza, la fecundidad cristiana, la fecundidad de la Iglesia vienen de allí. No de otro lugar o de otro modo. Todo, todo lo demás no es más que polvo, ilusión mundana. Se equivoca la Iglesia y engaña al mundo cuando se erige como un poder entre otros, como una organización, incluso humanitaria, o como un movimiento evangélico a gran escala. Puede brillar, pero no arde con el fuego del amor de Dios, fuerte como la muerte dice el Cantar de los Cantares. Porque se trata de amar aquí, de amar primero, de amar solo. Una pasión por la cual Jesús nos dio el gusto y marcó el camino: no hay mayor amor que dar la vida por los que amamos.

Dar la vida. Esto no está reservado a los mártires o, al menos, estamos llamados tal vez a convertirnos en mártires testigos del don gratuito del amor, del don gratuito de su vida. Este don nos llega de la gracia de Dios dada en Jesucristo. ¡Esto y nada más es dar la vida! En cada decisión, en cada acto, dar concretamente algo de uno mismo: el tiempo, la sonrisa, la amistad, el saber hacer, la presencia, incluso el silencio, incluso la impotencia, la atención, el apoyo material, moral y espiritual, la mano tendida… sin cálculo, sin reservas, sin miedo a perderse….

(Homélie à Prouilhe, 23 juin 1996 : La vie spirituelle, Éditions du cerf, Paris 1997, p. 833-834).