
17 de octubre de 2021 - Domingo, 29ª Semana del Tiempo Ordinario
Is 53, 10-11
Sal 32
Heb 4, 14-16
Mc 10, 35-45
El tema de la liturgia de la Palabra de este XXIX Domingo del Tiempo Ordinario es el de la vida concebida y vivida como un servicio, no como una posesión. La primera lectura nos ofrece el cuarto canto del siervo de Yahvé, en cuyo sufrimiento y humillación la Iglesia ve una prefiguración del sufrimiento y la muerte de Cristo, que sufre por nosotros, se une a nosotros y nos redime de nuestros pecados:
El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos.
Solo debemos esperar en Él, porque Él solo es nuestro verdadero punto de referencia: la tierra está llena de su amor, Él es nuestra ayuda y nuestro escudo:
La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti (Sal 32).
La carta a los Hebreos nos invita a la firmeza de la fe en Aquel que, a pesar de ser el Hijo de Dios, quería experimentar por amor la debilidad, la tentación y el dolor que caracterizan la condición humana después del pecado. Precisamente por esto podemos acercarnos a él con plena confianza:
Hermanos: Ya que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de fe. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno.
En el Evangelio vemos que la actitud de los hijos de Zebedeo es exactamente la opuesta a la de su Maestro: se comportan como adolescentes jactanciosos, que solo pretenden ser los primeros y brillar frente a sus compañeros que, obviamente, se indignan.
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir». Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?». Contestaron: «Podemos». Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
La respuesta de Jesús a la solicitud pretenciosa de los hijos de Zebedeo está llena de ternura: hace notar a los dos discípulos que han pedido un privilegio cuya importancia, en su ignorancia, no comprenden y que no le corresponde a él conceder, pero parece aprobar su audaz confianza al afirmar que son capaces de beber su cáliz: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar”. Es como si se entristeciera por la parte de sufrimiento y muerte que sus apóstoles tendrán que asumir seguramente dada su condición humana y por el amor que le brindan a él, el Maestro, aunque sea pequeño e imperfecto.
Entonces Jesús, consciente de que la indignación de los otros diez está al mismo nivel que la pretensión de Santiago y Juan, les da a todos una lección admirable de humildad, servicio y don de sí mismo, mostrando quién es el verdadero discípulo:
Jesús, llamándolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos».
La liturgia dominical tiene prioridad sobre las memorias de los santos, pero hoy no podemos dejar de recordar a San Ignacio de Antioquía, llamado Teóforo, obispo y mártir sirio, segundo sucesor de San Pedro en la cátedra de Antioquía, contado entre los padres apostólicos y padres de la Iglesia.
Gran testigo del fervor de la Iglesia Apostólica, su amor a Cristo ha hecho de él uno de los mayores apóstoles y misioneros.
Imitando su Maestro, se convirtió también en un siervo sufriente como afirma Isaías en la primera lectura y fue un sacerdote probado como Jesús, como se lee en la carta a los Hebreos. Bebió el cáliz del Señor y se convirtió en esclavo de todos, según la invitación del Evangelio.
Llevado a Roma para ser despedazado por las fieras, murió en el décimo año del emperador Trajano. Durante su viaje, encadenado y atormentado por un puñado de soldados (los “diez leopardos”), escribió siete cartas dirigidas a las Iglesias de Asia y Grecia.
Escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que estoy presto a morir de buena gana por Dios, si vosotros no lo impedís. A vosotros os suplico que no tengáis para conmigo una benevolencia intempestiva. Dejadme ser alimento de las fieras, por medio de las cuales pueda yo alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios que ha de ser molido por los dientes de las fieras, para ser presentado como pan limpio de Cristo. En todo caso, más bien halagad a las fieras para que se conviertan en sepulcro mío sin dejar rastro de mi cuerpo: así no seré molesto a nadie ni después de muerto. Cuando mi cuerpo haya desaparecido de este mundo, entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Haced súplicas a Cristo por mí para que por medio de esos instrumentos pueda yo ser sacrificado para Dios.
No os doy órdenes como Pedro y Pablo. Aquellos eran Apóstoles; yo soy un condenado; aquellos, libres; yo, hasta ahora, un esclavo. Pero si sufro el martirio, seré un liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre. Ahora encadenado, aprendo a no desear nada.
Desde Siria hasta Roma vengo luchando con fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado a diez leopardos, que eso son los soldados del piquete, los cuales, cuanto más atenciones les tiene uno, peores se vuelven. Pero yo con sus malos tratos aprendo a ser mejor discípulo, aunque no por esto me tengo por justificado. Estoy anhelando las fieras que me están preparadas, y pido que pronto se echen sobre mí. Yo mismo las azuzaré para que me devoren al punto, y no suceda lo que en algunos casos, que amedrentadas no se acercan a sus víctimas. Si no quisieran hacerlo de grado, yo las forzaré. Perdonadme que diga esto: yo sé lo que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Que nada de lo visible o de lo invisible me impida maliciosamente alcanzar a Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos, descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, torturas atroces del diablo, sólo con que pueda yo alcanzar a Cristo.
De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos de este siglo. Para mí es más bello morir y pasar a Cristo, que reinar sobre los confines de la tierra. Voy en pos de aquel que murió por nosotros: voy en pos de aquel que resucitó por nosotros. Mi parto está ya inminente. Perdonad lo que digo, hermanos: no me impidáis vivir, no os empeñéis en que no muera; no me entreguéis al mundo, cuando yo quiero ser de Dios, ni me engañéis con las cosas materiales. Dejadme llegar a la luz pura, que una vez llegado allí seré verdaderamente hombre. Dejadme que sea imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de sí, entenderá mi actitud, y tendrá los mismos sentimientos que yo, pues sabrá qué es lo que me apremia.
El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo.
Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: Ven al Padre. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.
No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.
Recordad en vuestras oraciones a la Iglesia de Siria, que tiene a Dios como su pastor en lugar mío. Jesucristo sólo será su obispo —Él y vuestro amor—. Pero en cuanto a mí, me avergüenzo de ser llamado uno de ellos; porque ni soy digno, siendo como soy el último de todos ellos y nacido fuera de sazón; pero he hallado misericordia para que sea alguien si es que llego a Dios. Mi espíritu os saluda, y el amor de las iglesias que me han recibido en el nombre de Jesucristo, no como mero transeúnte: porque incluso aquellas iglesias que no se hallan en mi ruta según la carne vinieron a verme de ciudad en ciudad.
Ahora os escribo estas cosas desde Esmirna por mano de los efesios, que son dignos de todo parabién. Y Crocus también, un nombre que me es muy querido, está conmigo, y muchos otros también. Por lo que se refiere a los que fueron antes que yo de Siria a Roma para la gloria de Dios, creo que ya habéis recibido instrucciones; hacedles saber que estoy cerca; porque ellos son todos dignos de Dios y de vosotros, y es bueno que renovéis su vigor en todas las cosas.
Estas cosas os escribo el día 9 antes de las calendas de septiembre. Pasadlo bien hasta el fin en la paciente espera de Jesucristo.
(Ignace aux Romains, IV-X, Sources Chrétiennes, N° 10, Ed. du Cerf, Paris, 1969, pp. 107- 19)