18 de octubre de 2021 - Fiesta de San Lucas Evangelista

18 octubre 2021

2 Tm 4, 10-17b

Sal 144

Lc 10, 1-9

Escribano de la mansedumbre de Cristo, como lo define Dante Alighieri, Lucas, discípulo de la segunda generación cristiana, era un hombre culto, un médico, probablemente de Antioquía de Siria. No pertenecía al grupo de los apóstoles ni a los 72 discípulos y no había conocido a Jesús.

Escribe San Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi:

El testimonio que el Señor da de sí mismo y que San Lucas ha recogido en su Evangelio «Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades», tiene sin duda un gran alcance, ya que define en una sola frase toda la misión de Jesús: «porque para esto he sido enviado». Estas palabras alcanzan todo su significado cuando se las considera a la luz de los versículos anteriores en los que Cristo se aplica a sí mismo las palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres». Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuestas por Dios, tal es la misión para la que Jesús se declara enviado por el Padre; todos los aspectos de su Misterio —la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos, el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos— forman parte de su actividad evangelizadora (EN 6, 8 de diciembre de 1975).

El Evangelio de San Lucas da testimonio de la gran misericordia de Dios y de la predilección de Jesús por los pobres. Es el Evangelio de la oración y la alegría. Los personajes femeninos son numerosos en su Evangelio y siempre son tratados con delicadeza. Puede pensarse que las noticias sobre el anuncio del ángel a María, sobre el nacimiento y la infancia del Mesías le fueron comunicadas directamente por María o al menos por testigos creíbles que vivían con María. La leyenda dice que San Lucas también fue un hábil pintor: se le han atribuido muchos iconos de la Virgen.

La modestia de San Lucas, a quien, además del Evangelio, se le atribuye el libro de los Hechos de los Apóstoles, que es su continuación, es tal que llegamos a conocer su nombre solo por San Pablo, al que acompañó en algunos viajes y que lo cita tres veces.

Querido hermano: Demas me ha abandonado, enamorado de este mundo presente, y se marchó a Tesalónica; Crescente, a Galacia; Tito, a Dalmacia; Lucas es el único que está conmigo. Toma a Marcos y tráelo contigo, pues me es útil para el ministerio. A Tíquico lo envié a Éfeso. El manto que dejé en Tróade, en casa de Carpo, tráelo cuando vengas, y también los libros, sobre todo los pergaminos (2 Tim 4, 10-13).

Al igual que Pablo, San Lucas fue un gran propagador de la “buena noticia” de Cristo y, con él, llevó a cumplimiento el anuncio del Evangelio de manera que lo oyeran todas las naciones.

Alejandro, el herrero, se ha portado muy mal conmigo; el Señor le dará el pago conforme a sus obras. Guárdate de él también tú, porque se opuso vehementemente a nuestras palabras. En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta! Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones (2 Tim 4, 14-17b).

El salmo responsorial invita al cosmos y a los fieles a alabar y bendecir al Señor. Todas las cosas y todos los hombres deben hablar de la gloria y del poder de Dios para darlos a conocer a todos. Deben comunicar a todos que Dios reina para siempre con justicia y bondad y está cerca de quien lo invoca:

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad. El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente.

El Evangelio nos describe el envío en misión de los discípulos:

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: El reino de Dios ha llegado a vosotros».

Para comentar este Evangelio, elegimos la homilía de otro gran evangelizador: San Gregorio Magno, Padre y Doctor de la Iglesia. Primero Prefecto de Roma, se convirtió en monje benedictino y luego fue elegido Sumo Pontífice en tiempos extremadamente difíciles para la ciudad de Roma, para la Iglesia y para Europa; fue él quien envió cuarenta monjes benedictinos para evangelizar Gran Bretaña, obteniendo la conversión de aquellos pueblos:

Nuestro Señor y Salvador, hermanos muy amados, nos enseña unas veces con sus palabras, otras con sus obras. Sus hechos, en efecto, son normas de conducta, ya que con ellos nos da a entender tácitamente lo que debemos hacer.

Manda a sus discípulos a predicar de dos en dos, ya que es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo. El Señor envía a los discípulos a predicar de dos en dos, y, con ello nos indica sin palabras que el que no tiene caridad para con los demás no puede aceptar, en modo alguno, el ministerio de la predicación.

Con razón se dice que los mandó por delante a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. En efecto, el Señor viene detrás de sus predicadores, ya que, habiendo precedido la predicación, viene entonces el Señor a la morada de nuestro interior, cuando ésta ha sido preparada por las palabras de exhortación, que han abierto nuestro espíritu a la verdad. En este sentido, dice Isaías a los predicadores: Preparadle un camino al Señor; allanad una calzada para nuestro Dios. Por esto, les dice también el salmista: Alfombrad el camino del que sube sobre el ocaso.

Sobre el ocaso, en efecto, sube el Señor, ya que en el declive de su pasión fue precisamente cuando, por su resurrección, puso más plenamente de manifiesto su gloria. Sube sobre el ocaso, porque, con su resurrección, pisoteó la muerte que había sufrido. Por esto, nosotros alfombramos el camino del que sube sobre el ocaso cuando os anunciamos su gloria, para que él, viniendo a continuación, os ilumine con su presencia amorosa.

Escuchemos lo que dice el Señor a los predicadores que envía a sus campos: La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Por tanto, para una mies abundante son pocos los trabajadores; al escuchar esto, no podemos dejar de sentir una gran tristeza, porque hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas. Mirad cómo el mundo está lleno de sacerdotes, y, sin embargo, es muy difícil encontrar un trabajador para la mies del Señor; porque hemos recibido el ministerio sacerdotal, pero no cumplimos con los deberes de este ministerio.

Pensad, pues, amados hermanos, pensad bien en los que dice el Evangelio: Rogad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Rogad también por nosotros, para que nuestro trabajo en bien vuestro sea fructuoso y para que nuestra voz no deje de exhortaros, no sea que, después de haber recibido el ministerio de la predicación, seamos acusados antes el justo Juez por nuestro silencio.

Porque unas veces los predicadores no dejan oír su voz a causa de su propia maldad, otras, en cambio, son los súbditos quienes impiden que la palabra de los que presiden nuestras asambleas llegue al pueblo. Efectivamente, muchas veces es la propia maldad la que impide a los predicadores levantar su voz, como lo afirma el salmista: Dios dice al pecador: ¿por qué recitas mis preceptos?

Otras veces, en cambio, son los subidos quienes impiden que se oiga la voz de los predicadores, como dice el Señor a Ezequiel: Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo y no podrás ser su acusador; pues son casa rebelde. Como si claramente dijera: No quiero que prediques, porque este pueblo, con sus obras, me irrita hasta tal punto que se ha hecho indigno de oír la exhortación para convertirse a la verdad. Es difícil averiguar por culpa de quién deja de llegar al pueblo la palabra del predicador, pero, en cambio, fácilmente se ve cómo el silencio del predicador perjudica siempre al pueblo y, algunas veces, incluso al mismo predicador. Y hay aún, amados hermanos, otra cosa, en la vida de los pastores que me aflige sobremanera; pero, a fin de que lo que voy a decir no parezca injurioso para algunos, empiezo por acusarme yo mismo de que, aun sin desearlo, he caído en este defecto, arrastrado sin duda por el ambiente de este calamitoso tiempo en que vivimos. Me refiero a que nos vemos como arrastrados a vivir de una manera mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando, en cambio, las obligaciones de este ministerio.

Así, contemplamos plácidamente cómo los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y nosotros no decimos nada; se hunden en el pecado, y nosotros nada hacemos para darles la mano y sacarlos del abismo.

Pero, ¿cómo podríamos corregir a nuestros hermanos, nosotros, que descuidamos incluso nuestra propia vida? Entregados a las cosas de este mundo, nos vamos volviendo tanto más insensibles a las realidades del espíritu, cuanto mayor empeño ponemos en interesarnos por las cosas visibles.

Por esto dice muy bien la Iglesia, refiriéndose a sus miembros enfermos: Me pusieron a guardar sus viñas; y mi viña, la mía, no la supe guardar. Elegidos como guardas de las viñas, no custodiamos ni tan solo nuestra propia viña, sino que, entregándonos a cosas ajenas a nuestro oficio, descuidamos los deberes de nuestro ministerio.

(Homilía 17, a los obispos en Letrán).