19 de octubre de 2021 - Memoria libre de los Santos Juan de Brebeuf, Isaac Jogues y Compañeros, mártires. Memoria libre del Beato Jerzy Popiełuszko, mártir.

19 octubre 2021

Martes, 29ª Semana del Tiempo Ordinario

Rm 5, 12.15b.17-19.20b-21

Sal 39

Lc 12, 35-38

Hermanos, lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron. Si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos. Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado a través de uno solo, con cuánta más razón los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo.

En resumen, lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos. Pues, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos.

Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que, lo mismo que reinó el pecado a través de la muerte, así también reinara la gracia por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor.

La muerte entró en el mundo debido al pecado de Adán y todos los hombres, perteneciendo al linaje de Adán, recibieron la muerte de él como herencia. Jesucristo, el nuevo Adán, trae un nuevo comienzo al mundo, derrama sobre todos los hombres la justificación, que da vida. Esta vida que nos da Cristo no tiene parangón con la precedente: hemos recibido una gracia sobreabundante, un encumbramiento de nuestra naturaleza humana: nos hemos convertido en hijos en el Hijo, hemos recibido el Espíritu Santo y nuestra herencia es la vida eterna. Verdaderamente, la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos.

El Salmo 39, elegido como salmo responsorial, es un salmo mesiánico, que termina con la acción de la gracia y la exultación de todos los que buscan a Dios: alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; digan siempre: “Grande es el Señor”, los que desean tu salvación.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios; entonces yo digo: «Aquí estoy». «– Como está escrito en mi libro – para hacer tu voluntad. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas».

He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes. Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; digan siempre: «Grande es el Señor», los que desean tu salvación.

Sin embargo, el recuerdo de cómo la carta a los Hebreos cita este salmo atenúa la alegría de la salvación, haciéndonos conscientes del precio pagado por Cristo para dárnosla, para elevarnos a la dignidad de hijos de Dios Padre y hermanos suyos:

Entonces dije: Heme aquí (como en el rollo del libro está escrito de mí) para hacer, oh Dios, tu voluntad. Diciendo arriba: Sacrificio y ofrenda, y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), entonces dijo: Heme aquí para hacer, oh Dios, tu voluntad. Quita lo primero, para establecer lo segundo. En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez y para siempre (Heb 10, 7-10).

La victoria de Cristo sobre la muerte, pagada a un precio muy alto, exige de los salvados una actitud de vigilancia atenta y amorosa espera, ya que él regresará para llevarse a sus hermanos, a quienes quiere hacer partícipes de su triunfo. Jesús describe la vida terrena como una noche en la que Él volverá: ciertamente, incluso aunque siempre permanece con nosotros acompañándonos en la vida y en la muerte, su regreso definitivo será un juicio de recompensa o condena. ¡Bienaventurados los que lo hayan esperado como servidores obedientes, cumpliendo su servicio con celo y amor!

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan, a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.

Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo.

Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos».

La imagen del amo que recompensa a los sirvientes fieles haciéndoles sentarse a la mesa y sirviéndoles, es solo una figura de la dicha que espera a aquellos que, en la vida aquí abajo, han estado siempre preparados, esperando a su señor: lo han servido en el prójimo y se han unido al sacrificio de Cristo en el martirio. Han unido su obediencia a la de su Salvador, contribuyendo así a la salvación de todos. Para ejemplificar las lecturas de hoy, proponemos algunos textos de los santos mártires canadienses y del beato Jerzy Popiełuszko, cuya memoria litúrgica libre cae en el día de hoy.

Juan de Brébeuf, jesuita, es la figura más prominente entre los ocho misioneros canadienses mártires. Sufrió el martirio junto con otro jesuita a manos de los iroqueses en marzo de 1649. Adjuntamos un pasaje de sus “Notas espirituales”:

Durante dos días consecutivos he sentido en mí un gran deseo de martirio y un ansia viva de soportar todos los tormentos que sufrieron los mártires. Mi Dios y mi Salvador Jesús, ¿qué puedo darte por todos los bienes con los que me has dispuesto? Tomaré de tu mano el cáliz de tus sufrimientos e invocaré tu nombre. En presencia de tu Padre eterno y del Espíritu Santo, en presencia de tu Santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, apóstoles y mártires, ante mis venerables padres San Ignacio y San Francisco Javier, hago voto, sí, mi Salvador Jesús, hago voto de nunca sustraerme, en cuanto esté de mi parte, a la gracia del martirio, si por tu infinita misericordia, algún día quisieras presentármela a mí, tu indigno siervo.

Hasta tal punto me obligo a mí mismo que, por el resto de mi vida, quiero que ya no se me dé ni se me permita huir de las ocasiones de morir y derramar mi sangre por ti, a menos que a veces me parezca más conveniente a tu gloria comportarme de forma diferente. Y cuando haya recibido el golpe fatal, me obligo a aceptarlo de tu mano con todo el deseo y la alegría de mi corazón. Y por ello, mi amado Jesús, te ofrezco desde este momento, con los sentimientos de alegría que siento, mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que yo no muera sino solo por ti, si me haces esta gracia, porque Tú te dignaste a morir por mí. Déjame vivir de tal manera que me tengas que conceder este favor de morir tan felizmente.

Así, mi Dios y mi Salvador, tomaré de tu mano el cáliz de tus sufrimientos e invocaré tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

¡Oh Dios mío, cuánto lamento que no seas conocido y que entre estos pueblos bárbaros sean tan pocos los que han abrazado tu fe! ¡El pecado aún no ha desaparecido y tú no eres amado! Sí, mi Dios, si todos los tormentos que los prisioneros pueden soportar en estos países con la crueldad de las torturas se derraman sobre mí, estoy dispuesto con todo mi corazón a soportarlos y a sufrirlos todos, incluso solo.

Este voto de Juan de Brébeuf fue inspirado, evidentemente, por el Espíritu Santo, porque, sin una intervención específica de Dios, no habría podido soportar el martirio, que fue de un horror y una crueldad inauditos, como lo atestigua la Relación que nos dejó el padre jesuita. P.J.M. Chamounot.

No menos cruel y horroroso fue el asesinato del joven sacerdote Jerzy Popiełuszko, que la liturgia celebra hoy. El martirio tuvo lugar en octubre de 1984 y la causa del asesinato fue el “abuso de la libertad de conciencia alcanzado en la República Popular de Polonia”.

A continuación extractos de dos predicaciones del padre Popiełuszko:

Gracias a la muerte y resurrección de Cristo, el símbolo de la vergüenza y la humillación se ha convertido en el del coraje, la ayuda y la hermandad. Hoy, en el signo de la cruz, captamos lo que es más hermoso y más valioso en el hombre. Es a través de la cruz que nos acercamos a la resurrección. No hay otra manera. Y es por eso que las cruces de nuestra patria, nuestras cruces personales, las de nuestras familias, deben conducir a la victoria, a la resurrección, si las unimos al Cristo que ha vencido la cruz (J. Popiełuszko, Il cammino della mia croce. Messe a Varsavia, Queriniana, Brescia, 1985, pág. 74).

Que la Semana Santa y la Pascua sean un tiempo de oración, para nosotros que presentamos las cruces de nuestro sufrimiento, las cruces de nuestra salvación: signos de la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. Y que para vosotros, hermanos, que en vuestros corazones sentís un odio de mercenarios, sea un tiempo para reflexionar sobre el hecho de que la fuerza no puede vencer, aunque pueda, por un poco de tiempo, triunfar. Tenemos la mejor prueba de esto al pie de la cruz de Cristo. También allí hubo violencia, hubo odio a la verdad. Pero fuerza y odio fueron vencidos por el amor activo de Cristo. Por lo tanto, seamos fuertes en el amor, orando por nuestros hermanos extraviados, sin condenar a ninguno, estigmatizando y desenmascarando el mal. Como verdaderos fieles, oremos con las palabras de Cristo, con las palabras pronunciadas por Él en la cruz: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Y concédenos, oh Cristo, ser más sensibles al poder del amor que al de la opresión y el odio (Grazyna Sikorska, Vita e morte di Jerzy Popieluszko, Ed. Queriniana, Brescia, 1986, Messa a Varsavia, marzo 1983, p. 67).

Como siempre, la fuerza del martirio ha tenido y tendrá una fecundidad misionera superior a cualquier forma de predicación, porque “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”.