2 de octubre de 2021, Memoria de los Santos Ángeles Custodios
Sábado, 26ª Semana del Tiempo Ordinario
Bar 4, 5-12.27-29
Sal 68
Lc 10, 17-24
El tema principal de los textos de la celebración de hoy es el consuelo, que tiene como consecuencia la alegría: el profeta Baruc, que había anunciado al pueblo sus pecados, su alejamiento de Dios y consiguiente castigo, ahora se convierte en mensajero de consuelo y de esperanza:
¡Ánimo, pueblo mío, que llevas el nombre de Israel! Os vendieron a naciones extranjeras, pero no para ser aniquilados. Por la cólera de Dios contra vosotros, os entregaron en poder del enemigo, porque irritasteis a vuestro Creador, sacrificando a demonios, no a Dios; os olvidasteis del Señor eterno, del Señor que os había alimentado, y afligisteis a Jerusalén que os criaba. Cuando ella vio que el castigo de Dios se avecinaba, dijo: Escuchad, habitantes de Sion, Dios me ha cubierto de aflicción. He visto que el Eterno ha mandado cautivos a mis hijos y a mis hijas; los había criado con alegría, los despedí con lágrimas de pena. Que nadie se alegre cuando vea a esta viuda abandonada de todos. Si ahora me encuentro desierta, es por los pecados de mis hijos, que se apartaron de la ley de Dios. ¡Ánimo, hijos! Gritad a Dios, os castigó pero se acordará de vosotros. Si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño. El mismo que os mandó las desgracias os mandará el gozo eterno de vuestra salvación.
El salmo responsorial es un himno de júbilo por el consuelo que Dios, en su misericordia, ofrece a los pobres:
Miradlo, los humildes, y alegraos, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. Alábenlo el cielo y la tierra, las aguas y cuanto bulle en ellas. Dios salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá, y las habitarán en posesión. La estirpe de sus siervos la heredará, los que aman su nombre vivirán en ella.
Dios sabe bien que la fragilidad del corazón humano no permite que sus hijos vivan sin esperanza y sin alegría y, por eso, da orden a sus mensajeros de que les lleven palabras de aliento, alternando los reproches con las invitaciones a la alegría y a pensar en un futuro de bienestar y de paz, que es solo un preanuncio de la salvación y de la alegría eterna de cuando los salvados entrarán en la alegría trinitaria y Dios será todo en todos.
En el hermoso pasaje del Evangelio de Lucas, Jesús participa de la alegría de los setenta y dos discípulos que vuelven triunfantes de la misión y que, con ingenuo orgullo, le cuentan su victoria sobre los demonios. Comparte la felicidad de los suyos porque, en su nombre, ha comenzado por medio de ellos la derrota de los demonios, y afirma su victoria sobre el mal y el poder que les ha dado a sus discípulos para vencer las argucias del enemigo:
En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Jesús les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno» (Lc 10, 17-19).
Después, sin embargo, con gran realismo les instruye, recordándoles la alegría que nadie puede quitarles: no la del éxito momentáneo, la de la propia afirmación y la de la ausencia de rechazo por parte de quien escucha, de sufrimiento que ciertamente vendrá, sino aquella alegría que permanece para siempre, que proviene de la conciencia de que sus nombres están escritos en los cielos, es decir, que son amados por Dios con un amor inagotable, que ya están salvados en potencia, que ya no son extranjeros ni invitados, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios. Unidos a Cristo, que en la encarnación se ha vuelto su hermano, convertidos en hijos en el Hijo, tienen el privilegio de participar en su misma misión, en la misión que el Padre le ha dado al Hijo, pero que, igual que para Él, implica también fracaso, dolor y muerte:
Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo (Lc 10, 20).
Viene después una escena magnífica, en la que Jesús se presenta a los discípulos en toda la belleza de su humanidad divina: da testimonio del amor infinito que tiene por el Padre y, al mismo tiempo, del amor paciente y misericordioso que tiene por los suyos, la ternura con que los mira en su fragilidad y debilidad:
En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 21-22).
A nosotros, cristianos, a quienes se nos ha concedido esta revelación, nos toca la tarea de continuar la misión del Hijo y de conformarnos con Él, según la vocación que cada uno ha recibido, aceptando alegremente el entrelazamiento de sufrimiento y alegría que conlleva toda existencia humana, enraizada en el bautismo y, por tanto, salvada, fruto de la resurrección de Cristo.
Motivo de gran esperanza, seguridad y alegría por el éxito de una obra tan sencilla pero, a la vez, tan difícil, es el hecho de que, desde sus comienzos hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de la protección e intercesión de los ángeles (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 336). Verdaderos misioneros de cara a la humanidad, los ángeles anuncian los grandes misterios de la salvación, los acompañan en las dificultades, luchan con el demonio y lo vencen. Son un signo concreto de la preocupación de Dios por nuestra vida cotidiana, en sus preocupaciones ordinarias, pequeñas o grandes, en sus alegrías y sufrimientos de todos los días.
Como escribe el Papa Francisco en su Mensaje a las Obras Misionales Pontificias del 21 de mayo de 2020, Dios está cerca de nosotros en nuestra vida, se acerca a nosotros en la vida cotidiana de nuestras cosas, de nuestros afectos y de nuestras necesidades. Nos cuida concretamente.
Jesús encontró a sus primeros discípulos en la orilla del lago de Galilea, mientras estaban ocupados en su trabajo. No los encontró en un convenio, ni en un seminario de formación, ni en el templo. Desde siempre, el anuncio de salvación de Jesús llega a las personas allí donde se encuentran y así como son en la vida de cada día. La vida ordinaria de todos, la participación en las necesidades, esperanzas y problemas de todos, es el lugar y la condición en la que quien ha reconocido el amor de Cristo y ha recibido el don del Espíritu Santo puede dar razón a quien le pregunte de la fe, de la esperanza y de la caridad. Caminando juntos, con los demás. Principalmente en este tiempo en el que vivimos, no se trata de inventar itinerarios de adiestramiento ‘dedicados’, de crear mundos paralelos, de construir burbujas mediáticas en las que hacer resonar los propios eslóganes, las propias declaraciones de intenciones, reducidas a tranquilizadores ‘nominalismos declaratorios’. He recordado ya otras veces - a modo de ejemplo - que en la Iglesia hay quien continúa a evocar enfáticamente el eslogan: ‘Es la hora de los laicos’, pero mientras tanto parece que el reloj se hubiera parado.
La presencia junto a cada uno de nosotros de un ángel, enviado por Dios para iluminarnos, protegernos, regirnos y gobernarnos, contribuye a garantizar que cada uno de nosotros pueda alcanzar con seguridad el estado de felicidad suprema y definitiva a la que Dios nos llama: la vida que no tendrá fin, con María, los Ángeles y los Santos, la visión de Dios “cara a cara”, la comunión de amor con la Santísima Trinidad (cfr. Compendio del Catecismo, 209).
Dado entonces que cada creyente tiene un ángel a su lado como protector y pastor, en este segundo día del mes de octubre, la Iglesia nos invita a recordar a nuestros ángeles guardianes, fieles servidores de Dios de quien son los mensajeros, en cumplimiento de la misión de salvación para todos los hombres (cfr. Compendio del Catecismo, 60-61).
San Bernardo de Claraval, abad y teólogo místico de la orden monástica cisterciense, comenta en uno de sus sermones la frase del Salmo 90: “él dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos tus caminos” (Sal 90, 11), ayudándonos a reflexionar sobre quiénes son los ángeles e invitándonos a agradecer al Señor por su misericordia y sus maravillas hacia los hijos de los hombres:
Denle gracias y digan también los gentiles: ‘El Señor ha estado grande con ellos. Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él, o el hijo del hombre, que así lo aprecias?’. Te acercas cariñosamente a él, te desvives y cuidas de él. Le envías, además, tu Unigénito, le infundes tu Espíritu y hasta le prometes tu gloria. No quieres que en los cielos desaparezca esta atención hacia nosotros; por eso nos envías a los espíritus bienaventurados para que nos sirvan, les asignas nuestra custodia y los haces guías nuestros […].
‘Él dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos tus caminos’. ¡Cuánto respeto debe infundirte esta palabra, qué devoción debe suscitarte, qué confianza debe darte! Respeto por su presencia; devoción, por su benevolencia; confianza por su custodia. Anda siempre con recato; los Ángeles están presentes en todas partes, en todos tus caminos […].
A pesar de que él se lo mandó, no debemos ser desagradecidos para con ellos, ya que le obedecen con tanto esmero y nos ayudan en tanta necesidad. Seamos, pues, adictos suyos, estemos agradecidos a tan maravillosos custodios; correspondamos a su amor, honrémosles cuanto podamos y debemos. Pero entreguemos todo nuestro amor a quien, tanto a ellos como a nosotros, nos ha concedido poder amarle y honrarle y ser amados y honrados […].
Amemos afectuosamente a sus ángeles como a futuros coherederos nuestros, designados en el momento presente por el Padre como nuestros guías, tutores y caudillos puestos sobre nosotros. […].
¿Por qué vamos a temer teniendo estos custodios? No pueden ser vencidos ni engañados, y menos aún son capaces de engañarnos los que nos guardan en todos nuestros caminos. Son fieles, son prudentes, son poderosos; ¿por qué tememos? Limitémonos a seguirles, unámonos a ellos, y viviremos a la sombra del Todopoderoso” (Sermón 12 sobre el salmo 90 “El que habita”, 3, 6-8, Obras Completas de San Bernardo, III, BAC, 1985, págs. 571-575).
Solo podemos añadir a las palabras del santo abad de Claraval una exhortación práctica: en la medida en que Dios nos lo conceda y sea posible, continuemos la misión de nuestros mensajeros celestiales y convirtámonos también nosotros en “ángeles” para nuestros hermanos y hermanas. La fe de los sencillos y el lenguaje popular no se equivocan, calificando con el nombre de “ángel”, a quien lleva un servicio de consuelo, defensa y acompañamiento de cara al prójimo. Los misioneros con más éxito son los ángeles y los santos.