
21 de octubre de 2021 - Jueves, 29ª Semana del Tiempo Ordinario
Rm 6, 19-23
Sal 1
Lc 12, 49-53
Los hermanos de la Iglesia de Roma, a los que San Pablo se dirige en este pasaje de la epístola, habían hecho una elección: habían pasado de la esclavitud del pecado al servicio de Dios. En el primer caso, los pecadores eran aparentemente libres (y de hecho se avergüenzan de lo que hacían), mientras que ahora, aun sirviendo, han adquirido la verdadera libertad. La elección siempre se hace entre dos señores. No se puede servir un poquito a uno y un poquito al otro: el hombre o sirve a Dios o sirve al pecado. La verdadera diferencia entre las dos situaciones de servidumbre se encuentra al final del camino, porque el pecado lleva a la muerte, mientras que la conversión al servicio de Dios lleva a la vida eterna:
Hermanos: Hablo al modo humano, adaptándome a vuestra debilidad natural: lo mismo que antes ofrecisteis vuestros miembros a la impureza y a la maldad, como esclavos suyos, para que obrasen la maldad, ofreced ahora vuestros miembros a la justicia, como esclavos suyos, para vuestra santificación.
Pues cuando erais esclavos del pecado, erais libres en lo que toca a la justicia. ¿Y qué fruto obteníais entonces? Cosas de las que ahora os avergonzáis, porque conducen a la muerte.
Ahora, en cambio, liberados del pecado y hechos esclavos de Dios, dais frutos para la santidad que conducen a la vida eterna. Porque la paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.
El salmo responsorial reafirma lo oportuno de una buena elección: el hombre que se aparta del pecado es bienaventurado, encuentra su alegría, triunfa en todo lo que hace, porque el Señor protege el camino de los justos pero el camino de los impíos acaba mal. Incluso si la realidad contradice a menudo el optimismo del salmista, él sabe que la verdadera felicidad se encuentra solo en Dios:
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos pero el camino de los impíos acaba mal.
También en el Evangelio podemos leer la elección indispensable que debe hacer el hombre y que está confiada al don de la libertad que Dios le ha concedido. Jesús vino a echar fuego sobre la tierra y el fuego del que habla es el Espíritu Santo. Quiere que se encienda, pero esto solo sucederá después de su pasión, muerte y resurrección. Sin embargo, si se rechaza el fuego del Espíritu, que es amor que quema el pecado y abre al don total, surge la división dentro de la misma familia. He aquí la oposición, la persecución, la elección de otro señor. En este caso, el símbolo del fuego puede llegar a convertirse en el fuego del juicio, en salario de muerte.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Las palabras de Jesús, “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!”, pueden ser una advertencia para todo cristiano que quiera que Cristo sea conocido, que el Espíritu Santo se difunda por todas partes y que todos los hombres puedan libremente hacer la elección justa, que los conducirá a la bienaventuranza eterna. Todo cristiano, guiado por el Espíritu Santo, es testigo y misionero, como afirma el Papa Francisco en la homilía pronunciada en Washington con ocasión de la canonización del franciscano Fray Junípero Serra, padre de las misiones de California (1713-1784).
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del Evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose. El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan a todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando. A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28, 19). La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien. La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan. Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros. Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús, a todos, vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de Dios. La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no teme al error; teme al encierro, a la cristalización en élites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de muchas resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies. Hoy estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención… en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades.
Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos. Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero sobre todo supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
(Homilía del Papa Francisco, Canonización del Beato Padre Junípero Serra, 23 de septiembre de 2015. Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, Washington, D.C., USA).