
22 de octubre de 2021 - Memoria libre de San Juan Pablo II, Papa
Viernes, 29ª Semana del Tiempo Ordinario
Rm 7, 18-25a
Sal 118
Lc 12, 54-59
Hermanos: Sé que lo bueno no habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no. Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo. Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí.
Así, pues, descubro la siguiente ley: yo quiero hacer lo bueno, pero lo que está a mi alcance es hacer el mal. En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!
San Pablo describe admirablemente el conflicto que existe en el hombre: el hombre interior está continuamente en conflicto con el hombre exterior, el espíritu con la carne. El hombre no puede salvarse por sí solo y por ello implora la ayuda de un salvador. Jesucristo, nuestro Señor, ha obrado la redención que era imposible para el hombre, por eso la gratitud brota espontáneamente desde todo el ser del Apóstol: “¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!”.
Ni la ley del Antiguo Testamento ni los preceptos de la Iglesia obrar por sí solos la salvación, por eso una lectura cristiana del Salmo 118 nos enseña a pedir directamente a Dios que nos ayude, por medio de Cristo nuestro Señor: “Enséñame la bondad, la prudencia y el conocimiento… Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus decretos. Que tu bondad me consuele… Cuando me alcance tu compasión, viviré… Soy tuyo, sálvame”.
El salmo responsorial dice así:
Enséñame la bondad, la prudencia y el conocimiento, porque me fío de tus mandatos. Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus decretos. Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo. Cuando me alcance tu compasión, viviré, y tu ley será mi delicia. Jamás olvidaré tus mandatos, pues con ellos me diste vida. Soy tuyo, sálvame, que yo consulto tus mandatos.
Aunque incapaz de salvarse a sí mismo y dividido en sí mismo, el hombre está dotado de inteligencia y libertad. En el Evangelio, Jesús reprende a sus oyentes estimulándolos y haciéndoles tomar conciencia de su hipocresía. ¡No son tontos ni carentes de juicio! “Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?”. ¿Por qué entonces las divisiones, las enemistades, los conflictos? ¿Por qué la imposibilidad de llevarse bien con quienes no piensan como nosotros? ¿Por qué tantas peleas entre hermanos?
En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: «Cuando veis subir una nube por el poniente, decís enseguida: ‘Va a caer un aguacero’, y así sucede. Cuando sopla el sur decís: ‘Va a hacer bochorno’, y sucede. Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?
Por ello, mientras vas con tu adversario al magistrado, haz lo posible en el camino por llegar a un acuerdo con él, no sea que te lleve a la fuerza ante el juez y el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues la última monedilla».
El diálogo entre cristianos de diferentes confesiones, que es una forma indispensable de verdadera misión, requiere también inteligencia y capacidad de juicio: la comprensión y el intercambio de dones espirituales es siempre posible, siempre y cuando no caigamos en un irenismo estéril y necio.
En el día en que se puede celebrar litúrgicamente la memoria de San Juan Pablo II, que fue un misionero incansable y un gran promotor de la unidad de los cristianos, conviene releer una de sus homilías, pronunciada durante su peregrinación apostólica más larga, que le condujo a Bangladesh, Singapur, Fiji, Nueva Zelanda, Australia y las Islas Seychelles. En Christchurch, en Nueva Zelanda, el 24 de noviembre de 1986, se llevó a cabo una celebración ecuménica en la catedral católica, en la que el Papa pronunció la homilía que recogemos:
La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu, hermanos. Amén (Gal 6, 18). Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos,
Os agradezco que hayáis venido a participar en este acto de oración; resulta que este es mi primer encuentro con el pueblo cristiano de Christchurch. Con gran placer me uno a los líderes de la Iglesia Católica y otras Comuniones Cristianas de Nueva Zelanda […]. Me alegro de esta ocasión que expresa tan claramente el deseo de los cristianos neozelandeses, especialmente de vosotros que estáis hoy aquí presentes, de esa unidad que nuestro Señor quiere para sus seguidores.
Nueva Zelanda siempre ha sido un lugar de nuevos comienzos. Vuestros antepasados vinieron aquí para encontrar una vida mejor en una tierra llena de promesas. Vosotros mismos habéis afrontado los problemas con determinación y habéis tratado de encontrar soluciones. Con este espíritu habéis enfrentado las divisiones entre los cristianos. Habéis participado en el diálogo, colaborado en proyectos de justicia, paz y bienestar humano, y habéis tratado de encontrar los medios adecuados que permitan a las Iglesias cristianas y las comunidades eclesiales trabajar y rezar juntas por la plena unidad. Jesucristo vino a reunir a los hijos de Dios dispersos (Jn 11, 52). Este es el plan de Dios: que la familia humana sea una.
Ha sido la obra de Cristo en la cruz la que reunió a la humanidad que estaba dispersa. La Iglesia fue fundada por Cristo con este propósito. Es precisamente en la Iglesia donde, a través del Espíritu Santo, la humanidad dispersa debe reunirse. La Iglesia misma es el punto de partida de la unión de todos los pueblos en Jesucristo, único Señor, y es el símbolo de todo el designio de Dios. Ella está unida en sí misma para llevar esa unidad, esa paz y esa reconciliación que es una anticipación del reino de Dios.
Una unidad tal solo puede ser un don de Dios. Es mucho más que una federación, una sociedad, un medio que permita a los seguidores de Cristo hacer algunas cosas juntos. ‘La promesa que recibimos de Dios es la promesa de unidad que es la esencia de sí mismo’ (S. Ignatii Antiocheni Ad Trallianos). Es una unidad que no es más que participar de esa comunión que es la vida interior del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es una unidad en la profesión de la fe apostólica. Es una unidad en esa vida sacramental mediante la que Jesucristo toca las vidas humanas con su salvación y preserva la comunión de los creyentes en un solo cuerpo visible. Es también una unidad con la autoridad del magisterio visible de la Iglesia, que en el designio de Dios expresa necesariamente su propia comunión interior. Sólo una unidad profundamente interior y, no obstante, plenamente visible como ésta, puede adaptarse a la misión de Cristo, que es la de reconstituir el tejido conectivo de la humanidad trastornado por el pecado.
En la celebración de hoy podemos alegrarnos de que, a pesar de las graves divisiones que aún existen entre nosotros, una comunión real, aunque limitada, nos liga a los unos con los otros. Podemos llamarnos, unos a otros, hermanos y hermanas, como llamamos a Jesucristo nuestro único Señor, somos bautizados en su nombre y ya compartimos muchos de sus dones de salvación. Sin embargo, también debemos reconocer honestamente que las diferencias reales entre nosotros hacen que nuestra comunión sea incompleta. Es una comunión que todavía carece de ‘esa unidad que Jesucristo quiso conferir a todos los que regeneró y vivificó juntos para un solo cuerpo y una nueva vida’ (Unitatis Redintegratio, 3). Ésta es la medida de nuestra tarea ecuménica. Esto es lo que despierta nuestros continuos esfuerzos de diálogo teológico. Dado que la unidad que Cristo quiere para su Iglesia es una unidad en la fe, no podemos contentarnos con menos. Debemos trabajar por ella a través del proceso de un diálogo honesto sostenido por la oración, sin comprometer la verdad; para hacer frente a las exigencias de las enseñanzas de Jesucristo; y sin contentarnos con un cristianismo reducido, viviendo siempre según la verdad en la caridad (cf. Ef 4, 15).
Aquí en Nueva Zelanda habéis experimentado la fuerza del compromiso que la Iglesia Católica pone en el movimiento ecuménico, un compromiso que os aseguro es irreversible. Al mismo tiempo, soy consciente de que la participación católica plantea nuevas exigencias a otras Iglesias y comunidades eclesiales que participan en el movimiento ecuménico, ya que participamos en él siguiendo los principios católicos del ecumenismo formulados en el decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II. Estamos convencidos de que el objetivo no es simplemente estar juntos; no es otra cosa que la plenitud de la comunión en una unidad visible, orgánica. La vía ecuménica no puede ser una vía reductiva. Es, en cambio, un camino de crecimiento en la plenitud de Cristo, la plenitud de la unidad. Es un viaje en el que las Iglesias y comunidades eclesiales que participan en él deben tener un auténtico respeto mutuo por sus dones y tradiciones, ayudándose unas a otras hacia esa unidad en la fe que es la única que puede permitirnos ser una única Iglesia y compartir una sola Eucaristía.
Este es el objetivo de nuestro diálogo y nuestra reflexión teológica, de nuestro estudio común de las Escrituras, de nuestra colaboración en la búsqueda de la justicia y la paz y en el servicio a las necesidades humanas, de nuestro testimonio común y de nuestra oración común.
Es una meta que no se puede alcanzar sin la oración ferviente, la penitencia y la conversión del corazón. Porque al final no seremos nosotros los que lograremos la unidad de todos los cristianos; solo podemos prepararnos para cooperar con lo que Dios está haciendo a fin de lograrla.
Dado que se ha hecho tanto aquí en Nueva Zelanda para reunir a los cristianos, y debido a que existe un deseo tan fuerte de una comunión más cercana, he aprovechado la oportunidad de nuestra oración y la consagración de la capilla de la Unidad en esta catedral para hablarles de algunos temas centrales de la tarea ecuménica. Sean fuertes y fieles en dedicarle sus mejores energías, sabiendo que Aquel que inició esta buena obra ‘la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús’ (Fil 1, 6). Amén”.