23 de octubre de 2021 - Sábado, 29ª Semana del Tiempo Ordinario

23 octubre 2021

Rm 8, 1-11

Sal 23

Lc 13, 1-9

El capítulo VIII es la parte central de la carta a los Romanos, la más citada por los Padres de la Iglesia. Se abre con una declaración triunfal: ya no estamos bajo el dominio de la Ley antigua, sino que, en Cristo Jesús, que obra en la Iglesia, estamos bajo la ley del Espíritu, que nos da vida, libertad y paz.

Es el Espíritu quien nos guía a la justicia y quien nos dará vida después de la muerte. Lo esencial para nosotros es permanecer en Cristo, bajo la guía del Espíritu y no vivir según la carne:

Hermanos: No hay condena alguna para los que están en Cristo Jesús, pues la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que era imposible a la ley, por cuanto que estaba debilitada a causa de la carne, lo ha hecho Dios: enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, para que la justa exigencia de la ley se cumpliera en nosotros, los que actuamos no de acuerdo con la carne, sino de acuerdo con el Espíritu.

Pues los que viven según la carne desean las cosas de la carne; en cambio, los que viven según el Espíritu, desean las cosas del Espíritu. El deseo de la carne es muerte; en cambio el deseo del Espíritu, vida y paz. Por ello, el deseo de la carne es hostil a Dios, pues no se somete a la ley de Dios; ni puede someterse. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios.

Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo.

Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Tras la lectura de la Epístola es necesario “cristianizar” el salmo 23: el monte del Señor es Cristo, que para nosotros se ha hecho camino, verdad y vida. Nuestro permanecer en Él es equivalente a permanecer en el lugar santo de Dios. Sólo viviendo en Él seremos capaces de mantener las manos inocentes y el corazón puro, obtener bendición y justicia, y pertenecer a la generación de quienes buscan a Dios.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe, y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes, y puro corazón, que no confía en los ídolos. Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Ésta es la generación que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

El Evangelio nos pone en guardia contra los juicios precipitados e injustos, que son puramente humanos, pero destaca en cambio la necesidad de la conversión: “si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”, repetido dos veces. Por otro lado, la parábola de la higuera estéril, que viene inmediatamente después, anuncia también que el tiempo y la paciencia de Dios no son los de los hombres. Sabe esperar, porque sabe que el fruto llegará, con solo que quien cultiva el árbol emplee los medios necesarios para producirlo. Se pone de relieve, con claridad, la posibilidad de la condenación (“a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”) y la paciencia y la misericordia de la espera, especialmente subrayadas en todo el Evangelio de Lucas.

En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».

Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?’. Pero el viñador respondió: ‘Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar’».

Cristo dio su vida por nosotros y, tras su resurrección de entre los muertos, envió al Espíritu. La misión del Espíritu Santo, con sus repetidos llamamientos al corazón humano, apunta a la conversión, a un cambio de mentalidad y conducta. El Espíritu da la verdadera libertad, quita todo temor, hace afrontar el peligro y la muerte, con la certeza de que “si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros”.

La invasión liberadora del Espíritu liberó totalmente el corazón y la mente de Mons. Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, cuando tenía 60 años. Es cierto que no se puede decir que su vida sacerdotal y episcopal no rindiera frutos, como la higuera estéril del Evangelio, pero la imagen utilizada por Jesús se adapta a Mons. Romero en el sentido de que, durante muchos años, su mentalidad clericalizada, el miedo y la demasiada prudencia le impidieron dar todos los frutos que Dios le exigía. Los condicionamientos de su naturaleza y del ambiente le habían llevado a no oponerse a las continuas violaciones de los derechos humanos y a las injustas represiones que se producían en su patria, pero el asesinato de su íntimo amigo, el jesuita Rutilio Grande, y de dos campesinos, cambiaron su conducta completamente. Desde entonces sus predicaciones fueron siempre una denuncia clara de los abusos y una toma de postura decidida a favor de los pobres y de los últimos. Fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la Eucaristía. Es el primer santo mártir de Centroamérica.

(De la homilía pronunciada en el funeral del padre jesuita Rutilio Grande, asesinado el 12 de marzo de 1977).

Si fuera un funeral sencillo hablaría aquí, queridos hermanos, de unas relaciones humanas y personales con el padre Rutilio Grande, a quien siento como un hermano. En momentos muy culminantes de mi vida él estuvo muy cerca de mí y esos gestos jamás se olvidan; pero el momento no es para pensar en lo personal, sino para recoger de ese cadáver un mensaje para todos nosotros que seguimos peregrinando.

El mensaje quiero tomarlo de las palabras mismas del Papa, presente aquí en su representante, el señor nuncio, a quien agradezco porque le da a nuestra figura de Iglesia ese sentido de unidad que ahora lo estoy sintiendo en la Arquidiócesis, en estas horas trágicas; ese sentido de unidad, como un florecimiento rápido de estos sacrificios que la Iglesia está ofreciendo.

El mensaje de Pablo VI, cuando nos habla de la evangelización, nos da la pauta para comprender a Rutilio Grande. «¿Qué aporta la Iglesia a esta lucha universal por la liberación de tanta miseria?». Y el Papa recuerda que en el Sínodo de 1974 las voces de los obispos de todo el mundo, representadas principalmente en aquellos obispos del tercer mundo, clamaban: «La angustia de estos pueblos con hambre, en miseria, marginados». Y la Iglesia no puede estar ausente en esa lucha de liberación; pero su presencia en esa lucha por levantar, por dignificar al hombre, tiene que ser un mensaje, una presencia muy original, una presencia que el mundo no podrá comprender, pero que lleva el germen, la potencia de la victoria, del éxito. El Papa dice: «La Iglesia ofrece esta lucha liberadora del mundo, hombres liberadores, pero a los cuales les da una inspiración de fe, una doctrina social que está a la base de su prudencia y de su existencia para traducirse en compromisos concretos y sobre todo una motivación de amor, de amor fraternal».

Esta es la liberación de la Iglesia. Por eso dice el Papa: «No puede confundirse con otros movimientos liberadores sin horizontes ultraterrenos, sin horizontes espirituales». Ante todo, una inspiración de fe, y esto es el padre Rutilio Grande: un sacerdote, un cristiano que en su bautismo y en su ordenación sacerdotal ha hecho una profesión de fe: «Creo en Dios Padre revelado por Cristo su Hijo, que nos ama y que nos invita al amor. Creo en una Iglesia que es signo de esa presencia del amor de Dios en el mundo, donde los hombres se dan la mano y se encuentran como hermanos. Una iluminación de fe que hace distinguir cualquier liberación de tipo político, económico, terrenal que no pasa más allá de ideologías, de intereses y de cosas que se quedan en la tierra».

Jamás, hermanos, a ninguno de los aquí presentes se le vaya a ocurrir que esta concentración en torno del padre Grande tiene un sabor político, un sabor sociológico o económico; de ninguna manera. Es una reunión de fe. Una fe que a través de su cadáver muerto en la esperanza, se abre a horizontes eternos.

La liberación que el padre Grande predicaba, es inspirada por la fe, una fe que nos habla de una vida eterna, una fe que ahora él con su rostro levantado al cielo, acompañado de dos campesinos, la ofrece en su totalidad, en su perfección: la liberación que termina en la felicidad en Dios; la liberación que arranca del arrepentimiento del pecado, la liberación que apoya en Cristo, la única fuerza salvadora; esta, es la liberación que Rutilio Grande ha predicado, y por eso ha vivido el mensaje de la Iglesia.

Nos da hombres liberadores con una inspiración de fe, y junto a esa inspiración de fe. En segundo lugar, hombres que ponen a la base de su prudencia y de su existencia, una doctrina: La doctrina social de la Iglesia; la doctrina social de la Iglesia que les dice a los hombres que la religión cristiana no es un sentido solamente horizontal, espiritualista, olvidándose de la miseria que lo rodea. Es un mirar a Dios, y desde Dios mirar al prójimo como hermano y sentir que todo lo que hiciereis a uno de éstos a mí lo hicisteis. Una doctrina social que ojalá la conocieran los movimientos sensibilizados en cuestión social. No se expondrían a fracasos, o miopismo, a una miopía que no hace ver más que las cosas temporales, estructuras del tiempo. Y mientras no se viva una conversión en el corazón, una doctrina que se ilumina por la fe para organizar la vida según el corazón de Dios, todo será endeble, revolucionario, pasajero, violento. Ninguna de esas cosas son cristianas […]. ¡La doctrina social de la Iglesia! Era eso lo que predicó el padre Rutilio Grande; y porque muchas veces es incomprendida hasta el asesinato, por eso murió el padre Rutilio Grande. Una doctrina social de la Iglesia que se confundió con una doctrina política que estorba al mundo: Una doctrina social de la Iglesia, que se quiere calumniar….