25 de octubre de 2021 - Lunes, 30ª Semana del Tiempo Ordinario

25 octubre 2021

Rm 8, 12-17

Sal 67

Lc 13, 10-17

La vida cristiana implica una decisión, una elección: entre carne y Espíritu, entre muerte y vida. Quien elige el Espíritu y se deja guiar por él, se convierte verdaderamente en hijo de Dios, hermano de Cristo, ya no es esclavo de la Ley. Y si es hijo, también es heredero, coheredero de Cristo, con la condición de que comparta sus sufrimientos. Sin duda una vida en el Espíritu es muy exigente, no es cómoda, pero es verdadera vida, que vale la pena vivir: el Espíritu nos asegura continuamente que somos hijos de Dios, que por medio del Espíritu podemos llamar a Dios “papá”, que estamos en camino hacia la gloria, que todos nuestros sufrimientos, unidos al de Cristo, nos conducirán a la felicidad eterna:

Hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» [Padre]. Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

Para nosotros que hemos recibido la plenitud de la Revelación, el antiguo salmo no solo canta la liberación de la esclavitud, sino también la liberación total obrada por Dios, por Cristo, en el Espíritu Santo: los enemigos huyen, mientras los justos se regocijan, exultan y cantan. Nadie debería tener miedo ya, ni siquiera los más débiles y desfavorecidos, porque Dios es padre de los huérfanos y defensor de las viudas; no deja a nadie solo, libera a los cautivos, sirve y salva; más allá de la muerte, es Él a quien encontramos:

Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. En cambio, los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría. Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece. Bendito el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. Nuestro Dios es un Dios que salva, el Señor Dios nos hace escapar de la muerte.

En el episodio que nos narra el Evangelio, podemos encontrar en el actuar de Jesús el servicio, la salvación, la libertad de que hablan la epístola y el salmo responsorial. Cristo es el verdadero Hijo, guiado por el Espíritu, el que obra la salvación, el que se apiada de los pobres, el Señor del sábado, aquel a quien pertenece la ley, el liberador de las cadenas de Satanás:

Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo.

Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.

Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente: «Hay seis días para trabajar; venid, pues, a que os curen en esos días y no en sábado».

Pero el Señor le respondió y dijo: «Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata en sábado su buey o su burro del pesebre, y los lleva a abrevar? Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?». Al decir estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.

En este Mes Misionero ofrecemos el ejemplo de un digno discípulo de Cristo, que vivió los valores que hemos leído en San Pablo y en el Evangelio de Lucas: San Pedro Chanel, protomártir y patrón de Oceanía. No vivió según la carne, sino según el Espíritu y con una extraordinaria dulzura y mansedumbre, predicó a Cristo y la libertad de los hijos de Dios a quienes, esclavizados por los malos espíritus, vivían en el miedo. Durante su corta vida misionera en la isla de Futuna, muchos se regocijaron por su predicación y se sintieron impulsados a la conversión, mientras que sus adversarios se avergonzaban y conspiraban contra él, como dice el Evangelio de hoy. Al igual que con Jesús, los frutos de su trabajo y sacrificio madurarían solo después de su muerte.

He aquí el panegírico que es la segunda lectura del Oficio de Lecturas en su memoria litúrgica libre, del 28 de abril, aniversario de su martirio:

Elogio de san Pedro Chanel, presbítero y mártir

Pedro, nada más abrazar la vida religiosa en la Compañía de María, pidió ser enviado a las misiones de Oceanía y desembarcó en la isla Futuna, en el océano Pacífico, en la que aún no había sido anunciado el nombre de Cristo. El hermano lego que le asistía contaba su vida misionera con estas palabras: «Después de sus trabajos misionales, bajo un sol abrasador y pasando hambre, volvía a casa sudoroso y rendido de cansancio, pero con gran alegría y entereza de ánimo, como si viniera de un lugar de recreo, y esto no una vez, sino casi todos los días. No solía negar nada a los indígenas, ni siquiera a los que le perseguían, excusándolos siempre y acogiéndolos, por rudos e incómodos que fueran. Era de una dulzura de trato sin par y con todos».

No es extraño que los indígenas le llamaran «hombre de gran corazón». Él decía muchas veces al hermano: «En esta misión tan difícil es preciso que seamos santos».

Lentamente fue predicando el Evangelio de Cristo, pero con escaso fruto, prosiguiendo con admirable constancia su labor misionera y humanitaria, confiado siempre en la frase de Cristo: Uno siembra y otro siega, y pidiendo siempre la ayuda de la Virgen, de la que fue extraordinario devoto. Su predicación de la verdad cristiana implicaba la abolición del culto a los espíritus, fomentado por los notables de la isla en beneficio propio. Por ello le asesinaron cruelmente, con la esperanza de acabar con las semillas de la religión cristiana.

La víspera de su martirio había dicho el mártir: «No importa que yo muera; la religión de Cristo está ya tan arraigada en esta isla que no se extinguirá con mi muerte».

La sangre del mártir fue fructífera. Pocos años después de su muerte se convirtieron los habitantes de aquella isla y de otras de Oceanía, donde florecen ahora pujantes Iglesias cristianas, que veneran a Pedro Chanel como su protomártir.

Lo que llama la atención en la figura de este joven sacerdote marista (había abandonado el clero secular para entrar en la Compañía de María, precisamente con la esperanza de ser enviado en misión) es la extraordinaria mansedumbre y el sólido realismo con que había afrontado su inserción en el ambiente difícil de aquella remota isla oceánica que le había sido asignada como lugar de misión: en los dos primeros años, en los que aprendió trabajosamente el difícil idioma, se dedicó al servicio, a pacificar las hostilidades entre dos tribus en conflicto entre sí, a cuidar a los necesitados y de los moribundos, con afabilidad, mansedumbre y caridad misericordiosa y humilde, hasta el punto de merecer verdaderamente el título de “hombre de gran corazón”, como lo llamaban los indígenas.

Decía: “Que nadie se queje ni se entristezca por nosotros, porque considero que mi suerte y la de mis hermanos es digna de envidia, y no quisiera darla por nada del mundo” y, también, “aunque soy indigno de la sublimidad de mi vocación, no querría cambiarla por un reino”.

El cruel martirio que le fue infligido después de tres años de misión, cuando solo tenía treinta y ocho, fue la coronación de una vida vivida en el Espíritu Santo, en el amor a María, en el don de sí, en una extraordinaria bondad de ánimo, en cortesía de trato y con paciencia heroica.

Mientras con un hacha se le infligía el golpe final que le rompió el cráneo, el padre Pedro pronunció las palabras: Malie fuai, es decir, es bueno para mí, confirmando así la plena aceptación del martirio. Unos meses después, un hermano llegó a Futuna para llevarse sus restos y transportarlos a Nueva Zelanda. Los indígenas expresaron su dolor por el incidente y pidieron un nuevo misionero para la isla.