26 de octubre de 2021 - Martes, 30ª Semana del Tiempo Ordinario

26 octubre 2021

Rm 8, 18-25

Sal 125

Lc 13, 18-21

Hermanos: Considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo.

Pues hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve? Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia

En el pasaje de hoy de la carta a los Romanos, San Pablo nos ofrece una imagen precisa del mundo redimido por Cristo y nos presenta con un realismo extremo, pero también con esperanza, la condición actual del hombre y de toda la creación.

Aunque salvado, aunque hecho hijo de Dios, el hombre vive en el dolor, esperando un cumplimiento que aún no se ha alcanzado. Hemos recibido el Espíritu Santo, pero solo como depósito; tenemos las primicias del Espíritu, no la plenitud, y nuestro cuerpo aún no ha sido totalmente redimido. También toda la creación participa de este sufrimiento y de esta espera, por culpa del hombre que, por el pecado, la ha hecho entrar en la esclavitud de la corrupción.

Pero, dice San Pablo, el hombre y la creación, en este estado de caducidad y dolor, están viviendo no una muerte, sino una gestación para el parto. Naturalmente, implica ansiedad y sufrimiento, pero va hacia la vida verdadera: el hombre y la creación tienden a la gloria que aún no ven, pero que esperan ver. Las condiciones para ver lo que aún no se ve, consisten en esperarlo con esperanza y perseverancia.

Y el salmo responsorial ofrece un ejemplo de renacimiento, aunque todavía no se trate de la felicidad completa, porque todavía estamos en la tierra. Los deportados a Babilonia, aunque sean un pequeño número y en medio de serias dificultades, ¡han regresado libres a su tierra! “La boca se nos llenaba de risas”, dice el salmista. El Señor sabe que sus criaturas no pueden vivir sin alegría, aunque sea frágil y temporal y, en su ternura, templa las pruebas sufridas por el exilio. Nos pone a prueba, prueba nuestra fidelidad, quiere que le demos testimonio de la esperanza y la perseverancia, pero no deja que nos falten grandes alegrías después de períodos de agudos sufrimientos, ni pequeñas alegrías cotidianas que nos permitan avanzar felices incluso en medio de las tribulaciones:

Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

El Evangelio de hoy está en especial sintonía con la epístola y el salmo: nos da una gran confianza y esperanza.

En aquel tiempo, decía Jesús: «¿A qué es semejante el reino de Dios o a qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; creció, se hizo un árbol y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas». Y dijo de nuevo: «¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó».

La imagen del reino de Dios que nos ofrece san Lucas es sencilla y familiar, como para no asustar a nadie. El reino de Dios es semejante a un grano de mostaza... Es semejante a la levadura... La semilla de mostaza y la levadura son pequeñas realidades, a nuestro alcance, pero tienen en sí una fuerza extraordinaria, que ciertamente no proviene de nosotros. Tenemos la capacidad y la responsabilidad de usar bien estos elementos, de hacer que sirvan al propósito para el que Dios los creó: sembrar el grano en nuestro jardín o mezclar la levadura en nuestra harina para el crecimiento del reino de Dios. No somos nosotros, sino la gracia de Dios la que hace crecer, sin que sepamos cómo. “La fecundidad misteriosa de la misión no consiste en nuestras intenciones, en nuestros métodos, en nuestros impulsos y en nuestras iniciativas, sino que descansa precisamente en este vértigo: el vértigo que se siente frente a las palabras de Jesús, cuando dice sin mí no podéis hacer nada” (Papa Francisco, Senza di Lui non possiamo far nulla. Essere missionari oggi, LEV-San Paolo, Roma 2019, p. 36).

El reino de Dios crece en nosotros, siempre que tomemos conciencia de nuestra pobreza y de la incapacidad de salvarnos solos. Cristo, con su vida, muerte, resurrección, ya nos ha salvado: solo tenemos que creerlo, esperarlo y ofrecer nuestra pequeña colaboración a esta salvación, que todavía no vemos en su totalidad. Adoramos la iniciativa y el don que recibimos y con confianza hacemos todo lo que podemos por nuestra parte, aunque sea poco. E intentamos ser agradecidos por la misericordia de que somos objeto por parte de Dios.

Nuestra colaboración en la gracia es siempre obra misionera, de hecho es la única obra verdaderamente misionera, porque el testimonio de vida es la forma más convincente de apostolado. Y esto ocurre sobre todo si el testimonio está ligado a un gran sufrimiento, vivido con amor, e incluso con alegría y con una sonrisa en los labios.

Esto es lo que le sucedió a una santa libanesa, Rebeca Choboq Ar-Rayes, muerta en 1914 y canonizada por el Papa Juan Pablo II el 10 de junio de 2001:

Al canonizar a la beata Rebeca Choboq Ar-Rayes, la Iglesia ilumina de un modo muy particular el misterio del amor dado y acogido para la gloria de Dios y la salvación del mundo. Esta monja de la Orden Libanesa Maronita deseaba amar y entregar su vida por sus hermanos. En medio de los sufrimientos, que no dejaron de atormentarla durante los últimos veintinueve años de su vida, santa Rebeca manifestó siempre un amor generoso y apasionado por la salvación de sus hermanos, sacando de su unión con Cristo, muerto en la cruz, la fuerza para aceptar voluntariamente y amar el sufrimiento, auténtico camino de santidad.

Que santa Rebeca vele sobre los que sufren y, en particular, sobre los pueblos de Oriente Próximo, que afrontan la espiral destructora y estéril de la violencia. Por su intercesión, pidamos al Señor que impulse a los corazones a buscar con paciencia nuevos caminos para la paz, apresurando la llegada del día de la reconciliación y la concordia.

(Canonización de 5 beatos, Homilía de Juan Pablo II, Solemnidad de la Santísima Trinidad, 10 de junio de 2001)

Dado el largo período de ceguera y parálisis total, no tenemos escritos de la humilde monja, compatriota y contemporánea del famoso taumaturgo San Charbel Makhluf.

Había entrado en una congregación de vida apostólica y había sido enviada como maestra a los pueblos de la montaña; sólo más tarde se convirtió en monja contemplativa en la misma Orden de San Charbel.

Santa Rebeca había vivido, en su infancia y adolescencia, la guerra civil y las divisiones que empobrecieron a las familias libanesas de 1840 a 1845, pero había sufrido sobre todo el exterminio de los maronitas en 1860, durante el cual los niños eran arrebatados de los brazos de la sus madres y asesinados. La santa pudo salvar a un niño, ocultándolo con su hábito, defendiéndolo así de la crueldad y barbarie de quienes lo perseguían. Quedó tan turbada por estas masacres que se emocionaba cada vez que alguien le hablaba de ellas.

Pasada en 1871 de la Congregación de las Mariamitas de Bikfaya, que había sido disuelta, a la Orden Libanesa de Monjas Maronitas, quiso unirse más a los sufrimientos de Cristo, pidiéndole participar en su pasión. Y así sucedió. Perdió un ojo durante una operación y luego quedó ciega definitivamente. Todo su cuerpo quedó paralizado, excepto las manos, que le permitieron tejer durante toda su vida. Vivió hasta los 82 años con una sonrisa en los labios, en perfecta alegría.

Tras su muerte, en su tumba, ocurrió el mismo fenómeno que se había visto en la de San Charbel: una luz resplandeciente brillaba y después desaparecía. Personas de los pueblos cercanos al monasterio de San José de Jrapta vieron ese prodigio y dieron testimonio del mismo.

El mensaje de Santa Rebeca, para todo cristiano que sufre, es un estímulo a la paciencia y la aceptación gozosa del sufrimiento por amor a Cristo y al prójimo, según el dicho de que quien busca a Jesucristo sin la cruz encontrará la cruz sin Jesucristo y le será pesada e incluso imposible de llevar. Rebeca nos enseña que, con Cristo y a través de Él, la cruz y los muchos sufrimientos de la vida se convierten en oración y alegría y son la forma más eficaz de evangelización.