4 de octubre de 2021, Memoria de San Franscisco de Asís

04 octubre 2021

Lunes, 27ª Semana del Tiempo Ordinario

Jon 1, 1-2,1.11

Jon 2, 3-5.8

Lc 10, 25-37

Hoy comienza la lectura del profeta Jonás, que continuará los próximos días, dándonos a conocer el pequeño libro en su totalidad. Es un escrito didáctico, lleno de ironía hacia el profeta y rico en ideas universalistas, que marcan un hito en los escritos del Antiguo Testamento. El Evangelio, por su parte, cuenta la hermosa parábola del buen samaritano.

Los dos textos, a pesar de haber sido escritos en épocas tan diferentes, presentan algunos trazos comunes: critican la estrecha visión teológica de la clase religiosa dominante, afirman claramente en qué consiste la verdadera religión y dan testimonio de la universalidad de la salvación.

El Señor Jesús envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a todos los lugares de la tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10); ha sido enviada «para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos». Esta misión es única, al tener el mismo origen y finalidad; pero en el interior de la Iglesia hay tareas y actividades diversas. Ante todo, se da la actividad misionera que vamos a llamar misión ad gentes, con referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia «no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia» (Juan Pablo II, Redemptoris Missio n. 31, 7 de diciembre de 1990).

Ambos textos bíblicos, el de Jonás y el del evangelista Lucas, impregnados de la universalidad de la misericordia divina, están llenos de movimiento y de misión, de huidas, de viajes, de retornos, de contrastes entre quien hace la voluntad de Dios y quien prefiere la suya propia.

La palabra de Yahveh fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay, en estos términos: «Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama contra ella que su maldad ha subido hasta mí». Jonás se levantó para huir a Tarsis, lejos de Yahveh (Jon 1, 1-3).

Jonás se opone a la voluntad salvífica de Dios: sabe bien que el Señor observará favorablemente los gestos de humillación de los habitantes de Nínive, que tampoco pertenecen al pueblo elegido y que son pecadores. Dios terminará perdonándolos al primer signo de su arrepentimiento. Jonás no está para nada de acuerdo con esta misericordia, que él juzga como debilidad. Por eso trata de escapar a Tarsis, a los confines del mundo conocido entonces, creyéndose capaz de escapar a la voluntad del Señor. Se suceden los acontecimientos: el desencadenarse de la tormenta, el pavor de los marineros, el echar a suertes y averiguar quién era el responsable de su desgracia, la confesión de Jonás. Los marineros, en comparación con Jonás, parecen profundamente religiosos y decididos a no seguir su voluntad, sino la del Señor:

Aquellos hombres intentaron remar hasta tierra firme, pero no lo consiguieron, pues la tormenta arreciaba. Entonces rezaron así al Señor: «¡Señor!, no nos hagas desaparecer por culpa de este hombre; no nos imputes sangre inocente, pues tú, Señor, actúas como te gusta». Después agarraron a Jonás y lo echaron al mar. Y el mar se calmó. Tras ver lo ocurrido, aquellos hombres temieron profundamente al Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos.

El Señor envió un gran pez para que se tragase a Jonás, y allí estuvo Jonás, en el vientre del pez, durante tres días con sus noches. Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra firme (Jon 1, 13-2, 1.11).

Ni el mar ni el gran pez soportan la mezquindad del profeta desobediente: por orden de Dios, después de tres días, lo arrojan a la playa. Sabemos bien que el Señor Jesús no tiene miedo de apropiarse de este episodio novelesco para convertirlo en signo de su descenso a los infiernos y de su resurrección (cfr. Mt 12, 39-40).

El autor sagrado, al hacer sobrevivir a Jonás, y preparándolo para otras acciones, llenas de grandes enseñanzas, puede intercalar en el relato un maravilloso cántico poético de acción de gracias.

El salmo responsorial de la celebración de la Palabra de hoy nos ofrece algunos versículos de este cántico del profeta que, angustiado y arrepentido, invoca a Dios desde las profundidades del abismo marino y es escuchado por el Señor:

Invoqué al Señor en mi desgracia y me escuchó; desde lo hondo del Abismo pedí auxilio y escuchaste mi llamada. Me arrojaste a las profundidades de alta mar, las corrientes me rodeaban, todas tus olas y oleajes se echaron sobre mí. Me dije: «Expulsado de tu presencia, ¿cuándo volveré a contemplar tu santa morada?».

También en el Evangelio hay escenas que expresan mucho movimiento, símbolo del camino de nuestra vida terrena: un hombre desciende de Jerusalén a Jericó; los bandidos que lo asaltan y se van dejándolo medio muerto; el sacerdote y el levita, que también están de viaje, pasan de largo; un samaritano, que bajaba por aquel mismo camino, socorre al herido, lo lleva a una posada y se va, prometiendo volver. En este viaje – lo hemos visto ya en Jonás – hay episodios y encuentros que pueden hacernos comprender el verdadero sentido de la vida y de nuestro vínculo con Dios y con los hermanos.

En el pasaje del Evangelio, aparece también hasta tres veces una crítica abierta a los guías religiosos del pueblo: al principio es un doctor de la ley que, “para poner a prueba a Jesús”, le pregunta qué debe hacer para tener la vida eterna y, después, “queriendo justificarse”, le pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. En la continuación de la parábola, contada por Jesús, son un sacerdote y un levita quienes, posiblemente para no contaminarse con la sangre de un pobre hombre herido, faltan a su deber de socorrerlo y, por tanto, descuidan el verdadero núcleo de la Ley para cumplir con las reglas de pureza efímeras y menos importantes. En el centro del relato está la figura del Samaritano, también él de viaje por sus negocios, que, teniendo compasión de él, ayuda al desafortunado que ha caído en manos de los bandidos, lava sus heridas, lo carga en su propia montura y lo lleva a una posada, pagando al posadero, confiándole a su cuidado y prometiéndole más dinero a su vuelta para compensarlo por sus atenciones hacia el herido. Es un samaritano, por tanto, un extranjero, un hombre que los judíos consideraban un hereje.

La pregunta capciosa del doctor de la Ley, “¿Y quién es mi prójimo?”, indica que en su mente y corazón había una clara distinción entre cercanos y lejanos, compatriotas o no, como, por lo demás, era común en la mentalidad religiosa de la época. Jesús responde invirtiendo la pregunta: eres tú quien debe hacerse prójimo de cualquiera que esté en necesidad, sin considerar quién te es cercano por raza, religión o cultura. Si tú te haces prójimo de él, indudablemente, él se hará “prójimo” de ti.

Tras este vuelco tan claro y preciso, Jesús envía al doctor de la Ley, como Dios había hecho con Jonás, en una misión: “Ve y haz tú lo mismo”.

Muchos Padres de la Iglesia han visto en la figura del Samaritano a Cristo que cura las heridas de la humanidad, causadas por el pecado, y se hace prójimo de nuestra miseria e infelicidad. La posada a la que Él lleva a la humanidad herida es la Iglesia, que continúa su obra de salvación a través de la predicación y los sacramentos. Cada cristiano está llamado a participar en la acción salvífica de la Iglesia, colaborando en la salvación de aquellos que, cerca o lejos, tienen necesidad de socorro espiritual y material, de ayuda fraterna, de amor y cercanía.

Hoy recordamos a San Francisco de Asís, el hermano universal, el santo quizás más semejante a Cristo, quien con su testimonio de dulzura, amor y pobreza provocó una profunda transformación en la sociedad y en la Iglesia de su tiempo y de todos los tiempos.

Las fuentes franciscanas nos ofrecen muchas frases de Francisco que pueden comentar los textos que hemos meditado y ofrecernos puntos de reflexión sobre cómo ofrecer la riqueza del Evangelio a nuestros hermanos cercanos y lejanos, a través de palabras y obras:

Oh cuán bienaventurados y benditos son aquellos que aman a Dios y hacen como dice el mismo Señor en el Evangelio: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo». Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura […] (FF 186-187).

Además, hagamos frutos dignos de penitencia. Y amemos al prójimo como a nosotros mismos. Y si alguno no quiere amarlo como a sí mismo, al menos no le cause mal, sino que le haga bien (FF 190).

Los hermanos que van entre los infieles pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos […] (FF 43).

En el n. 34 de la encíclica Lumen fidei, la primera del pontificado del Papa Francisco, pero concebida y escrita en su primer borrador por el Papa Benedicto XVI, para completar las encíclicas que ya había escrito sobre la esperanza y la caridad (a este primer borrador, el Papa Francisco añadió más aportaciones), leemos:

La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común.

La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro.

El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.

El testimonio de la vida y, “cuando se vea que agrada a Dios”, el anuncio de su palabra, con dulzura y respeto, son, por tanto, los elementos fundamentales de la misión.