
6 de octubre de 2021, Miércoles, 27ª Semana del Tiempo Ordinario
Jon 4, 1-11
Sal 85
Lc 11, 1-4
Continúa y termina la lectura del libro de Jonás. El profeta tiene que constatar que las amenazas de destrucción de la ciudad de Nínive no se han hecho realidad, porque sus habitantes se han arrepentido y el Señor se arrepiente del mal con que les había amenazado.
En vez de alegrarse por el éxito de su misión como profeta, cuya tarea principal es la búsqueda de la conversión y la salvación del pueblo, Jonás se indigna: ¡Dios le ha hecho proclamar la destrucción, no la incitación a la conversión! Los ninivitas son grandes pecadores: ¡deben morir, no arrepentirse!
Jonás se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: «¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir». Dios le contestó: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?» (Jon 4, 1-4).
Aunque extremadamente sensible y encerrado en sus ideas, Jonás tiene una relación franca y directa con Dios; él le reza, reiterando su pensamiento, echándole en cara su piedad excesiva y pidiéndole que le haga morir. Ante la paciente respuesta de Dios, que apela a que sea razonable, ni siquiera responde y se sale de Nínive en dirección a oriente, “hasta ver qué sucedía en la ciudad”, esperando tal vez que el Señor cambiara de opinión nuevamente y destruyera a los ninivitas incrédulos. La universalidad de la misericordia divina aún es extraña a su mente y a su corazón.
Pero Dios, que se compadece de Nínive, también se compadece de su profeta, obligándolo a revisar su postura a través del sufrimiento: la planta de ricino crecida sobre su cabeza, que lo había protegido del ardor del sol, se seca y el profeta se ve atrapado por la insolación:
Cuando salió el sol, hizo Dios que soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que desfallecía y se deseaba la muerte: «Más vale morir que vivir», decía. Dios dijo entonces a Jonás: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?». Él contestó: «Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto de muerte». Dios repuso: «Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales?» (Jon 4, 8-11).
El malhumor egoísta de Jonás no asusta al Señor, que sabe cómo tratarlo. Lo hace con ironía, pero también con compasión y dulzura, haciéndole comprender que ciento veinte mil seres humanos, ignorantes de cualquier ley moral, y además una multitud de animales, no pueden perecer sin despertar su infinita compasión. El libro de Jonás anticipa la revelación que se manifestará plenamente en la encarnación del Verbo y que el apóstol Juan resume así:
Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor (1 Jn 4, 7-8).
Algunos versículos del Salmo 85, que cantamos en el salmo responsorial, presentan la confianza del orante en la misericordia de Dios (igual que los habitantes de Nínive) y muestran la apertura universal, de la que carecía el profeta Jonás:
Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día; alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti, Señor. Porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica. Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios».
El Evangelio nos hace escuchar la petición a Jesús de uno de sus discípulos y la respuesta del Maestro:
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
El texto del Padrenuestro que nos traslada Lucas es posterior al ofrecido por Mateo y más breve que aquel: contiene solo cinco peticiones en lugar de las siete que estamos acostumbrados a recitar, pero es muy significativo. Primero notamos la aspiración de los discípulos de satisfacer el deseo de oración presente en su corazón: han visto a Jesús que ora al Padre y quieren imitarlo. Han visto también cómo ora Jesús: no como los fariseos y los escribas, que se ponen en las esquinas de las plazas para ser vistos por los hombres, Él ora entablando una conversación de confianza y amor con Dios, su Padre. A su petición humilde y sincera, Jesús responde de inmediato, sin giros de palabras: “Cuando oréis, decid: ¡Padre!”. Entrad en relación con Él y pedidle aquello de lo que de verdad tenéis necesidad: es decir, que su nombre sea glorificado, no el vuestro; que venga su reino, no el vuestro; que os dé el pan de cada día, porque lo necesitáis; que perdone vuestros pecados, porque también vosotros os comprometéis a perdonar los pecados de los demás hacia vosotros; y que durante la tentación no os abandone a vuestras fuerzas solas, que son débiles, sino que os sostenga en la lucha y os dé la victoria.
El beato Christian de Chergé, monje misionero, martirizado en Argelia en 1996, es un profeta de nuestros días, que representa la antítesis exacta del profeta Jonás y, al contrario que él, se da cuenta, siguiendo su vocación monástica, de las grandes peticiones del Padrenuestro: la santificación del nombre de Dios, la venida de su reino y, sobre todo, el perdón de los pecados.
Christian, junto a sus hermanos monjes, no abandonó a sus vecinos musulmanes en el momento del peligro y perdonó por adelantado a quienes lo habrían de matar:
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: ‘¡que diga ahora lo que piensa de esto!’
Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a sus hijos del Islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo. En este ‘gracias’ en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este ‘gracias’ y este ‘a-Dios’ en cuyo rostro te contemplo.
Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. ¡Amén! Inch’Allah.
(Testamento de Christian de Chergé, prior del monasterio de Tibhirine - Argel, 1 de diciembre de 1993 – Tibhirine, 1 de enero de 1994).