9 de octubre de 2021 - Memoria de San John Henry Newman, cardenal

09 octubre 2021

Sábado, 27ª Semana del Tiempo Ordinario

Jl 4,12-21

Sal 96

Lc 11, 27-28

El lenguaje apocalíptico del último capítulo de la profecía de Joel resuena amenazador para todas las naciones de la tierra, pero además de ser expresión de la justicia de Dios, también es una invitación a la conversión: el valle de Josafat, el valle del juicio, en el que se reunirá a todas las naciones para el juicio último y definitivo, se llama el valle de la Decisión, porque allí aparecerá la decisión final de Dios y del hombre.

Que se movilicen y suban las naciones al valle de Josafat, pues allá voy a plantar mi trono para juzgar a todos los pueblos de alrededor. Echad la hoz, pues la mies está madura; venid a pisar la uva, que el lagar está repleto y las cubas rebosan. ¡Tan enorme es su maldad! ¡Muchedumbres, muchedumbres en el valle de Josafat! Pues se acerca el Día del Señor en el valle de la Decisión. Se oscurecerán el sol y la luna, y las estrellas perderán su brillo. El Señor ruge en Sion y da voces en Jerusalén; temblarán cielos y tierra (Jl 4, 12-16).

Uno no puede burlarse de Dios, que es un juez justo. Si eliges el mal consciente y definitivamente, serás juzgado por tu decisión consciente y definitiva. Habrá un día en el que Dios exterminará toda maldad y hará que sus fieles se regocijen de alegría.

El pasaje de Joel termina con la frase “y el Señor morará en Sión”. La Jerusalén celeste, la Jerusalén escatológica, incluirá a todos aquellos que hayan elegido vivir en el amor de Dios y al prójimo, y no solo al Israel histórico. Juan el Bautista ya lo había anunciado, advirtiendo: “Dad, pues, frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham” (Lc 3, 8).

En el salmo responsorial cantamos esta ampliación universal, que llama a reunión a la tierra, las islas, las montañas, los cielos y los pueblos todos para anunciar la justicia y contemplar la gloria del Señor.

El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono. Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria. Amanece la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre.

El Evangelio nos ayuda también a distinguir las cosas de la tierra y las del cielo:

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él dijo: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».

Jesús está enseñando mientras la hostilidad de los enemigos crece en torno a él: cada vez se le contradice y se le pone a prueba más. Los buenos, los sencillos, sin embargo, lo escuchan y sienten confianza y admiración por él. Una mujer, en medio de la multitud, alaba a la madre que ha engendrado a ese profeta que habla con autoridad y, sin darse cuenta, comienza a hacer realidad la profecía que María había hecho sobre sí misma en el Magníficat: “todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.

El Papa Benedicto XVI, en el n. 124 de la Exhortación Apostólica Post-sinodal Verbum Domini, comenta así este pasaje del Evangelio:

Esta íntima relación entre la Palabra de Dios y la alegría se manifiesta claramente en la Madre de Dios. Recordemos las palabras de santa Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo.

La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo. Jesús dice: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (8, 21). Y, ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11, 28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica. Por eso, recuerdo a todos los cristianos que nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina. Finalmente, me dirijo a todos los hombres, también a los que se han alejado de la Iglesia, que han abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de salvación. A cada uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3, 20).

Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el principio y en el fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1, 17). Hagamos silencio para escuchar la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo largo de todos los días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente (cf. 1 Pe 1, 25; Is 40, 8). Y también nosotros podemos entrar así en el gran diálogo nupcial con que se cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! Y el que oiga, diga: ¡Ven!... Dice el que da testimonio de todo esto: Sí, vengo pronto. ¡Amén! Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 17.20).

San John Henry Newman, a quien recordamos en este día, en su largo y doloroso viaje espiritual, nos muestra el camino seguro a seguir: como María, él escucha la Palabra y la pone en práctica en la oscuridad y a la luz de la fe, confiando completamente en la bondad del Señor, consciente de que en eso consiste la verdadera alegría:

Dios me creó para que le prestase algún servicio determinado; me ha confiado alguna obra que a nadie más confió. Tengo mi propia misión; quizá la ignore durante toda mi vida, pero ciertamente me será revelada en la vida futura. Como quiera que sea, soy un agente necesario de los planes divinos; tan necesario soy en el lugar que ocupo como un arcángel en el suyo. Si desmerezco, puede sustituirme por otro, así como podría transformar las piedras en hijos de Abraham. Con todo, contribuyo en algo a su gran obra; soy un eslabón de una cadena, un lazo de unión entre distintas personas. Dios no me ha creado en vano. Haré el bien y contribuiré a su obra dentro de mi propia esfera; seré un ángel de paz y un predicador de la verdad, aun sin pretender serlo, con sólo observar sus mandamientos y enderezar mi vocación a su servicio.

Debo, pues, confiar en Él. En cualquier lugar y condición que me halle, jamás seré desechado como inútil. Si estoy enfermo, si ando vacilante o si me visita la tribulación, mi dolencia, mi perplejidad, la prueba a que me veo sometido, pueden coadyuvar a los planes divinos y aun ser causas necesarias de algún fin importante que está fuera de nuestro alcance. Dios no hace nada inútilmente: puede prolongar mi vida o abreviarla, sabiendo siempre lo que hace. Puede alejar a mis amigos, arrojarme en tierras extrañas, desalentarme y sembrar la desolación en mi espíritu, ocultarme lo futuro; mas siempre sabe por qué lo hace.

¡Oh Adonai, Rey de Israel, que guiaste a José como si fuese un manso cordero; oh Emanuel, oh eterna Sabiduría, a Ti me entrego, en Ti confío! Conoces lo que yo ignoro, y me amas más de lo que yo me amo a mí mismo. Dígnate cumplir en mí tus designios, cualesquiera que sean; obra en mí y por mí. He nacido para servirte, para ser tuyo, para cooperar en tus obras. Hazme, pues, ciego instrumento tuyo. No te pido que me hagas ver ni comprender; sólo te suplico que te valgas de mí.

(John Henry Newman, Meditaciones y devociones. Parte III, Luis Gili, Barcelona 1912, págs. 9-10).