14 de octubre - El Rosario Viviente y la Contemplación
El Rosario Viviente puede conducir a la contemplación real. En cada misterio de Nuestro Señor hay personas, palabras y acciones. Entonces se trata de pensar qué son estas personas, qué papel juegan en la historia de la salvación. Se trata de escuchar las palabras, tratando de precisar en nuestra mente las acciones realizadas para nuestra salvación y así hacer presente el misterio en nuestra mente, para que sea verdaderamente beneficioso para nosotros, para nuestra contemplación. Se trata de contemplar a los actores de nuestra salvación, las palabras que se dicen de ella y que merecen que las tengamos presentes durante algún tiempo.
Inspirándonos en lo que sucede en nuestro interior, es posible emprender este camino de contemplación. De hecho, si tenemos un proyecto, si estamos molestos o heridos durante una reunión o si tenemos alguna satisfacción con nuestra autoestima, es natural que estos sentimientos vuelvan a nuestra mente. Me represento, sin esfuerzo, a las personas que pueden acudir en mi ayuda para llevar a cabo un proyecto, a las que pueden poner un obstáculo u oponerme con dificultades, a las que me estiman o pueden alentarme o dirigirme falsos y delicados cumplidos.
Dependiendo de cuánto dolor o placer reciba de él, mi corazón se alegra o se irrita, inclinándose ante algunos con amistad o alejándose de otros por despecho o incluso un sentimiento de venganza. Esta meditación o contemplación que todos pueden hacer se refiere a las realidades terrenales; se puede aplicar «a las cosas del Cielo, a los Misterios de María y de Jesús, y contemplaremos a la manera de San Ignacio y Santo Domingo, llenándonos, como ellos, de amor por las virtudes de Jesús y de horror por los vicios y defectos, por el contrario. Ya no invoquemos la dificultad. Este ejercicio está al alcance de los más simples; la naturaleza nos ha entrenado allí durante mucho tiempo; la gracia nos lleva allí sin cesar. No es necesario haber adquirido un grado sublime de perfección; basta con ser hombre; basta con ser cristiano» (Pauline Jaricot, Le Rosaire vivant, op. cit., p. 97).
Si tomamos el ejemplo de Jesús encontrado en el Templo, puede ser interesante dirigir nuestra atención al lugar donde tuvo lugar este misterio. Se trata de contemplar a Jesús en medio de los doctores de la ley a quienes ilumina con sus palabras, en medio de la gente que lo escucha con admiración. De sus labios brotan sabiduría y mansedumbre; su belleza es la del dios que vive entre los seres humanos. José y María están tristes; perdieron a su hijo hace tres días. ¡Qué alegría cuando lo encuentran! Lo que cambia en los pensamientos, los sentimientos, los afectos, en fin, en el corazón de José y en el de María. Las personas que estaban preocupadas, junto con ellas, se tranquilizarán. A esta visión de las personas hay que sumarle el oído, las palabras y las acciones que también merecen atención y meditación. ¿Qué dice cada uno: José, María, Jesús? María le pregunta, en forma de tierna queja o de velado reproche: ¿por qué nos hiciste esto? Y Jesús respondió: ¿No sabéis que debo hacer plenamente lo que mi Padre quiere de mí? José y María guardan silencio; probablemente lo entendieron. Este silencio también merece una pequeña consideración; silencio para contemplar a Dios Padre Nuestro, lo que espera de Jesús y de cada uno de nosotros en relación con la historia de la salvación de cada uno, en relación con la salvación de todos. ¿Qué pasa con las acciones?
Jesús se separa por un tiempo de las personas que ama; ¿Por qué? ¿Para acercarse a las personas que viven en las tinieblas de la muerte y qué esperan la salvación del Dios Creador? María y José «vuelven sobre sus pasos; Ellos buscan; se informan; recurren a la oración; van al templo; finalmente lo encontraron. Jesús es de ellos desde ahora hasta la muerte. Pero usted, doctor de la ley, y tú también, pobre pueblo, que acaban de estallar en sentimientos de admiración, ¿qué están haciendo? ¿Van a retirarse a su ignorancia? Esto es lo más probable; y teniendo la luz en las tinieblas, las tinieblas no le comprendieron» (ver Jn 1, 5; Pauline Jaricot, Le Rosaire vivant, op. cit., p. 99).